El telégrafo, así se inventó el Internet de la época victoriana
Historia y tecnología
La aparición en el siglo XIX del telégrafo eléctrico, aliada con la extensión del ferrocarril en el mundo, aceleró nuestra percepción del tiempo
La invención del telégrafo y su asombrosa expansión ayudaron a reventar las costuras de la percepción del tiempo e incrustaron a hombres y mujeres en la montaña rusa de la modernidad. Empezaron a correr para llegar siempre tarde. Las semanas se volvieron días, los días se volvieron horas y los minutos se volvieron segundos. Tic, tac. Las manecillas del reloj, tan caprichosas, se sometieron al torbellino de comunicaciones casi instantáneas.
Ni los particulares, ni los mercados financieros ni los periodistas pudieron esquivar esa ola acelerada que estalló como un látigo de ansiedad, intensidad y profundo placer. ¿En qué momento empezamos a vivir con tanta prisa? La respuesta de los desmemoriados suelen ser las nuevas tecnologías digitales que han arrasado desde los años noventa.
La realidad, sin embargo, es que estas han sido la última zancada (mayúscula, todo hay que decirlo) de un proceso que arrancó en el siglo XIX y que nos demostró, ya entonces, que el ritmo del tiempo depende, sobre todo, de la velocidad o lentitud con las que comerciamos, consumimos, trabajamos, nos trasladamos y nos comunicamos con los demás.
Judy Wajcman, profesora de la London School of Economics, va en esa línea cuando afirma que la gran aceleración estalló con la pólvora de los cambios culturales que ayudaron a provocar el tren y el telégrafo, sobre los que se acumularon después como incesante hormigón el teléfono, el automóvil, el avión, Internet o los dispositivos móviles. El papel de las ciudades, convertidas en núcleos de entretenimiento y consumo, también fue crucial.
La civilización de la velocidad era y es la civilización de las ciudades que nunca duermen
La civilización de la velocidad era y es la civilización de las ciudades que nunca duermen. Pero antes, mucho antes de ese apogeo urbano, existió un siglo XIX en el que el ser humano, regido por los tiempos dilatados de la guerra y el campo, llevaba centurias muriéndose por acelerar sus comunicaciones.
El escritor y periodista británico Tom Standage, en The Victorian Internet, nos recuerda un mito antiguo que esconde un deseo igual de antiguo: se decía que existía un sistema de agujas imantadas que transmitía mensajes a vastas distancias. Fabiano Strada, un académico romano, recogió una descripción detallada del artilugio en 1617.
Parece que los genios del Renacimiento también sentían debilidad por la ciencia ficción. Más o menos cuando Strada describió el prodigio, acusaron al cardenal Richelieu, el implacable primer ministro francés, de utilizarlo desde sus oscuros aposentos.
Su brillantez y velocidad de reacción en la política y la guerra solo podían tener dos orígenes: una ciencia asombrosa y oculta –¡las agujas mágicas!– o, quizá, quién sabe si un ojo –como las piedras videntes que imaginaría siglos después Tolkien en El Señor de los Anillos– que contemplaba todo lo que ocurría a miles de kilómetros. No es raro que un buhonero caradura intentase venderle a Galileo un juego de agujas e imanes y que lo terminaran echando a la calle entre la carcajada general.
Pasión por comunicar
Había muchas ganas de que el telégrafo o algo similar se hiciera realidad. En medio de la Revolución Francesa, Claude Chappe inventó el primero, pero no era exactamente como el lector se lo imagina. No era eléctrico, sino óptico, es decir, se utilizaron unas grandes tablas de madera que podían manipularse mediante poleas desde la caseta o torre que las soportaba. Cada posición de los tablones significaba una letra o un número en el “diccionario” que había creado Chappe.
Las torres se construían sobre zonas elevadas, y la comunicación mediante telegrafistas, a decenas de kilómetros de distancia, hubiera sido imposible sin un buen telescopio. Las primeras “transmisiones” a gran escala se llevaron a cabo en 1794. Las únicas noticias que recibieron durante años en París fueron las victorias militares de los suyos. Aquello era vigorizante: los revolucionarios se imponían a sangre y libros a las decadentes e iletradas monarquías absolutas. Decían que iban a educar a Europa.
Los franceses, naturalmente, querían más, y construyeron la segunda línea telegráfica en 1798. Napoleón, henchido de gloria, levantó una torre en Boulogne, cerca de Normandía, y esperaba levantar otra en Inglaterra después de atravesar con sus tropas el canal de la Mancha. Francia se admiraba con optimismo. La aceleración del tiempo que marcaría nuestra era ya había comenzado discretamente.
Hicieron falta incontables demostraciones para acreditar que los inventores no planeaban estafar a sus Estados
Las victorias y las derrotas militares, que antes se conocían en los meses o las semanas que tardaba en llegar un soldado a caballo o una paloma mensajera, se recibían en los cuarteles generales en pocas horas. Las principales potencias europeas expandieron a toda velocidad sus torres y tablones.
La siguiente información que se transmitió en Francia por el telégrafo fue la de los resultados de la lotería. Intentaban evitar que los que se enteraban antes de los números ganadores los comprasen en las localidades a las que todavía no había llegado la noticia. Los estafadores eran los mercaderes de la lentitud. Aquello fue solo un aperitivo de lo que iba a ocurrir después con el telégrafo eléctrico.
El invento de Chappe tenía muchas limitaciones. No podía utilizarse por la noche ni con la visibilidad reducidísima de una lluvia torrencial o un mar de niebla. Además, era una infraestructura cara para los tiempos de paz: pocos mensajes para tantos técnicos a sueldo y vigilantes que disuadieran a los ladrones. Algunas torres y casetas contaban con un cañón para aclarar cualquier malentendido.
Los dos primeros telégrafos eléctricos, inventado uno de ellos por los británicos William Cooke y Charles Wheatstone y el otro por el estadounidense Samuel Morse, eran un animal totalmente distinto. Quizá por eso tardaron años en convencer a los políticos y los inversores. Hasta los periodistas los veían como una atracción de feria. Fascinante, sí. ¿Útil para la sociedad? Bueno, eso ya lo vamos viendo.
Las explicaciones de Morse o Cooke sobre campos electromagnéticos y códigos cifrados sonaban un poco como las agujas con imanes que habían intentado venderle a Galileo. De hecho, donde ellos hablaban de comunicación, los ministros y los parlamentarios solo escuchaban pitidos y veían puntos y guiones sobre un papel. Hicieron falta incontables demostraciones en la década de 1840 para acreditar que los inventores no planeaban estafar a sus Estados.
En Baltimore, algunos pastores protestantes advirtieron sobre los peligros de la magia negra. Hubo senadores americanos que compararon el telégrafo con las estrafalarias teorías de Franz Mesmer, un matasanos que decía curar enfermedades con el hierro que les hacía ingerir a sus pacientes y unos imanes que les pegaba al cuerpo.
Algunos inversores privados, que sí creían en el potencial del invento de Morse, lo cambiaron todo. Gracias a ellos, entre 1846 y 1852, la longitud de los cables telegráficos se multiplicó por seiscientos en Estados Unidos. Los negocios y los particulares abrazaron vorazmente el nuevo servicio, y los empresarios y Estados de las principales potencias tomaron buena nota. Era la ola del progreso rompiendo ante sus ojos.
Inglaterra fue el siguiente país donde se impuso la nueva tecnología. La proeza de las conexiones telegráficas transatlánticas entre Inglaterra y Estados Unidos, completadas en 1858, no tardaría en llegar.
La oferta del telégrafo creó su propia demanda de comunicación casi instantánea, y el tren hizo lo mismo con el transporte veloz, tanto de pasajeros como de cartas y paquetes. Por supuesto, ambos respondieron al hambre que habían acumulado los hombres y las mujeres durante siglos: el hambre de hablarse, de sentirse, de comerciar y de encontrarse a pesar de las vastas distancias. El hambre que había alimentado las ensoñaciones de tantos, como mínimo, desde el Renacimiento.
Hasta entonces, los periódicos no habían tenido que ser diarios, se copiaban las noticias entre sí
Muchos anunciaron el nacimiento de una humanidad unida y conectada gracias al telégrafo. Aquello no era tan distinto a la euforia que provocaron Internet y la integración globalizadora en los años noventa del siglo XX. Algunos diplomáticos decimonónicos anticiparon incluso una era de paz y armonía porque, parecían decir, hablando se entiende la gente. La guerra, para ellos, no era cosa de instintos violentos, supremacismo o intereses incompatibles. Era un problema de comunicación.
Otro mundo, otra guerra
Lo que sí es cierto es que la velocidad de las comunicaciones cambió para siempre la naturaleza de los conflictos bélicos. Como explica Tom Standage, la población de los contendientes empezó a vivir las derrotas, victorias y escaramuzas casi en tiempo real. Y salieron a la calle a exigir y a protestar. El gobierno, presionado, mantenía un contacto permanente con los generales sobre el terreno y con los diplomáticos, y, según ellos, los atosigaban y les demandaban más resultados positivos y más rapidez en obtenerlos.
Los medios de comunicación, con sus propios sistemas de telegrafistas, contaban muchos de los avances de las tropas o la salida del puerto de los buques de guerra en dirección a los conflictos. Con ello, informaban también por adelantado a las potencias enemigas. Era una guerra extrañamente transparente, donde los movimientos tenían que ser cada vez más ágiles. La prensa, en la que se miraba buena parte de la sociedad como si fuera un espejo, se transformó para siempre.
Hasta entonces, los periódicos no habían tenido que ser diarios, se copiaban las noticias entre sí como alumnos de primaria y se nutrían de sucesos locales recientes y de noticias nacionales e internacionales de hacía meses. Los nuevos diarios, sin embargo, informarían sobre lo último que recibían a través del telégrafo, lucharían por salir antes a la calle con una exclusiva (a veces, a costa de publicar exageraciones o falsedades) y, finalmente, darían el protagonismo a las noticias internacionales.
La clase media que sabía leer se empezó a sentir como un gran espectador. El mundo nunca había girado tan deprisa para ellos… porque, para ellos, el mundo nunca había existido. Los criminales y la policía amanecieron a una nueva realidad. Los primeros comprendieron que había un negocio soberbio en el arte de interceptar telegramas que informaban sobre los movimientos de tropas, que revelaban los resultados de la lotería o que ordenaban grandes transferencias de dinero.
Podían coordinarse, además, para garantizar el éxito de un golpe o para lanzar atracos simultáneos en múltiples localizaciones. La policía aprendió a interceptar los de los delincuentes, a enviar órdenes de arresto a toda velocidad y a practicar detenciones espectaculares. Los delitos, las huidas y las capturas se aceleraron, y los periódicos los convirtieron en una cascada sensacional. Las relaciones humanas se pintaron con inéditos colores.
Hubo parejas, separadas por miles de kilómetros, que pudieron casarse por telegrama; otras, sobre todo los telegrafistas, se enamoraron antes de poder verse; y, ya de forma más mayoritaria, la sociedad mantuvo, por primera vez, una comunicación frecuente de amor, cotilleos y también de disputas con allegados o amantes que vivían en otras ciudades o países. Por fin, alguien conocería a tiempo la enfermedad de un ser querido y, con suerte, tendría tiempo de despedirse en persona.
Estallaron la renovación vertiginosa de los inventarios, la diversidad de los productos a la venta...
Menos trágico: los padres podrían enviarles el último telegrama de advertencia a sus hijos antes de cortarles el grifo que les financiaba las juergas en los cabarés de París. El mundo de los negocios y el consumo dieron un vuelco definitivo. Y aquí el telégrafo se confabuló con el tren para que el tráfico de mercancías se sincronizase y acelerase como nunca antes en la historia de la humanidad. Los postes solían correr en paralelo a las vías.
Estallaron la renovación vertiginosa de los inventarios, la diversidad de los productos a la venta, la coordinación de los mercados financieros y de materias primas, la competencia entre proveedores para servir antes y mejor a sus clientes en las ciudades y las posibilidades de elegir de un consumidor que se mostraba cada vez menos dispuesto a esperar. La ubicuidad de los relojes, la aceleración del ritmo en las fábricas y la obsesión con la eficiencia y la puntualidad nacieron en este contexto.
Nuestra sociedad, nuestro mundo y hasta nuestra mirada son los hijos de la era que inauguraron el tren y el telégrafo, de la cultura que los acogió, celebrando su velocidad como una bendición imparable, y de la incesante y centenaria hambre de viajar y comunicarse del ser humano.
Este artículo se publicó en el número 606 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.