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Los imperdonables errores del joven Churchill

Historia política

Antes de ser primer ministro, Winston Churchill ocupó cargos de relevancia. Sin embargo, la magnitud de sus errores y su actitud incendiaria le acabaron apartando del poder

Churchill con uniforme militar de húsar en 1895, a la edad de 21 años.

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En el imaginario colectivo, Winston Churchill es el titán que condujo a los británicos a la victoria en la lucha contra el nazismo. Tanto es así que, en 2001, cuando se produjeron los atentados del 11-S, el presidente George W. Bush evocó su ejemplo al hablar al pueblo estadounidense: “No flaquearemos, no descansaremos, no vacilaremos y no fracasaremos”. Estas palabras aludían a un conocidísimo discurso que Churchill, en febrero de 1941, dirigió a los norteamericanos.

Sin embargo, en 1940, al iniciar su mandato, muchos de sus conciudadanos británicos le veían bajo una luz muy distinta. En esos momentos era un sesentón fracasado del que se recordaban los numerosos errores que había cometido al ocupar cargos de responsabilidad. Por eso, el biógrafo Robert Rhodes-James, en 1970, subtitularía A Study in Failure (Un estudio sobre el fracaso) el libro que escribió sobre su vida anterior a la época de primer ministro.

Por increíble que parezca en la actualidad, entonces se le tenía por un personaje más o menos ridículo, sin más preocupación que defenderse a sí mismo. Los humoristas gráficos se cebaban en él. Más allá de lo que reflejan las frecuentes hagiografías, lo que encontramos es un líder contradictorio, capaz de la máxima brillantez, pero también de caer en la ceguera y la desmesura, sobre todo si se dejaba llevar por una idea fija.

Una frase que se atribuye a lord Birkenhead, uno de sus mejores amigos, resume bien este carácter ambivalente: “Cuando Winston tiene razón, es único. Pero cuando se equivoca... ¡Ay, Dios mío!”. En la Segunda Guerra Mundial, otro lord, Alanbrooke, jefe del Estado Mayor Imperial, también se refirió a la dificultad de Churchill para distinguir entre lo idóneo y lo desacertado. En su opinión, todos los días salían de su mente incansable diez ideas, de las que solo una era buena; el problema era que no sabía distinguir la buena de las demás.

Retrato del joven Churchill por Edwin Arthur Ward.

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El largo catálogo de sus decisiones discutibles no se basa en el descubrimiento sensacional de unos hechos inéditos. Las facetas oscuras de su personalidad son bien conocidas. Los especialistas que le son abiertamente favorables no dejan de reconocer su egocentrismo y su temeridad. Creen, sin embargo, que en un balance histórico deben pesar más aspectos como la capacidad de liderar un país en los tiempos adversos de la Segunda Guerra Mundial.

Para el historiador Max Hastings, sus múltiples locuras y errores de juicio “son como meros granos de arena en la inmensa mole de su hazaña”. De hecho, el propio Churchill era consciente de sus defectos, y por eso nunca llevó un diario. No quería dejar testimonio ante la posteridad de sus debilidades.

Los primeros desastres

Hijo de una familia aristocrática, el futuro mandatario británico se decantó por la carrera militar. Era joven y estaba sediento de acción, pero también tenía muy presente que sus proezas en el campo de batalla podían abrirle el camino de la política. En Sudán ayudó a reconquistar el país tras una revuelta de grandes proporciones encabezada por un líder religioso, el mahdi. Intervino en ese momento en la batalla de Omdurmán (1898) como parte activa de la última carga de caballería del ejército británico.

Contará sus impresiones en un libro, La guerra del Nilo, una obra maestra por el sentido casi cinematográfico de la acción. Sus ideas sobre los sudaneses son las de un imperialista victoriano: hay que poner orden en un territorio dividido entre tribus bárbaras. La población negra, según su descripción, no posee grandes cualidades más allá del valor y la honestidad: “Lo escaso de su inteligencia excusaba la degradación de sus costumbres”.

Winston Churchill observando los disturbios del 11 de enero de 1911 en Sidney Street entre un grupo de anarquistas y la policía.

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En Sudáfrica volvería a vivir otra gran aventura, esta vez como corresponsal en la guerra de los Bóers. Fue hecho prisionero, pero escapó de una forma novelesca. Convertido en un héroe, le fue posible conseguir un escaño por el Partido Conservador, del que se marcharía en 1904 en una jugada arriesgada pero efectiva. Sabía que en las filas liberales iba a tener al alcance un puesto en el gobierno.

Como Home Secretary (ministro del Interior), su gestión resultó polémica. En 1910 tuvo que enfrentarse a una huelga minera en Gales en demanda de mejores condiciones de trabajo. Hizo intervenir al Ejército en un intento de frenar los disturbios con métodos expeditivos. Fue una decisión contraproducente, porque en los periódicos proliferaron las acusaciones de brutalidad. El biógrafo Alan Moorehead señala que fue entonces cuando se originó la permanente desconfianza del sindicalismo hacia Churchill en asuntos de política interior.

Peor todavía fue el fracaso de Galípoli, pocos años después. En plena Gran Guerra, este desastre frente a las tropas otomanas provocó 250.000 bajas entre los soldados del Imperio británico. Churchill, por entonces primer lord del Almirantazgo, creía posible obligar a Turquía, aliada de los germanos, a retirarse del conflicto, de manera que Londres pudiera contactar con sus aliados rusos a través del mar Negro.

Churchill junto al káiser Guillermo II durante unas maniobras militares en 1906.

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Puesto que el frente occidental permanecía inmóvil por la guerra de trincheras, la idea era abrir otro escenario bélico. Sin embargo, una encarnizada resistencia desbarató este plan, junto a la falta de organización de los atacantes. La catástrofe dio origen al denominado “síndrome de Galípoli”, la reticencia a efectuar desembarcos en playas controladas por el enemigo, que se prolongó hasta el de Normandía tres décadas después.

No toda la culpa fue de Churchill, porque fue el primer ministro, Henry Asquith, el que aprobó sus decisiones. Sin embargo, existe cierto consenso en que el primer lord del Almirantazgo desoyó los consejos de los almirantes y no tomó las necesarias medidas de precaución. Destituido y con el ánimo quebrantado, es posible que Churchill tomara en consideración la idea del suicidio. Aunque, si fue así, no debió de ser por mucho tiempo, como señala Andrew Roberts, uno de sus biógrafos.

Paladín anticomunista

Decidido a no hundirse, se marchó a Francia, donde buscó un destino en el frente, en un intento de hacer méritos para que se olvidaran sus responsabilidades. Estaba ansioso por borrar la imagen de que era otro joven ambicioso más que había ascendido demasiado rápido a un puesto que le quedaba grande. Respecto a la Alemania del káiser Guillermo II, Churchill era partidario de vencerla a través de un bloqueo naval que matara de hambre a hombres, mujeres y niños.

La Convención de la Haya de 1907 definía claramente esta táctica como crimen de guerra. Solo se consideraba legítima si se utilizaba para debilitar a los ejércitos enemigos, no como un arma contra los civiles. Cercada, Alemania reaccionó recurriendo al uso de submarinos. En esos momentos nadie discutía su capacidad de trabajo ni su facilidad para fascinar a sus interlocutores. Sin embargo, muchos creían que ocultaba alguna tara de carácter, una especie de defecto de fábrica, que le impedía actuar con sensatez.

El bolchevismo le parecía algo mucho peor que el viejo militarismo prusiano, según declaró en esos momentos

El primer ministro liberal, Lloyd George, pensaba de otra manera. Estaba seguro de que podía aprovechar la energía de Churchill, siempre y cuando lo mantuviera bajo control. Por eso le ofreció un puesto en su gobierno en 1917, como ministro de Armamento. Dos años después se convirtió en secretario de Estado de Guerra. La buena suerte, sin embargo, siguió sin acompañarle cuando se propuso organizar una gran operación.

Para luchar contra los bolcheviques rusos, en los que veía una amenaza a la democracia británica, ordenó una incursión destinada a capturar el Transiberiano. El resultado fue otro fracaso. La derrota, según el biógrafo Anthony McCarten, “vino a consolidar la idea en aquellos momentos generalizada de que era un temerario y un aventurero militar en el que no se podía confiar”. Había actuado movido por un rechazo visceral a todo lo que representaban Lenin y los suyos.

El bolchevismo le parecía algo mucho peor que el viejo militarismo prusiano, según declaró en aquellos momentos. Ningún horror provocado por los alemanes durante la Gran Guerra podía compararse con los causados por los comunistas, a los que calificaba de “mortales culebras venenosas”. No obstante, como afirmaría Sebastian Haffner en una biografía ya clásica, esta retórica apasionada acabó por volverse en su contra.

Churchill en un encuentro con mujeres trabajadoras cerca de Glasgow, en octubre de 1918.

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Porque sus palabras, incluso para un inglés conservador, “sonaban insanas, exageradas, febriles y un poco histéricas”. Traicionado por su anticomunismo, no supo tener en cuenta el cansancio de su país, tras los cuatro años de lucha entre 1914 y 1918, ni los efectos de la gripe española, que en aquellas fechas hacía estragos. No era el momento de lanzarse a una nueva aventura bélica.

Cuando los números no salen

Los obstáculos no le hicieron perder la seguridad en sí mismo. Cambió de partido una vez más y regresó a las filas conservadoras. El primer ministro Stanley Baldwin le ofreció en 1925 el ministerio de Hacienda, convencido de que más valía tener a un hombre tan dinámico como amigo, y no en su contra. Comenzó entonces lo que Alan Moorehead denominó su “período menos afortunado” en política.

Aunque no era un experto en cuestiones financieras, se puso a trabajar, según Roy Jenkins, uno de sus principales biógrafos, como si reuniera la experiencia de Gladstone, Disraeli, Lloyd George y Bonar Law (cuatro grandes estadistas recientes por entonces). Su gestión estuvo marcada por una medida errónea: el retorno de Gran Bretaña al patrón oro. La Gran Guerra había significado su fin, ante la necesidad de los gobiernos de imprimir grandes cantidades de billetes que no podían respaldar con sus reservas auríferas.

Churchill, antes de actuar, se asesoró. John Maynard Keynes, por entonces un joven economista, advirtió de las funestas consecuencias de la medida. No fue escuchado, y los hechos le dieron la razón. La libra esterlina, sobrevalorada, se convirtió en un obstáculo para las exportaciones. El sector industrial se vio sumido en una grave crisis que motivaría, al año siguiente, una huelga general, la única de la historia del Reino Unido. Keynes se vengó con la publicación de The Economic Consequences of Mr. Churchill, un demoledor ataque contra el ministro de Hacienda, un “os lo dije” en toda regla.

Churchill con su esposa Clementine y sus hijos Sarah y Randolph, el 15 de abril de 1929.

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A otro que no fuera Churchill, el trabajo ministerial le habría absorbido por completo. Él, además de cumplir con sus obligaciones, encontró tiempo para escribir La crisis mundial, una historia de la Gran Guerra en nada menos que cinco volúmenes, en los que mezclaba el análisis histórico con su experiencia personal. Sobredimensionaba tanto su propia actuación que uno de sus críticos, lord Balfour (el de la famosa declaración sobre Palestina), dijo de la obra que era una autobiografía disfrazada de historia del mundo.

Una figura excéntrica

En los años treinta, Churchill, como político, parecía acabado. El Partido Conservador, de nuevo en el poder, no le tenía en cuenta. Parecía existir consenso en que no le quedaba más futuro que escribir libros y pronunciar discursos. A lo largo de toda la década, viviría una “travesía del desierto” en la que se distinguiría por ir a contracorriente, manteniendo posturas polémicas que no iban a favorecer su imagen para la posteridad.

Como imperialista convencido que era, se opuso frontalmente a la concesión de autogobierno a la India, por más que fuera dentro del marco de una confederación encabezada por el monarca inglés, Jorge V, que también ostentaba el título de emperador de aquel territorio asiático. A su juicio, los británicos no habían hecho más que establecer un régimen colonial sinónimo de civilización. Creía que la mayoría de la población afectada estaba satisfecha, con la excepción de unos pocos agitadores.

Para el historiador Simon Schama, su actitud ante el movimiento nacionalista en la India fue “tan anacrónica como desmedida”. Estaba seguro de que el gobierno laborista, con su voluntad de hacer concesiones, solo capitulaba ante la sedición de rebeldes como Gandhi , al que ridiculizó en términos profundamente despectivos: “Es alarmante y nauseabundo ver al señor Gandhi, un abogado sedicioso de Middle Temple, posando ahora como un faquir [...] para negociar en pie de igualdad con el representante del rey-emperador”.

Churchill junto al príncipe de Gales (futuro Eduardo VIII)

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Con estas declaraciones incendiarias respondía a un gesto de distensión del entonces virrey de la India, el barón Irwin, futuro lord Halifax, que en 1931 había excarcelado a varios líderes nacionalistas para que intervinieran en conversaciones sobre el futuro del subcontinente. Escogió de nuevo la postura más impopular cuando se produjo la crisis de la monarquía, al anunciarse que el rey Eduardo deseaba contraer matrimonio con la divorciada Wallis Simpson.

La inmensa mayoría de los británicos reaccionaron en contra. El soberano debía elegir entre la Corona y el amor. Winston Churchill, amigo del monarca, se embarcó en una cruzada personal para defenderlo. Años después confesó que, en aquellos momentos, se sintió obligado a poner su lealtad al soberano por encima de todo. Solo consiguió acabar desprestigiado. Estuvo a punto de liderar un “partido del rey” que, por suerte, no encontró apoyos.

Roy Jenkins señala que, si esta iniciativa hubiera prosperado, se habría desencadenado un desastre constitucional. Porque los que no pertenecieran a ese bando serían los “anti-rey”. La neutralidad política de la Corona quedaría en entredicho. Entretanto, aunque se consideraba un experto en temas militares, Churchill hizo declaraciones que demostraban una visión estratégica limitada. Subestimó la importancia de la aviación al definirla como una “complicación adicional”.

Tampoco valoró en su justa media el alcance de los carros de combate, al suponer erróneamente que las armas antitanque los neutralizarían con facilidad. Según una visión tradicional, Churchill fue el héroe solitario que, a lo largo de los años treinta, advirtió de los peligros del nazismo. Como la mitológica Casandra, habría tenido el don de anunciar desgracias futuras y la maldición de que nadie le hiciera caso. La realidad, sin embargo, es que su postura fue más contradictoria de lo que a menudo se cree.

El estallido de la IIGM iba a darle la oportunidad que tanto había deseado, la de hacer Historia con mayúscula

Aunque criticó a Hitler en numerosas ocasiones, también le dedicó elogios. Todavía en 1937 dudada sobre si se trataba de un héroe o de un monstruo, como puso de manifiesto en el retrato que le dedicó en su libro Grandes contemporáneos. Estaba convencido de que merecía admiración “por el coraje, la perseverancia y la fuerza vital que le permitieron desafiar, desobedecer, conciliar y superar todas las autoridades y resistencias que se interpusieron en su camino”.

Respecto al fascismo italiano, tuvo actitudes igualmente equívocas. El jefe del gobierno Benito Mussolini le parecía un gran político, y llegó a decir que, de ser su compatriota, habría estado de su parte. Cuando el Duce invadió Etiopía, en 1935, Churchill se opuso a la aplicación de sanciones internacionales y defendió la necesidad de llegar a un arreglo.

Por su intenso anticomunismo, simpatizó con Franco cuando estalló en España la Guerra Civil. En sus memorias dijo haber sido neutral, pero la verdad era muy distinta. Creía que la contienda se había producido por una degeneración del sistema parlamentario, de forma que la democracia acabó por desembocar en una revolución en manos de los comunistas. Churchill, con toda sinceridad, admitió que no podía sentir la menor afinidad con unas gentes que le habrían matado a él, a su familia y a sus amigos de haber sido españoles.

Su antipatía hacia los “rojos” llegaba hasta el punto de negar el saludo al embajador republicano en Londres. Incluso osó proponer el reconocimiento oficial de los sublevados. Solo cambió de postura cuando la suerte del conflicto estaba ya decidida a favor de los rebeldes: advirtió entonces el peligro que representaba un gobierno que haría causa común con alemanes e italianos.

Si hubiera muerto en 1939, sin duda habría pasado a la historia como un gran político frustrado. El estallido de la Segunda Guerra Mundial ese mismo año iba a darle la oportunidad que tanto había deseado, la de hacer Historia con mayúscula. Tenía el convencimiento de que toda su vida había sido una preparación para desempeñar el cargo de primer ministro. Y lo iba a ejercer en unos momentos dramáticos, en los que el país se jugaba su existencia frente al empuje, en apariencia incontenible, de la Alemania nazi.

Este artículo se publicó en el número 600 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.