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Grandes almacenes, el origen de los templos del consumo

Historia social

La aparición de los grandes almacenes transformó la sociedad en su conjunto. Estos “templos” conjuraron miedos como la globalización o el papel de las mujeres

Galerías Lafayette, París.

RossHelen / Getty Images/iStockphoto

Los grandes almacenes más emblemáticos, aquellos extraordinarios edificios con enormes cristaleras y piedra tallada que albergaban decenas de miles de objetos, cambiaron la faz de las calles de las grandes capitales desde mediados del siglo XIX. La población se asombraba de su poder de atracción, de su diversidad.

Muchos, también, miraban con pánico unos palacios del consumo que amenazaban con arrebatarles su identidad, su estilo de vida y hasta la pasión de sus mujeres. Los mercaderes no habían entrado en el templo... ¡Habían creado sus propios centros de peregrinación dejando las iglesias vacías! Era un escándalo fabuloso, peligroso y embriagador. Pasen y vean.

Los inmensos escaparates en París (Le Bon Marché), Londres (Harrods), Berlín (Tietz) e incluso Pekín (Tianqiao) ya no ofrecían la intimidad de la tienda discreta al exquisito. Ahora proclamaban, a veces con espectáculos de acróbatas o anclando un globo aerostático iluminado a la azotea, su exquisitez a los cuatro vientos. Deseaban atrapar y moldear los sueños de miles de vecinos y turistas, algunos de ellos ilustres y hasta legendarios.

Allí se congregaban, entre escalinatas y los primeros ascensores los mejores perfumes, telas y moda

Los comienzos habían sido humildes. Por ejemplo, el origen de Le Bon Marché era una tienda fundada en 1838, donde podían encontrarse desde botones hasta colchas o paraguas. Apenas tenía doce empleados. Aristide Boucicaut se incorporó como socio en 1852 y la revolucionó con una agresiva campaña publicitaria y con la imposición de precios fijos (se acabaron los regateos), permitiendo, además, la devolución del dinero y de los bienes defectuosos.

La mudanza a un edificio espectacular, que luego se ampliaría, llegó en 1869. Había nacido un icono. Bastantes intelectuales prósperos o iban o enviaban a otros, muchas veces sus mujeres, a por lo que necesitaban. Allí se congregaban, entre escalinatas palaciegas y los primeros ascensores (cada uno con su acomodador, por supuesto), algunos de los mejores perfumes, telas y moda del extranjero. Los muebles y la decoración también ocupaban un lugar de privilegio.

Mientras filósofos, literatos y periodistas escribían a veces durísimas críticas sobre esos espacios de perdición, alienación y consumismo, ellos mismos daban la bienvenida en sus vidas, sus salones y sus armarios a los productos de Le Bon Marché o Harrods. Eran intolerables. Y bellos. Y útiles. Y a muchas de sus esposas les encantaban.

Ilustración que muestra la inmensidad de los almacenes Le Bon Marché.

Terceros

Así, Émile Zola, siempre atento a los fenómenos de su tiempo, se convirtió en uno de los grandes exponentes de la literatura (de pesadilla) de los grandes almacenes con su novela El paraíso de las damas (1883). Tenía sentido que le llamasen la atención: la prensa publicaba, con recurrencia, sobre los robos que se producían en aquellos templos del consumo, la presunta presencia de prostitutas como cebo para los hombres y la contratación de dependientes guapos, solteros y seductores que incitaban a las clientas a comprar –y quién sabe si a algo más– con su labia calenturienta.

Aquellos palacios de las compras no eran el cielo en la tierra; eran las puertas del infierno. En El paraíso de las damas, Zola establece una relación directa entre la explotación de los obreros en la fábrica y la explotación de las mujeres en las tiendas inmensas. En este contexto, manipulaban su placer para arrebatarles su dinero, las tentaban hasta provocarles un furor erótico y consumista incontrolable y después se deshacían de ellas como de un juguete roto.

Así hasta que tuvieran dinero otra vez y sintiesen la ilusión, y la necesidad, de caer en la tentación. Dicho esto, ellas no eran las únicas explotadas, según el escritor francés. En algunos establecimientos, los dependientes tenían prohibido casarse. El amor, concluyó, no era bueno para el negocio. El sexo y la explotación del placer, sí.

Espejos del cambio

La narración de Zola, como advierte el historiador británico Frank Trentmann en su libro Empire of Things, refleja mucho mejor la reacción de la sociedad ante un cambio brutal que la realidad de lo que había. Su protagonista tiene “la suerte” de casarse con el propietario de una tienda. Las mujeres eran vistas como seres volubles, inocentes y vulnerables, y las grandes ciudades iban a corromperlas sin duda alguna.

Las mujeres, cuando iban a los grandes almacenes, podían quedarse, por fin, solas o con amigas

No podían sacar legalmente dinero del banco sin la autorización de sus maridos. Ni siquiera se recomendaba que caminasen solas por la calle sin compañía. Esos eran los seres que iban a entrar en un mar de seducciones, deslumbrándose a cada paso. Una novela sueca de la época comenzaba la narración con una escena de sexo en la sección de camas y dormitorios de un gran almacén. Ahí estaba todo: la lujuria de la compra, la pérfida seducción del vendedor y la mujer explotada.

Se decía también que algunas chicas, como la protagonista de la novela de Zola, sufrían ataques de nervios ante la insoportable tentación del lujo en los escaparates. Hubo criminólogos que vincularon la menstruación y la cleptomanía. Una vez más, el miedo a lo nuevo se disfrazaba con los ropajes de una ciencia retorcida hasta el ridículo.

Émile Zola

Otros

¿Pero qué era lo nuevo? Más allá de la oferta, lo nuevo consistía en que las mujeres, cuando iban a los grandes almacenes, podían quedarse, por fin, solas o con amigas fuera de sus casas y de la atenta vigilancia de padres y maridos. Normalmente había cafeterías para tomar té y café. Las instalaciones, a pesar de los carteristas y las cleptómanas, eran una isla de protección con vigilancia en las puertas y en el interior que dejaba fuera buena parte de la violencia, la miseria y los disturbios de calles como las de Londres y París a mediados del siglo XIX.

Como muchos de los dependientes eran, en realidad, dependientas, difícilmente se podía acusar a las clientas de acercarse a Le Bon Marché a coquetear con esos sátiros, demasiadas veces imaginarios y siempre lascivos, de la sección de lencería, calzado o dormitorios. A veces había unos pocos espacios segregados por sexo.

Pintura de 1909 que muestra a londinenses de clase alta frente a Harrods.

Dominio público

Una gran tienda podía ser, según un empresario de Boston, como “un paraíso sin Adán”. ¡Solo había “Evas” hambrientas y manzanas relucientes pendiendo de los maniquíes! Todo estaba cambiando mucho. La clase media, sobre todo a principios del siglo XX, ya no solo exigía un techo bajo el que comer pan y tocino y descansar después de jornadas imposibles de cien horas a la semana, sino un hogar agradable donde disfrutar del aumento del bienestar y el tiempo libre que dejaban unos horarios cada vez menos esclavos.

El gasto del hogar, en sentido amplio, empezó a representar la mayor parte del presupuesto familiar, y como ese gasto lo gestionaban las mujeres, fueron ellas las que comenzaron a tomar muchas de las principales decisiones económicas, también en las tiendas de los grandes almacenes. Podían comprar a crédito “bienes necesarios” con cargo a las cuentas de sus maridos. El término “necesario” era muy subjetivo. Y elástico.

A los padres y madres tradicionales les asustaba la creciente autonomía de unas hijas que, en un espacio donde había varones desconocidos, pasaban la tarde sin compañía, compraban vestidos y se endeudaban con la misma madurez o inmadurez que los hombres, pero sin inmediata autorización masculina, y que, además, podían ganar su propio dinero trabajando como dependientas.

Se desconfiaba de las mujeres: comprarían lo que no necesitaban, las engañarían, se endeudarían...

A los padres y maridos les daba escalofríos un ambiente extraordinario y emocionante que, si les tentaba a ellos, cómo no iba a tentar a sus hijas y esposas, unas hijas y esposas a las que, por mucho que las quisieran, no podían dejar de ver como menores de edad y víctimas de las pasiones animales de los depredadores masculinos. Es verdad que la confusión trascendía el sexo. El naciente miedo al consumismo, muy ligado a la pujanza de los grandes almacenes, también estaba relacionado con la sospecha paternalista de que las nuevas clases medias no sabrían consumir.

Se desconfiaba de su sensatez por el mismo motivo que se les había negado el voto durante siglos. Comprarían lo que no necesitaban, las engañarían con facilidad, se endeudarían absurdamente y todo acabaría con un estallido de frustración. El aumento de los ingresos para la pequeña burguesía, igual que la creciente autonomía financiera de las mujeres, abrió, a pesar de todo, las puertas del ocio y el gasto en bienestar a millones de personas que tendrían que aprender y disfrutar, como lo habían hecho otros, de sus propios aciertos y errores.

Nuevas ciudades

Era una época convulsa, y Harrods, Tietz o el neoyorquino A. T. Stewart ponían de manifiesto aquella transformación. Las ciudades se reconvertían en núcleos comerciales y de ocio regidos por la eficiencia, el anonimato, las prisas y el entretenimiento. El mundo desarrollado, además, se estaba volviendo cada vez más urbano. La mayoría de la sociedad estaba asumiendo los valores de las grandes ciudades. ¿Cuáles eran aquellos valores?

Los grandes almacenes Lewis´s, en Liverpool

John Bradley / CC-BY-SA-3.0

Según el sociólogo alemán Georg Simmel, testigo excepcional de finales del siglo xix y principios del XX, los viejos vínculos sociales entre familiares y amigos, típicos en el campo y las poblaciones pequeñas, ya no eran necesarios para prosperar, el tiempo se aceleraba, predominaban las transacciones entre desconocidos y la población recibía unos estímulos constantes que impactaban directamente en sus sistemas nerviosos.

A pesar de eso, matizaba Simmel, este amasijo de estímulos, velocidad, anonimato y dinero estaba provocando inmensos avances culturales que ponían en jaque a la tradición. Eran el precio, a veces exorbitado, del progreso. Los grandes almacenes parecían la constatación física de aquello. Favorecían la entrada de un inmenso flujo constante de clientes potenciales, porque se entendía que aquello multiplicaba las probabilidades de que comprasen.

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Se vendía mucho y se ganaba muy poco con cada producto. Los vigilantes no tenían el menor pudor en acompañar a la calle a aquellos caballeros y damas que se dedicasen a mirar sin consumir nada durante toda la tarde. El movimiento, dada la envergadura de las instalaciones y el volumen de gente, dejaba mucho menos espacio que las tiendas de barrio para conocer a los clientes.

Algunas personalidades se sentían agraviadas: esperaban un trato diferenciado, y aquí la principal diferencia la marcaba lo que estuvieran dispuestos a gastarse. Sorprendidos, sentían cómo su individualidad se disolvía en la masa. Con certeza, lo más estimulante para los clientes eran la diversidad de los productos y los precios que proporcionaban aquellos nuevos modelos de negocio.

La revolución de las comunicaciones permitió que Harrods enviase pedidos a domicilio más allá de Londres

Esto también reflejaba una transformación, porque, hasta entonces, las calles habían estado dominadas por el pequeño comercio, a veces mediano, y por los vendedores ambulantes. Muchos consideraban que esas tiendas y formas de relacionarse ayudaban a cohesionar la sociedad; que suponían un estilo de vida que había que preservar; que ofrecían un servicio más humano y personalizado frente a los modelos masivos que empezaban a imponerse; y que, además, encarnaban las virtudes de lo nacional y local ante los vientos y las modas multinacionales.

Una vez más, los grandes almacenes iban a encarnar un cambio que agitaría a los conservadores y a los progresistas al mismo tiempo. Por supuesto, Galerías Lafayette en París o El Siglo en Barcelona (inaugurado como un imponente establecimiento de siete plantas en 1878) supusieron el final para decenas de comercios tradicionales. Sus enormes competidores vendían productos de todo el mundo a precios accesibles, y, además, pasar tiempo en sus instalaciones era una experiencia.

Por si eso fuera poco, la revolución de las comunicaciones (gracias a la construcción de infraestructuras, al tren, a la multiplicación del correo comercial y al telégrafo) permitió que, por ejemplo, Harrods enviase pedidos a domicilio. Eso amplió su campo de acción mucho más allá de Londres.

Fachada de los grandes almacenes Harrods, en Londres.

Skeeze / Pixabay

Probablemente, la importación masiva de artículos extranjeros desplazó a algunos productores locales y les obligó a reinventarse. Los grandes almacenes fomentaron que las clases medias accedieran, sin tener que viajar, a las principales tendencias de la moda del momento, una moda que ya empezaba a ser internacional. En paralelo, el modelo basado en los precios fijos o las nuevas técnicas de venta y atención al cliente, con descuentos y devoluciones sin coste, reconfiguraron la cultura del pequeño comercio.

Como en el caso de las mujeres o de las nuevas clases medias, buena parte del miedo era exagerado. Muchas tiendas diminutas y medianas sobrevivieron, aunque tuvieran que modernizarse. Ni el tipo de cliente ni el tipo de producto terminaron siendo los mismos en los grandes almacenes y las tiendas de barrio.

Fueron los pequeños comerciantes locales los que crearon, como en el caso de Aristide Boucicaut en Le Bon Marché o Charles D. Harrod en Harrods, los grandes imperios que cambiaron para siempre su sector. Y, finalmente, los gustos y las identidades locales y nacionales también tuvieron la oportunidad de expresarse mediante el consumo.

Interior de las Galerías Lafayette, París.

wjarek / Getty Images

Los grandes almacenes se convirtieron, desde mediados del siglo XIX, en los prodigiosos teatros del miedo y la esperanza en una época de profundos cambios. Como hoy, allí se puso en escena el temor a la globalización, a las grandes empresas, al nuevo protagonismo de las mujeres, a que fuesen víctimas de la agresividad y seducción de los hombres, a la masificación y uniformización de los gustos hasta transformarnos en un augusto rebaño, a la velocidad y la hiperestimulación de las grandes ciudades y al imperio del dinero sobre los vínculos familiares o la posición social.

Allí también se escenificó una ansiedad ante el consumo que, a veces, ocultaba una angustia casi tan vieja como la humanidad: el miedo al placer sin culpa, a la seducción sin castigo, al producto sin autor, al consumidor sin nombre, a la vida sin esfuerzo.

Este artículo se publicó en el número 602 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.