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Los banqueros que pagaron el Renacimiento

Arte

El arte que despegó fulgurante en la Florencia del siglo XV respondía a una contradicción: la necesidad de los banqueros de ostentar sin que lo pareciera

Florencia, con la cúpula del Duomo en primer plano.

Oleksandr Zhabin / Unsplash.

El Quattrocento florentino es el escenario de la mayor revolución artística de todos los tiempos. Aquí trabajaron Masaccio, Brunelleschi, Alberti, Fra Angelico, Ghirlandaio, Donatello o Botticelli , por citar algunos de los talentos que no habrían podido florecer sin el patrocinio de banqueros y comerciantes como los Medici, los Strozzi, los Pazzi, los Portinari, los Salviati o los Rucellai.

Aquellos millonarios (la aristocracia de lo que, en puridad, era una república) gastaban en retratos y frescos por motivos intelectuales, estéticos y de estatus, igual que lo harían las fortunas industriales y financieras de siglos posteriores. En la Florencia del XV, además, arte y pecunio iban de la mano por complicadas razones espirituales y morales: ser rico no estaba bien visto, e invertir en creaciones religiosas era una manera de expiar la culpa por tener tan buena fortuna.

El Palazzo Strozzi es testimonio de aquel clima. Los Strozzi se lo hicieron construir cuando, a finales de la centuria, pudieron regresar del exilio al que les había condenado su oposición a los Medici. El edificio, que ocupaba toda una manzana y requirió demoler quince viviendas, era una prueba de la fortuna que habían amasado. En Florencia el dinero era sinónimo de degeneración moral, de avaricia.

El astuto Cosme de Medici, el patriarca de la familia, limitaba su despilfarro a la decoración de su palacio

Una forma de liberarse de tal estigma era transformar el pecunio en objetos bellos, como pinturas, esculturas, ropajes o joyas. Dichas inversiones, además, debían efectuarse de acuerdo con unas leyes suntuarias que, básicamente, eran un manual sobre cómo ser rico y no aparentarlo demasiado. El astuto Cosme de Medici, el patriarca de la celebérrima familia, limitaba su despilfarro a la decoración interior de su palacio, que tenía el aspecto externo de una sobria fortaleza.

La piedra angular de la riqueza florentina era la banca. La ciudad de la Toscana se había convertido desde finales del siglo XIV en la principal plaza financiera italiana gracias a la pericia con que sus banqueros supieron establecer redes por toda Europa. La guinda del pastel la puso la anexión de Pisa en 1421, con la consiguiente obtención de un puerto marítimo.

La economía florentina, no obstante, tenía un problema con Dios: la actividad que le daba riqueza estaba, en teoría, prohibida por la Iglesia. Prestar dinero con interés, la usura, era pecado. Un equipo de teólogos revisaba los contratos bancarios, pero estos se redactaban de tal modo que en ningún momento se mencionaba que el banco cobraba intereses, sino que recibía un regalo discrecional por parte del cliente.

El famoso cuadro de Sandro Botticelli 'El nacimiento de Venus', uno de los emblemas de los Uffizi.

Gallerie degli Uffizi

Las grandes familias de banqueros descargaban su pecaminosa conciencia en obras artísticas religiosas. Unos frescos en una iglesia eran la penitencia ideal, pues, de paso, permitían mostrar la riqueza y el buen gusto de uno en público sin ganarse malos nombres.

Aunque no siempre: Palla Strozzi, el capo de su familia, fue muy criticado por decorar su capilla privada en Santa Trinità con una Adoración de los Magos que era un desfile de lujosísimas ropas con incrustaciones de oro y piedras preciosas.

Si los ricos banqueros y comerciantes (la mayoría de las grandes familias emprendían las dos actividades) no actuaban por iniciativa propia en el terreno artístico religioso, siempre se les podía dar un toque. Tras haber “acumulado bastante sobre su conciencia”, dejó escrito un cronista, Cosme de Medici pidió audiencia al papa y le inquirió qué podía hacer para que Dios se apiadara de él y, a la vez, le dejara disfrutar de sus bienes terrenales. Eugenio IV le sugirió una inversión en la restauración del convento de San Marcos. Y allí se gastó Cosme un buen puñado de florines.

A finales de la centuria, el culto a la belleza llegó a su culmen con Lorenzo el Magnífico

El muy astuto empresario y político, sin embargo, no dejó que el pontífice tuviera la última palabra. Puso como condición que el convento dejara de pertenecer a la orden de los silvestrinos (que arrastraban fama de laxos y libertinos) y pasara a ser de los (muy severos) dominicos.

Uno de los frailes de la nueva orden que se trasladó a San Marcos fue Guido di Pietro, conocido como Fra Angelico. Este, además de hombre de fe, era artista, y decoró el convento con un famosísimo ciclo de frescos por encargo de Cosme.

A medida que fue avanzando el siglo XV y –como demuestran los registros contables– aumentaron los beneficios de los principales empresarios, fue más y más difícil ponerle cercas a la belleza. La festividad de San Juan Bautista acabó convertida en un carnaval en el que las grandes familias competían en vestuario y escenografía.

Las leyes suntuarias, que sobre todo examinaban con lupa la indumentaria femenina, llegaron a tan histéricos niveles de detalle (el número de anillos que podían lucirse en una mano, el de botones que iban cosidos a un vestido...) y cambiaban tan a menudo que nadie les hacía mucho caso. A finales de la centuria, además, el culto a la belleza llegó a su culmen con Lorenzo el Magnífico, nieto de Cosme de Medici.

Fra Angelico es una de las figuras fundamentales en el inicio del Renacimiento. Aquí, su retrato de San Julián el hospitalario.

Emilia Gutiérrez

Lorenzo presidía cenáculos neoplatónicos en los que bondad, Venus, amor y perfectos desnudos formaban parte de la misma conversación. Botticelli se encargaba de plasmarlo todo en imágenes, fuese en La primavera o en El nacimiento de Venus, por citar sus más universales lienzos. La muerte de Lorenzo, la mala estrella posterior de los Medici y la disolución de su banco coincidieron con el ascenso de un tal Girolamo Savonarola.

El fraile dominico, prior de San Marcos, tuvo un breve pero muy incendiario momento de fama. Predicó contra la degradación en que había caído Florencia y organizó dos piras en las que ardieron cuadros, finas vestiduras y exquisitos muebles. En una tercera hoguera, en 1498, ardió él mismo por orden papal, pero su cicatriz en el espíritu y el arte de la ciudad se dejó notar durante mucho tiempo.

Este artículo se publicó en el número 524 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.