Isabel II de Inglaterra: el poder de un símbolo
Una institución en sí misma
La reina ha sido el gran activo de la monarquía británica: a lo largo de sus setenta años en el trono, consiguió galvanizar el respaldo popular de los británicos a la casa real
Reina Isabel II de Inglaterra, última hora
“Le molesta que la traten como a una estrella de cine […]. Le encanta su deber de reina y está decidida a ejercerlo”. Así describió Harold Macmillan, premier británico de 1957 a 1963, a Isabel II. Décadas después, la reina de Inglaterra, que accedió al trono el 6 de febrero de 1952, se había erigido en una figura formidable.
Asumió con profesionalidad la transformación del Imperio en la políticamente irrelevante Commonwealth, así como el papel cada vez más simbólico de la Corona. También capeó con éxito la enorme atención que suscitaba y las horas más bajas de la institución que representaba y de su familia.
En el ojo mediático
Su reinado, de siete decenios, ha sido uno de los más largos de la historia del país. Y, pese a ser la monarca más conocida del mundo, supo contener la banalización mediática de su imagen y posición dotándose de un aura de majestuosidad tan anacrónica como efectiva. Esa dignidad, junto con el estricto protocolo que observaba en sus apariciones públicas y su discreción (apenas concedía entrevistas), la recluyó, para muchos, en una suerte de burbuja aislada de la realidad.
No logró crear escuela entre sus hijos, que, desde la veda abierta por la histérica boda de Carlos con Diana Spencer en 1981, cayeron en barrena en el estatus más temido por la realeza, el de celebrity. Por su atribulada vida sentimental, pero también por la voracidad de los medios británicos, que gozan de la mayor libertad de prensa del mundo. Si bien respetaron la figura institucional de Isabel II, no pudieron, ni quisieron, resistirse al filón interminable de dramas, escándalos y torpezas de su familia.
Tenía tan solo 25 años de edad cuando accedió al trono, lo que abundó en su imagen de reina de cuento de hadas
Irónicamente, fue la propia Isabel II la que dio impulso a este fenómeno con su coronación, el 2 de junio de 1953. La retransmisión televisada de la ceremonia influyó decisivamente en la popularización del medio en el país. El número de licencias de televisión se dobló en el Reino Unido hasta alcanzar los tres millones, y unos veinte millones de británicos se sentaron por primera vez frente a un televisor en los hogares de amigos o vecinos. En Estados Unidos y Canadá, casi cien millones de telespectadores vieron la ceremonia en diferido.
Hay otros factores que explican la masiva atención que recibió Isabel II en todo el mundo en los años cincuenta. Por un lado, su glamur, intrínseco a la realeza. Por otro, su juventud. Tenía tan solo 25 años de edad cuando accedió al trono, lo que abundó en su imagen, alimentada por la prensa y saludada por el público, de reina de cuento de hadas. Por último, y ya en clave interna, encarnaba el inicio de una nueva “era isabelina” (otra referencia al glorioso reinado de Isabel I), en la que se habían depositado grandes esperanzas tras la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y el fin del Imperio.
En cierto modo, Isabel II simbolizaba el rejuvenecimiento de Reino Unido y la resignada adaptación del país a la Commonwealth, la mancomunidad de naciones en que se diluyó el Imperio.
Poco después de su coronación, se embarcó en un viaje alrededor del mundo con el que se dio un baño de masas. Fue el primero de muchos otros, tantos que, pasados unos años, se había convertido en la jefa de Estado que más países había visitado.
Corona venida a menos
Pero la época poscolonial vería menguar el poder político y territorial de la Corona británica. En casa, la crisis del canal de Suez en 1956 se llevó por delante al premier Anthony Eden.
Mientras, la descolonización se aceleraba, imparable, en todo el mundo. Reino Unido no tuvo más remedio que avenirse a la nueva realidad y renunciar a sus antiguas colonias mediante una transición ordenada al autogobierno, ya fuera como repúblicas o como reinos de la Commonwealth.
En el caso de Rhodesia, cuyo gobierno, presidido por Ian Smith, declaró unilateralmente la independencia en 1965, la monarca reaccionó con presteza. Rechazó el título y destituyó a Smith, quien, aun así, desafió a la Corona y a la comunidad internacional y mantuvo su régimen hasta 1979.
Otras dos crisis, en Australia y Canadá, pusieron a prueba la capacidad de Isabel para adaptarse a los nuevos tiempos. Las superó con nota, aunque a costa de un aumento del sentimiento republicano en ambos países. En 1975, el gobernador general de Australia, representante de la Corona, destituyó al primer ministro Gough Whitlam después de que el Senado rechazara sus presupuestos. Aunque algunos políticos del país pidieron a la reina que anulara la decisión, esta, acertadamente, declinó intervenir en un asunto que no era de su potestad.
Hasta 1992, Isabel II fue proclamada reina de 25 países de la Commonwealth, además de los siete originales, pero la mitad se convirtieron en repúblicas
En Canadá, el primer ministro Pierre Trudeau (padre de su futuro homólogo, Justin Trudeau), de tendencias republicanas, solicitó en 1980 la repatriación de la Constitución, es decir, la autoridad para enmendarla sin necesidad de la aprobación del Parlamento británico. La monarca se implicó personalmente en la crisis, apoyó la reforma y logró conservar su papel de jefe de Estado.
En total, desde 1956 hasta 1992, Isabel II fue proclamada reina de 25 países de la Commonwealth, además de los siete originales, pero 16, la mitad, se convirtieron en repúblicas, entre ellos Pakistán, Sudáfrica y Ceilán (ahora Sri Lanka). Aunque todos, salvo Pakistán, continúan en la Commonwealth, que cuenta con 54 estados miembros, la pérdida territorial de la Corona británica era significativa.
En cuanto al Reino Unido, el poder político reside en las dos Cámaras del Parlamento, el primer ministro y el gobierno, pero eso no quitó para que Isabel II se interesara por los asuntos de su reino, que demostró conocer muy bien. Todos sus primeros ministros alabaron su preparación y dominio de las cuestiones políticas de cada momento, tanto nacionales como internacionales, así como la agudeza de sus observaciones. Cuando Harold Wilson abandonó el cargo de primer ministro en 1976, declaró: “Recomiendo a mi sucesor que haga los deberes antes de sus audiencias [con la reina]”.
Empieza la pesadilla
Los años ochenta trajeron consigo el salto de la vida privada de Isabel II y su familia, hasta entonces de perfil bajo, al primer plano informativo. Hubo de todo, desde incidentes insólitos, como los disparos de fogueo que recibió la reina o la aparición de un intruso en su dormitorio, hasta decisiones y errores de cálculo propios que tuvieron como consecuencia indeseada el interés desmesurado de la prensa británica por los Windsor.
El acontecimiento más importante de la década para ellos, el matrimonio de Carlos de Inglaterra y Diana Spencer, celebrado por todo lo alto el 29 de julio de 1981, fue nefasto en todos los sentidos. El noviazgo y la boda de la pareja recibieron una cobertura mediática excesiva que, bendecida por la casa real, situó a la familia en el ojo de un huracán sensacionalista.
Las opiniones y la vida personal de los príncipes de Gales, pero también las de los otros hijos de Isabel II, Ana, Andrés y Eduardo, pasaron a ser de dominio público a través del escrutinio, rayano en el acoso, de la prensa, y no solo de la rosa. El resultado fue un aumento de las críticas a toda la familia y su lanzamiento a un estrellato más propio de personajes famosos que de miembros de la realeza. El caso más paradigmático fue el de Diana de Gales, convertida en una celebrity.
El año del horror
Los noventa fueron aún peores. Las críticas y la oposición a la monarquía crecieron a raíz de las especulaciones, en plena crisis económica, sobre la fortuna personal de Isabel. La casa real desmintió las cifras publicadas, pero el mal ya estaba hecho.
Para colmo, se extendieron los rumores de romances extramatrimoniales y tensiones en las parejas reales. El más sonado fue el del príncipe Carlos con su amante, Camilla Parker Bowles, con quien ya mantuvo una relación a principios de los setenta y con quien no pudo casarse por ser católica (en 2005, con la bendición de la reina, contraerían matrimonio civil).
Su popularidad se hundió en 1992, año que muy apropiadamente definió como 'annus horribilis'
Fue Isabel II quien pagó los platos rotos de estos y los demás dramas de sus hijos. Su popularidad se hundió ese año, que muy apropiadamente definió como annus horribilis en el discurso con que celebró el 40 aniversario de su llegada al trono.
La lista de desgracias no acabó ahí. Durante una visita oficial a Alemania, en octubre de 1992, unos manifestantes le lanzaron huevos. Un mes después, el castillo de Windsor, propiedad suya, sufrió graves daños en un incendio. Todo ello seguido, analizado y criticado hasta la saciedad por prensa y público. Hasta tal punto que la propia Isabel II, en un discurso de un tono personal poco habitual en ella, pidió que las críticas se hicieran con “un toque de humor, delicadeza y comprensión”.
Dos días después, el primer ministro John Major anunció la reforma de las finanzas reales, por la que Isabel II, hasta entonces exenta de pagar impuestos, empezaría a hacerlo en 1993 y vería reducido el presupuesto de palacio. La guinda la pusieron, en diciembre, Carlos y Diana con su separación oficial.
Abismo y remontada
El culebrón de la pareja ganó en intensidad y morbo por las continuas revelaciones periodísticas y el escándalo Camillagate, la transcripción de otra conversación telefónica íntima de 1989, esta vez entre Camilla y Carlos, por parte de los tabloides.
El divorcio se formalizó, por fin, en 1996, y un año después, el 31 de agosto de 1997, Diana, la “Princesa del pueblo”, como la bautizó la prensa, murió en un accidente de coche en París en plena cúspide de popularidad. La reacción de Isabel II, que durante cinco días ordenó el aislamiento de la familia real, causó la consternación y abierta hostilidad de la opinión pública.
El primer ministro Tony Blair dio un paso al frente y aconsejó a la reina que escuchara el clamor del país. Un día antes del funeral de la princesa de Gales, Isabel II expresó pública y solemnemente su admiración por Diana. La rectificación surtió efecto, ya que aplacó el descontento popular y puso fin al momento más bajo de su reinado.
A partir de entonces, la reina volvió a ganarse el favor mayoritario de los británicos. Y lo conservó a pesar de todo lo que llegaría después, desde la aparición de su nombre, a través de su patrimonio privado, en los Paradise Papers en 2017 hasta los escándalos de su hijo Andrés de York, acusado de abuso sexual a una menor, pasando por la salida de los duques de Sussex de la familia real.
Lo ha demostrado la respetuosa atención de la entera clase política, los medios de comunicación y la ciudadanía al ocaso de un símbolo, una institución en sí misma que fue más allá de la propia función de la monarquía.
Este artículo se basa en un texto publicado en el número 518 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.