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Así se inventó el dinero moderno

Economía e historia

Las monedas, los billetes y los apuntes en cuenta han moldeado el mundo tal como lo conocemos. ¿Hacia qué tipo de dinero, y de mundo, caminamos ahora?

Los billetes surgieron en Europa en el siglo XVII como títulos de crédito.

Getty

Una de las preguntas más alambicadas que se han hecho los filósofos, los sociólogos o los economistas modernos es qué es el dinero. Las respuestas de todos ellos admiten un insípido y utilísimo denominador común: las monedas, los billetes y los apuntes que reflejan los balances de nuestros depósitos en el banco. Los orígenes de esta curiosa trinidad, que solo alinearía sus planetas a partir del siglo XVII, se esconden en distintas épocas.

Las primeras monedas aparecen aproximadamente en el primer milenio antes de Cristo en el pequeño reino helénico de Lidia, que hoy ocuparía tres provincias turcas y ciudades como Troya, Éfeso o Mileto. Después se impondrían en casi todo el perímetro cultural de la Grecia clásica, en la civilización que la heredó, Roma, y en los distintos reinos e imperios europeos que se configuraron tras su caída.

El uso de las monedas se hundió frente al de los metales preciosos durante la Alta Edad Media, que va desde el siglo V a mediados del XII, y volvió a emerger a partir de ese momento gracias, esencialmente, a las nuevas necesidades urbanas, a la centralización de la emisión monetaria en el soberano y al descubrimiento de nuevas minas de oro y plata sobre todo en América. No se puede decir que los grandes banqueros judíos, templarios, venecianos o florentinos del medievo no fuesen sofisticados, pero hasta el siglo XVII no se fundó –en Inglaterra– el primer banco moderno dedicado al ahorro.

Denario romano.

Dominio público

Fue también en el XVII cuando surgieron los primeros billetes en Europa. No era una innovación sin precedentes, porque existían en la China del siglo XI. En un primer momento, consistían en títulos de crédito que emitían los bancos contra sus depósitos en oro e incluso contra extensiones de tierra. Su éxito no fue fácil, porque los primeros bancos que los emitieron a gran escala quebraron (sus ahorradores lo perdieron todo) y porque existía un escepticismo general ante la posibilidad de que un triste pedazo de papel pudiese valer lo mismo que un buen saco de metales preciosos.

Contra viento y marea, en el siglo XVIII, el uso de los billetes se había extendido ya a veinte países. Aquellos pedazos de papel financiaron buena parte de la factura de la guerra de la Independencia norteamericana y la Revolución Francesa. Eran, por lo general, activos de alto riesgo donde no siempre se recuperaba lo invertido, porque las entidades emitían más títulos de los que podían respaldar con metales preciosos. Se la jugaban. El Banco de Inglaterra, abrumado por el coste de las guerras napoleónicas, paralizó las conversiones en oro entre 1797 y 1821, porque le faltaban lingotes.

La gente iba a cobrar los billetes al banco y les cerraban la ventanilla: “Hoy no hay oro para usted, señora”. Y así durante más de veinte años. Estados Unidos se vio forzado a recurrir a los dólares verdes, que eran al principio bonos de deuda pública que no podían convertirse en el oro que no tenían, para pagar el destrozo de su guerra civil en la década de 1860. Fue una etapa confusa y convulsa. Los billetes podían transferir, a toda velocidad, recursos del mundo rural al mundo urbano y de unos sectores decadentes a otros más dinámicos.

Los bancos rurales protagonizaron buena parte de este proceso, y si es cierto que algunos prosperaron, también lo es que otros muchos se hundieron, llevándose por delante los ahorros de sus clientes. La imposición en el siglo XIX del coeficiente de caja, el porcentaje de los depósitos que debían guardar obligatoriamente en dinero contante y sonante para responder a las emergencias, no fue suficiente para evitar las quiebras.

El patrón oro fue el resultado de que las potencias hiciesen convertibles en oro las monedas y billetes

En consecuencia, entre 1844 y 1870, Londres transformó el Banco de Inglaterra en el prestamista de última instancia de las entidades con problemas y en el único que podía emitir billetes, que serían oficiales y estarían respaldados por oro o por deuda pública. Así nació el primer banco central moderno, y otros estados no tardarían en replicarlo. El patrón oro fue el resultado de que las primeras potencias, sobre todo a través de sus bancos centrales, hiciesen convertibles en oro las monedas y billetes nacionales. Sin eso, difícilmente se habría catapultado el comercio internacional que llevó a la primera globalización desde 1870 hasta la Primera Guerra Mundial.

¿Una moneda universal?

La influencia del dinero y los bancos en la sociedad siempre fue, es y será bastante más compleja que las ideologías que la condenan. Así, en el siglo XIX, se exploró la posibilidad de una “moneda universal” patrocinada por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Era un proyecto de integración asombroso que hubiera vinculado a millones de seres humanos. La unificación de las monedas de los estados alemanes e italianos contribuyó a hacer realidad el sueño nacional de la fundación de Italia y Alemania.

El sociólogo Georg Simmel relacionó en 1900 el protagonismo del dinero con el debilitamiento de la tradición, el florecimiento de las ciudades y la innovación cultural que estas alumbraron. El historiador Peter Gay mostró hace tiempo el papel crucial de una parte de la burguesía, y del dinero que gastó en alta cultura, en la explosión de las Vanguardias y el Modernismo.

Caricatura de 1786 en la que se entregan abundantes bolsas de dinero al rey Jorge III.

Dominio público

Estos nuevos consumidores e inversores hicieron que muchos artistas que disgustaban a la academia, la nobleza o el Estado –que a veces rechazaba hasta sus donaciones de pinturas y esculturas con tal de no verse obligado a exponerlas– pudieran vender sus obras, sentirse apreciados, vivir de su vocación y seguir despreciando a la burguesía.

No se suele tener en cuenta que las entidades financieras y sus títulos de deuda proporcionaron el combustible (el crédito) sin el que no se hubieran producido ni la Revolución Industrial como la conocemos ni el inmenso aumento del bienestar que vino después. También se olvidan otras influencias positivas en las vidas de sus países.

Los Rothschild salvaron al Banco de Inglaterra –y los depósitos de sus clientes– prestándole la liquidez que no tenía durante las guerras napoleónicas. J. P. Morgan lideró, en 1907, una coalición de grandes banqueros que ayudó a frenar una crisis y un pánico en Estados Unidos que había hundido la bolsa un 50% en tres semanas. Los americanos lo estaban perdiendo todo a toda velocidad.

De todos modos, la relación entre los billetes y los metales preciosos fue delicada durante el siglo XIX y principios del XX. El patrón oro, es decir, la idea de que el metal precioso por excelencia regulase las relaciones comerciales y monetarias de los estados, sufrió un varapalo demoledor con la Primera Guerra Mundial.

John Maynard Keynes lo advirtió: con aquella humillación se estaban sembrando las semillas del odio

Se suspendió la convertibilidad de monedas y billetes y, una vez que Alemania fue derrotada, uno de los objetivos que se propusieron Francia o Inglaterra fue quedarse con gran parte de su oro e imponerle unas reparaciones astronómicas. El gran economista John Maynard Keynes lo advirtió: con aquella humillación se estaban sembrando las semillas del odio. Francia e Inglaterra intentarían volver al patrón oro y acabarían fracasando en poco tiempo.

Estados Unidos, ascendiendo ya como primera potencia mundial, las ayudaría a sostenerse con sus créditos, que pagarían en parte la importación de bienes americanos. El mecanismo no era totalmente distinto al del posterior Plan Marshall. La capacidad productiva inglesa y francesa estaba muy dañada. Nueva York adelantó a Londres como gran capital financiera. Al final de aquellos años veinte esperaban el crac del 29 y la Gran Depresión.

La ruina en que se sumió Alemania alimentó la necesidad de imprimir billetes con furia en la República de Weimar (y con furia significa que algunas veces olvidaban imprimirlos por las dos caras). La hiperinflación, recrudecida probablemente por el desabastecimiento, volatilizó el poder adquisitivo de la inmensa mayoría de la población.

En 1896 William McKinley se postuló a la presidencia de los Estados Unidos sobre la base del patrón oro.

Dominio público

Adolf Hitler sabría dar buen uso al sentimiento de humillación y a la ira que provocó la miseria en una potencia que había sido admirada, temida y rica pocos años antes.

Las décadas de los treinta y los cuarenta, con el telón de fondo de la Segunda Guerra Mundial, presenciaron un giro impresionante en la historia del dinero y las instituciones de ahorro. Más allá de los precedentes puntuales en el siglo XIX, fue entonces cuando se universalizaron los fondos públicos de garantía de depósitos que protegerían los ahorros de los clientes del colapso de sus entidades.

El mundo de lord Keynes

También empezaron a imponerse las ideas de Keynes, que situaban al Estado como la autoridad que debía regir la economía y como el responsable de manipular la oferta monetaria y el gasto para garantizar el pleno empleo y mitigar el impacto de la recesión. Roosevelt hizo su propia versión con el New Deal: las decisiones sobre el dinero no debían dictarlas ni el oro ni los mercados, sino los políticos y los funcionarios que estos eligieran.

El temor de muchos intelectuales y economistas, como Friedrich von Hayek, era que los nuevos superpoderes del Estado acercasen, paso a paso, a las democracias al fascismo, el nazismo o el socialismo soviético. Ahí se inscribe su pequeño ensayo Camino de servidumbre, publicado en 1944. En su opinión, era contraintuitivo que Roosevelt salvase la democracia con unas medidas económicas que en otros países habían ayudado a destruirla. A pesar de eso, Roosevelt tuvo éxito, y buena parte de las ideas de Keynes moldearon los Acuerdos de Bretton Woods ese mismo año.

El dólar empezó a reemplazar gradualmente al oro como “metal precioso” de referencia

Se convirtieron en el marco de la economía internacional durante algo más de dos décadas de enorme prosperidad para la clase media. Se impusieron controles de capitales –había límites sobre el dinero que se podía extraer de o introducir en un país– y nacieron instituciones, como el Fondo Monetario Internacional, para ayudar a los Estados a corregir desequilibrios comerciales y garantizar la estabilidad del precio del dinero. El dólar empezó a reemplazar gradualmente al oro como “metal precioso” de referencia. Todas las monedas se miraban en él.

Las ideas de Keynes se vieron tocadas y hundidas en la misma década (los setenta) en que se hundió el régimen de Bretton Woods. Primero saltó definitivamente por los aires el patrón oro cuando lo abandonó Estados Unidos. A partir de entonces, las monedas y los billetes dejaron de tener relación con los metales preciosos. Después, los keynesianos no fueron capaces de responder a la crisis del petróleo, el misterio de la inflación persistente con escaso crecimiento económico, el enorme déficit comercial estadounidense y las preocupantes presiones que ejercía todo eso sobre el dólar.

Sus adversarios ideológicos, entre los que destacaba Milton Friedman, expusieron sus argumentos y convencieron a líderes como Margaret Thatcher y Ronald Reagan. La caída en desgracia de las ideas de Keynes, el poder seductor de estas alternativas y su aval por parte de la que ya era la primera potencia del planeta, que tenía mucho que decir en los créditos que concedían el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, animaron a los Estados de todo el mundo a intervenir menos en la economía y a ceder un protagonismo cada vez mayor al mercado, especialmente al mercado financiero.

Keynes (derecha) y el representante estadounidense Harry Dexter White en la reunión inaugural de la Junta de Gobernadores del Fondo Monetario Internacional, en 1946.

Dominio público

Los controles de capitales desaparecieron en los países desarrollados y en buena parte de los emergentes. Los vientos huracanados de la globalización, que terminarían abriendo y sacudiendo las puertas de colosos socialistas como China o Rusia, incentivaron a algunos países a crear unas uniones comerciales y/o monetarias que les permitieran administrarlos. Un ejemplo de ello es la Unión Económica y Monetaria de la Unión Europea.

La explosión de las finanzas y las inversiones internacionales y la fuerte rebaja de los aranceles, junto con las políticas públicas de algunos países como China o India, atizaron una globalización que sacó a cientos de millones de personas de la pobreza en pocas décadas. Más adelante, la globalización se aceleraría aún más a lomos de Internet, que permitía, entre otras muchas cosas, realizar rápidamente transferencias millonarias e invertir en bolsa a una velocidad asombrosa.

Crisis e innovación

Desde los años ochenta hasta principios del siglo XXI, la globalización también incendió la frustración provocada por crisis espectaculares, como las suspensiones de pagos en Latinoamérica, el sudeste asiático o Rusia, y por las condiciones inflexibles, draconianas y muy poco adaptadas a cada caso que imponían el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial en sus rescates.

Impresión de billetes.

Алексей Куденко / РИА Новости

Cabe añadir a la lista un ensanchamiento de la desigualdad en muchos países, que el economista francés Thomas Piketty recogió de forma memorable como la coronación de una nueva aristocracia del 1% de la sociedad, y la dilución del poder de los Estados y la soberanía nacional para tomar decisiones de gasto importantes para la población.

Los acreedores internacionales tendrían la última palabra. Con una crisis mundial tan devastadora como la que estalló en 2008, ocurrió, en diferido, lo más previsible: el surgimiento de una gran ola de nacionalismo proteccionista que se había venido fraguando desde los movimientos antiglobalización de los noventa. Las ideas de Keynes sobre el papel del Estado en la economía y la mayor regulación de las finanzas y el comercio internacionales volvieron, atizadas por las bases de datos de Piketty, al escenario central del debate público.

Pero, más allá de la economía mundial, ¿cuál sería el futuro del dinero moderno que la hizo posible y que nació como la curiosa trinidad de monedas, billetes y apuntes en cuenta? Todo parece indicar que nos aproximamos a su desmaterialización, un fenómeno que también hunde parte de sus raíces en el pasado, porque comenzó, a grandes rasgos, con la enorme difusión de los servicios de las entidades financieras de ahorro, sobre todo, a partir del siglo XIX. Ellas convirtieron los depósitos de toda la sociedad en inmateriales apuntes en cuenta que la revolución informática transformaría en apuntes digitales y, por lo tanto, en dinero electrónico.

Otro de los motores de esa desmaterialización viene de más cerca. En los sesenta se instaló el primer cajero automático en Londres y el Diners Club americano introdujo la primera tarjeta de crédito, instrumento y reflejo de la nueva sociedad de consumo. Las transacciones pequeñas habían sido hasta ahora el reino de las monedas y los billetes. ¿Perderán su función?

Sede del Banco Mundial en Washington D. C..

Shiny Things / CC BY-2.0

El tercer gran impulso de esa desmaterialización monetaria es político. Cada vez son más los estados que, como los países nórdicos, quieren recortar la mayor parte de los billetes y monedas en circulación y forzar a la población a operar con tarjetas y aplicaciones móviles. Su objetivo es triple: hacer aflorar más fácilmente la economía sumergida (porque la trazabilidad de las transacciones sería más sencilla), imponer tipos de interés negativos para relanzar la economía en caso necesario y aprovechar los vientos favorables de la opinión pública y las posibilidades técnicas y normativas. Gobiernos de países autoritarios como China añadirían a esos fines su obsesiva vigilancia electrónica de la población.

El cuarto y último gran motor de la desmaterialización monetaria pasa por las innovaciones tecnológicas. Podemos destacar, entre ellas, bases de datos seguras y descentralizadas como blockchain, sistemas de transferencias y pagos internacionales como Ripple, aplicaciones móviles con la función de monederos y medios de pago, alianzas entre grandes entidades financieras y gigantes como Google o Apple, criptomonedas como Bitcoin y, finalmente, la posible emisión de monedas y billetes oficiales en formato exclusivamente digital que estudia, por ejemplo, el Banco de Inglaterra con la libra esterlina.

Será una desmaterialización con sus tiempos y no exenta de controversias. El dinero en metálico sigue mostrando solidez por el momento y, por otra parte, son muchos los escépticos en cuanto al potencial de las criptomonedas como sustitutas de la moneda tradicional.

La desmaterialización, en cualquier caso, será un nuevo capítulo en la fascinante biografía del dinero moderno desde finales del siglo XVII, una época que ya ha visto el nacimiento y la defunción del patrón oro y Bretton Woods, el influjo de dos guerras mundiales, el amanecer y el ocaso de la hegemonía estadounidense, la emergencia de los billetes como dinero oficial o la creación de los bancos centrales. Pero en un sentido estamos como estábamos hace siglos: los filósofos, economistas y sociólogos siguen preguntándose –con previsible desesperación– qué demonios es el dinero.

Este artículo se publicó en el número 608 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.