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Buckingham, un palacio entre el sopor y el exceso

Arquitectura

La casa del duque de Buckingham, erigida en el siglo XVIII, pasó a manos de la Corona una generación después. Con la reina Victoria se convirtió en residencia oficial de la monarquía

Realidad y ficción en la serie ‘The Crown’

Palacio de Buckingham en Londres, Reino Unido.

fotoVoyager / Getty Images

Uno puede acudir un día cualquiera a contemplar el cambio de la guardia del palacio de Buckingham y encontrarse con que el pomposo acto está amenizado por la banda sonora de La guerra de las galaxias, un tema de West Side Story o el Dancing Queen de Abba. La residencia londinense de Isabel II, epicentro de los asuntos de la monarquía y lugar donde se celebran cumbres políticas del más alto nivel, ha abrazado sin manías su conversión en icono kitsch de la era YouTube.

Esta es tan solo la última identidad de un edificio con múltiples personalidades: una formidable atracción turística, simbólico corazón de Gran Bretaña, el foco ante el cual se congregan los súbditos en fechas señaladas, colección de arte prácticamente sin parangón en el mundo... El palacio real en funcionamiento más famoso del planeta se ha adaptado a todo tipo de inquilinos y tiempos difíciles. Sus paredes esconden una colorista, a veces asombrosa, otras estrambótica, historia.

La construcción que se considera la génesis del palacio actual data de los tiempos de la reina Ana, la última Estuardo, en el trono entre 1707 y 1714. El suyo fue, en lo personal, un reinado difícil: un marido alcohólico, dieciocho hijos muertos antes de llegar a adultos y un volumen corporal que obligó a sus sirvientes a utilizar poleas para levantarla.

Buckingham hacia 1710, tal como lo diseñó William Winde para el primer duque de Buckingham.

Dominio público

La alegría de muchos días para Ana en el palacio de Saint James eran las visitas del seductor y halagador barón John Sheffield, al que elevó a duque de Buckingham y convirtió en hombre de confianza. Sheffield se hizo erigir una mansión a la altura de los arribismos que lucían él y su esposa, no muy queridos en la corte. La localización era puro oro inmobiliario. El patio se abría al parque de Saint James, y daba la impresión de que este era el gigantesco jardín de la casa.

El edificio consistía en un bloque de tres pisos flanqueado por dos alas destinadas al servicio y las cocinas, construido rápidamente en tres años. Los caprichos y fantasías de Buckingham, que además de político era poeta, se dejaron notar en la profusión de frescos en el interior y en su amor por las estatuas y fuentes en el exterior. Uno de los lugares favoritos de Buckingham era el tejado.

¡Oh, la vista!

Allí subieron un día el señor de la casa y su arquitecto, William Winde. Tras ellos se cerró de golpe la trampilla y este último lanzó la llave tres pisos más abajo. Amenazó entonces con saltar al vacío llevándose por delante a Buckingham, a menos que este le pagara las abultadas minutas que le debía. El azorado cliente prometió cumplir con sus obligaciones, y la trampilla, accionada por un compinche del arquitecto, se abrió.

Entre las obras y su afición por el juego, el señor de la casa siempre iba apurado de dinero. En una ocasión, un acreedor puso un rebaño de ganado a pastar en los jardines de Buckingham House hasta que le fueron satisfechas las deudas. Tras la muerte de Buckingham, su título y la casa los heredó primero un hijo legítimo, Edward, que murió a los 19 años, y después uno ilegítimo, Charles. Este se vio forzado a vender la propiedad a Jorge III, el tercer rey de la casa de Hanóver, en 1763.

La ausencia de licores y la triste comida que se servía aterrorizaban a los pocos que eran invitados

Una porción de los terrenos sobre los que se erigía Buckingham House era propiedad de la Corona, y pronto vencía el alquiler. El monarca había dejado claro que no pensaba renovarlo, así que Charles sacó el dinero que pudo de la venta y se largó.

La mansión adoptó el título oficial de Queen’s House (Casa de la Reina), pues Jorge III la regaló a su esposa, la germana Carlota de Mecklemburgo-Strelitz, como el lugar donde podrían disfrutar de privacidad y crear una familia, sin el boato y el ajetreo de la vecina corte de Saint James. Desde luego, fue un éxito: 14 de los 15 hijos que engendraron nacieron aquí.

Jorge III, pese a que tuvo la mala fortuna de ser el rey que perdió las colonias de Norteamérica, se tomaba muy en serio su oficio. Demasiado en serio, para deleite de los caricaturistas. Daba ejemplo con un estilo de vida frugal y espartano que, en ocasiones, rayaba el ridículo y la racanería. La ausencia de licores y la triste comida que se servía en la mesa aterrorizaban a los pocos que tenían la desgracia de ser invitados a aquel aburrido remanso. Allí todos estaban en la cama a las diez, y nadie permanecía bajo las sábanas después de las seis de la mañana.

Del exterior del edificio se retiraron las estatuas que decoraban el tejado, las trabajadas verjas y alguna fuente. El desnudo edificio se asemejaba a una vicaría, “sin gracia, pero decente”, dejó escrito un cronista. Muchísimo mejor les fue a los interiores, donde se dejó notar el buen gusto por la porcelana de la reina Carlota, se taparon con telas algunos de los chillones frescos y se colgaron exquisitas pinturas, que por algo Jorge III fue el fundador de la Royal Academy of Arts. De Venecia se hizo traer cincuenta Canalettos que aún conforman la mayor colección del mundo de este pintor.

De casa a palacio

Tras cumplir 50 años, Jorge III empezó a sufrir brotes de incapacidad mental, y en 1811, su primogénito fue nombrado príncipe regente. El Rey Loco, como fue conocido, se retiró a Windsor, y Queen’s House quedo prácticamente abandonada.

Su hijo y sucesor, Jorge IV, tenía grandes planes para aquel edificio. Él, árbitro de la moda, el dandi del estilo Regencia, se imaginó saliendo por la puerta y pavoneándose por aquellos parques por los que paseaba la flor y nata de Londres.

El palacio en 1842, en el que se muestra el arco Marble, que servía como entrada ceremonial al palacio.

Dominio público

El palacio de Buckingham, como empezó a llamarse, comenzó a adquirir su forma actual de la mano de John Nash, el gran arquitecto de la Regencia. Nash lo envolvió todo con fachadas de inspiración neoclásica en piedra amarilla de Bath y creó un espléndido patio de entrada. A este se accedía a través de un majestuoso arco triunfal de mármol de Carrara que conmemoraba la victoria en Waterloo sobre Napoleón. La condición palaciega del lugar se notaba, sobre todo, en el interior, con todo el teatro que necesitaba Jorge IV.

Las State Rooms, que han llegado casi intactas hasta hoy, son un virtuoso decorado de altísimos techos abovedados, estatuas, frisos, molduras doradas y columnas de mármol de color frambuesa. La Grand Staircase, escalera de dorada balaustrada con hojas de acanto, roble y laurel, es un prodigio de bronce que todavía recibe a los turistas de palacio. Jorge IV era un fanático del interiorismo francés, y se hizo traer desde el otro lado del canal de la Mancha exquisitos muebles y porcelanas de Sèvres.

Los fastuosos candelabros que eligió, sin embargo, eran locales, manufacturados por la firma Parker and Perry. La opulencia de la iluminación era tanta que se necesitaban treinta sirvientes solo para mantener todas las velas encendidas durante una fiesta.

Tras más de cinco años de obras, Jorge IV falleció en 1830 en Windsor, donde residió gran parte de sus últimos años, sin haber podido estrenar Buckingham debidamente. Aquello aún estaba manga por hombro, y los costes habían cuadruplicado el presupuesto inicial. Allí se habían juntado el hambre del monarca y las ganas de comer del arquitecto.

Los humoristas, vigías de la monarquía, lo pasaban en grande mofándose de aquel descalabro inmobiliario

El extravagante y caprichoso Jorge IV no paraba de pedir más y más. John Nash, por su parte, accedía temerariamente a todas las exigencias. El venerado y venerable arquitecto había rebasado los setenta años, no temía por su reputación y estaba muy por la labor de coronar su carrera con un edificio donde pudiera dar rienda suelta a su imaginación.

A Nash, el superviviente del dúo, le tocó pagar el pato: fue humillado por el Parlamento y jamás recibió el título al que aspiraba por su indeleble huella en Londres. Buscó refugió en la isla de Wight, donde falleció. El Parlamento desembolsó el dinero necesario para concluir las obras, mientras los humoristas, eternos vigías de la monarquía británica, lo pasaban en grande mofándose de aquel descalabro inmobiliario.

El sucesor de Jorge IV, su más espartano hermano Guillermo IV, no pensó ni por un momento en mudarse a Buckingham, y continuó viviendo en su mansión de siempre, Clarence House. De hecho, cuando se incendiaron las Casas del Parlamento en 1834, ofreció Buckingham como reemplazo.

Tras ser declinado el ofrecimiento, pensó incluso en convertir el palacio en cuarteles para sus guardias. Finalmente, el rey decidió que, puesto que aquel “monstruoso insulto a la nación”, como algunos lo bautizaron, había costado un potosí, bien podía convertirlo en su hogar. Por desgracia, falleció durante los preparativos del traslado.

Reformas urgentes

Le tocó a la reina Victoria , sobrina de sus dos predecesores en el trono, ser la primera monarca en convertir el palacio de Buckingham en su residencia oficial londinense. Se mudó allí en 1837, un año antes de su coronación. Aquello era un desastre doméstico sin igual. La calefacción no funcionaba, y cuando el fantasma de la hipotermia amenazaba con hacer su aparición, se encendían chimeneas que despedían cantidades industriales de humo.

La reina Victoria estableció en el palacio de Buckingham la residencia oficial de la familia real británica.

Dominio público

Jorge IV y Nash, enfrascados en lo grandilocuente, habían descuidado infinidad de pequeños grandes detalles. El servicio vivía literalmente en el infierno. No se habían planificado suficientes habitaciones para los criados, y ocho o diez de ellos se apelotonaban en una estancia.

Las cocinas estaban en unos subterráneos sin ventanas que, además de carecer de ventilación para los olores y vapores, se inundaban. A alguien se le había olvidado que por debajo de Buckingham pasa un arroyo, el Tyburn, uno de los quince afluentes del Támesis que fueron soterrados a medida que crecía la capital inglesa.

En su diario, Victoria jamás pareció ver motivo para quejarse de frío, calor, humaredas, humedades u olores. Tras una ristra de impopulares testas coronadas, aquella joven de 19 años estaba empeñada en devolver el lustre a la monarquía británica.

Tras su coronación, anunció su compromiso con el alemán Alberto de Sajonia Coburgo-Gotha, con quien se casó en 1840. Ante el estoicismo de la reina, tuvo que ser su consorte quien se pusiera manos a la obra para convertir aquel destartalado palacio en una residencia digna de reyes y en un lugar adecuado para criar una familia que, ciertamente, crecía a buen ritmo. Durante los primeros siete años de matrimonio, la real pareja había concebido cinco hijos.

Para ganar espacio, el arquitecto Edward Blore, sucesor de John Nash, extrajo el arco triunfal de la entrada y diseñó una cuarta ala, que confirió al palacio el aspecto actual de un cuadrado con un patio en el centro.

El mencionado arco, por cierto, fue otro de los desastres con que se cubrieron de gloria Jorge IV y Nash: la carroza real era demasiado ancha para pasar por él. Fue recolocado delante de la Speaker’s Corner de Hyde Park, y hoy es ese monumento mundialmente conocido como Marble Arch.

Carruaje Golden State Coach en el palacio de Buckingham, Londres (Reino Unido)

Tracey Hind / Flickr

Gracias a la venta de algunos de los muebles y fruslerías de Jorge IV, Victoria y Alberto pudieron emprender una reforma en toda regla en materia de ventilación y calefacción. Las cocinas, por fin, se sacaron de los sótanos.

El cambio más polémico fue la reestructuración de la laberíntica intendencia palaciega. Existían cuatro encargados supremos, y la división de responsabilidades era demencial. Uno debía cargar las chimeneas; otro, encenderlas. Uno velaba por la limpieza de la cara interior de los cristales de las ventanas; otro, por la exterior. El rey Alberto, tras librar un durísimo pulso contra una estructura que llevaba en pie desde la Edad Media, consiguió simplificarla y racionalizarla.

El lugar donde a Alberto y Victoria les gustaba escenificar su matrimonio de cuento de hadas era la flamante sala de baile, construida por James Pennethorne en un anexo en la parte posterior. Fue inaugurada para celebrar el fin de la guerra de Crimea en 1856, y veinte años después sería la primera estancia del palacio en tener iluminación eléctrica. Con una planta de 36,6 x 18 m y un altísimo techo de 13,5 m, es todavía hoy la mayor habitación del palacio y el lugar donde se celebran los banquetes de Estado.

Sala donde se celebran los banquetes de Estado en el palacio de Buckingham.

Getty Images

Mientras que solo unos pocos tenían el honor de ver bailar a la pareja real, muchos más disfrutaban de sus apariciones en el balcón de la nueva ala. Victoria fue la primera soberana en inaugurar esta tradición en fechas señaladas. En este balcón vimos a Isabel II en su jubileo en 2012, o a Carlos y Lady Di el día de la boda televisada más seguida de todos los tiempos.

Meghan Markle se estrenó en este balcón asistió con su marido y el resto de la familia real al desfile anual con que se conmemora el cumpleaños de la reina. También desde aquí se dieron un baño de multitudes Jorge VI y Winston Churchill para celebrar el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Nuevos aires

En 1861, Buckingham fue cerrado a cal y canto. Alberto falleció y la reina Victoria se retiró de la vida pública a las dos apartadas propiedades que había adquirido: Osborne, en la isla de Wight, y Balmoral, en Escocia. Tras dos años desaparecida y con su popularidad en horas bajas, sus ministros la convencieron para que volviera y se convirtiera en aquella icónica figura enlutada que comandaba el imperio más poderoso de la tierra.

Eduardo VII, el hijo ligero de cascos de Victoria y su sucesor, llamaba al palacio “el Sepulcro”, pues la reina no había cambiado una silla de sitio desde la muerte de Alberto. Los criados prepararon las ropas de este sobre la cama cada día hasta la muerte de Victoria en 1901.

Eduardo, de 59 años al llegar al trono, le dio un nuevo aire a Buckingham. Mandó vaciar atestadas estancias y quemar ropajes apolillados y mil y un objetos cubiertos de moho. La hoguera se mantuvo viva durante días en los jardines.

Los invitados a las fiestas de Sus Majestades respiraron de alivio al enterarse de las reformas en fontanería

Llegaron la electricidad y el teléfono, y los primeros automóviles traspasaron la valla de entrada. Eduardo y su esposa Alexandra, siempre atentos al último grito, redecoraron algunas estancias en dorado y color crema, el interiorismo favorito de la Belle Époque que ningún soberano hasta hoy ha considerado oportuno modificar.

Los invitados a las numerosas fiestas de Sus Majestades respiraron de alivio al enterarse de las reformas en fontanería: se instalaron inodoros para las visitas y se abandonó la molesta costumbre de beber lo mínimo posible durante las veinticuatro horas anteriores a acudir a la corte.

Eduardo VII es el único monarca de la historia que ha nacido y fallecido en palacio. Isabell II no tiene posibilidad de cumplir ese hito, pues llegó al mundo en la casa de su abuelo paterno en el barrio de Mayfair, como tampoco podrá el príncipe Guillermo, duque de Cambridge, que vino al mundo en un hospital. Carlos, el príncipe de Gales, sí nació en palacio.

Pese a que la casa real dispone de una actualizadísima página web y una cuenta en Twitter y a que la propia reina tiene perfil en Facebook, en Buckingham se mantiene la tradición de anunciar los nacimientos y defunciones en la familia real mediante un aviso colgado en la valla de entrada.

A la alegre y optimista era eduardiana le siguió el reinado del serio Jorge V. Él fue el último en dejar una profunda huella arquitectónica en Buckingham: durante su reinado, Aston Webb sustituyó la sucia fachada anterior por una blanquísima de piedra de Portland.

La plazoleta frente a Buckingham se convirtió por entonces en el epicentro de las manifestaciones ciudadanas que aún es hoy. Una patriótica multitud vitoreó la entrada de Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial en 1914. Las sufragistas le tomaron apego al lugar, y ese mismo año intentaron asaltar el palacio.

Richard Nixon en el palacio de Buckingham durante una visita oficial.

Dominio público

Dos de ellas lograron encadenarse a la valla, y una llegó incluso a colarse en una recepción del rey y se arrojó a sus pies para pedirle clemencia para las mujeres. El titular del día siguiente en el tabloide Daily Mail: “Mujer salvaje en la sala del Trono”.

La era de los Windsor

Jorge V impuso un severo régimen de racionamiento en palacio mientras duró la Gran Guerra. A los invitados se les servía un simple huevo o un filete de pescado. Té o limonada para beber, nada de alcohol.

Los habitantes de Buckingham dejaron de llamarse los Hanóver (¡impensable ese nombre alemán con la que estaba cayendo!) y pasaron a ser los Windsor. Finalizado el conflicto bélico, Jorge se empeñó en acercar la monarquía al siglo XX. Victoria había iniciado la costumbre de organizar unos encuentros en los jardines que gustaba de llamar desayunos, pese a que se celebraban por la tarde.

Jorge V incrementó el número de invitados a estas soirées para que pudiera estar representada una mayor variedad de la ciudadanía. Actores y actrices cuidadosamente seleccionados fueron avistados en palacio, y en 1924, el premier laborista Ramsay MacDonald sería el primer varón en atreverse a comparecer en traje de calle (y no de gala). En 1936, un año después de su jubileo de plata, el inmensamente popular Jorge V falleció.

El rey y su esposa María permanecieron en el complejo durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial

Se sucedieron unos meses convulsos, los de la ascensión y abdicación de su hijo, Eduardo VIII, que renunció a la Corona para casarse y pegarse la gran vida con una estadounidense divorciada, Wallis Simpson. En el año escaso que estuvo al frente de Buckingham, sin embargo, a Eduardo VIII le dio tiempo de hacer llegar allí la televisión, construir una pista de squash y contratar caras jóvenes para el personal.

Su hermano Jorge VI tuvo que agarrar por los cuernos una monarquía con la popularidad por los suelos y con un cáncer llamado Hitler que amenazaba con metastatizarse por toda Europa. Buckingham fue alcanzado nueve veces por las bombas nazis , una de las cuales destrozó la capilla. Solo se contó una víctima mortal, un policía de servicio en palacio, en cuyo honor se puede leer una placa en los jardines.

El rey y su esposa María permanecieron en el complejo durante el conflicto. Se ganaron la simpatía del pueblo, que los veía como unos vecinos más, como todos los que soportaban noche tras noche la mortífera lluvia de la Luftwaffe y tapaban con cartones las ventanas para evitar que escaparan rayos de luz. El fin de la guerra fue recibido con júbilo, pero a la monarquía le quedaban años de desconsuelo, los de la ruptura del Imperio británico.

El presidente de Estados Unidos Barack Obama y Michelle Obama son recibidos en 2009 en el palacio de Buckingham.

Dominio público

La princesa Isabel, a punto de cumplir 26 años, se encontraba precisamente de viaje oficial en una de las colonias que los británicos conservaban en África, Kenia, cuando le llegó la noticia de la muerte de su padre, Jorge VI.

La era de Isabel II ha sido la de la apertura del palacio de Buckingham, la del acercamiento definitivo a sus súbditos en muchos sentidos. En 1969 permitió la entrada de las cámaras, que grabaron a los Windsor en sus quehaceres diarios: ¡el duque de Edimburgo friendo salchichas!

La monarca no solo ha aumentado el número de multitudinarias fiestas en el jardín, sino que ha permitido que allí se celebren campeonatos de tenis y conciertos de música pop. En el solar donde se alzaba la capilla destruida por una bomba nazi se erigió en 1962 la Queen’s Gallery, un lugar donde los británicos han podido contemplar por primera vez algunos de los tesoros de la Royal Collection.

En 1992 se celebraban los 40 años de la coronación de Isabel II. Como dijo ella misma en el discurso de la conmemoración, aquel había sido un annus horribilis. Entre las desgracias que asediaron a la monarca, dos fueron duros golpes para sus arcas: la entrada en vigor de su obligación de pagar impuestos y el fuego que arrasó el palacio de Windsor y que requería una fortuna en reformas. A partir del año siguiente, la reina ideó una fórmula para ingresar algo de líquido: el palacio de Buckingham abrió sus puertas a los turistas en los meses de verano.

Este artículo se publicó en el número 605 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.