El ferrocarril en España
La aparición del ferrocarril marcó un antes y un después en la historia. Sus largos convoyes dibujaron una nueva concepción del viaje, reduciendo tiempos y acercando lugares.
Los primeros ferrocarriles europeos comenzaron a aparecer durante el segundo tercio del siglo XIX. Por aquel entonces, España disponía de tan solo unos cuatro mil kilómetros de rudimentarias carreteras.
En 1829, uno de los precursores del ferrocarril en nuestro país, el gaditano José Manuel Díez Imbrechts, presentó la primera solicitud de construcción de una línea ferroviaria. Lo hizo a través de la llamada Asociación para la Empresa de un Carril de Hierro desde Jerez a El Portal. El objetivo de Imbrechts era facilitar la exportación de vinos de la comarca jerezana, llevando la mercancía en ferrocarril hasta el muelle sobre el río Guadalete.
La iniciativa, que fracasaría al no encontrar suficientes inversores, sería retomada por su socio Marcelino Calero. Este rebautizó el proyecto como Camino de Hierro de la Reina María Cristina, pero tampoco logró realizarlo. En 1837 entró en funcionamiento la línea que unía La Habana y Güines en las posesiones españolas de ultramar.
El ferrocarril que unía Barcelona con Mataró fue el primer ferrocarril de la España peninsular.
Sin embargo, no sería hasta 1848 cuando se construyó el primer ferrocarril en la España peninsular. El proyecto, del que fue responsable Miquel Biada, unió, mediante 28 kilómetros de vías, las localidades de Barcelona y Mataró. Biada, que había participado también en la línea de La Habana, falleció unos meses antes de ver concluida la línea, pero sentó las bases de la industria a nivel nacional.
Lo cierto es que esta no tardó en presentar deficiencias. El desconocimiento técnico, la falta de grandes inversores, el atraso económico general y la orografía dificultaron aquellos primeros pasos.
En respuesta a los problemas orográficos, los ingenieros Santa Cruz y Subercase propusieron un ancho de vía distinto al que se utilizaba en el resto de Europa. En lugar de los 1,435 metros europeos, se optó por una separación de 1,668 metros. El nuevo estándar constituiría el “ancho de vía ibérico”, ya que Portugal también lo haría suyo. Más de veinte centímetros de ancho respecto a las vías europeas, que encontrarían su justificación en el uso de máquinas de mayor potencia para salvar los accidentes del terreno.
Expansión del ferrocarril
En la década de 1850 el ferrocarril fue extendiéndose por el resto del país. En 1851 se inauguró la línea entre Madrid y Aranjuez. Poco después, los tramos Barcelona-Granollers y Xàtiva-Valencia.
A partir del Bienio Progresista, la industria recibió un fuerte impulso con la Ley General de Caminos de Hierro promovida por el general Espartero.
En 1855, a partir del Bienio Progresista del general Espartero, la industria recibió el empujón definitivo con la Ley General de Caminos de Hierro. En adelante se permitiría la entrada de capital extranjero en las sociedades españolas, incentivándose la creación de grupos de inversión de capital mixto.
Antes de finalizar la década se crearon importantes empresas, como la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante o la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España.
Tras estas iniciativas pioneras, y a medida que avanzó el siglo XIX, surgieron múltiples empresas, como el Ferrocarril del Tajo, la Compañía del Ferrocarril de Tudela a Bilbao o la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Cáceres y Portugal.
En esa época se inauguraron estaciones como las de Huelva y San Sebastián o las madrileñas Atocha y Delicias. Las líneas continuaron creciendo, explotadas por sus respectivas empresas. Pese a la poca estabilidad de los gobiernos, se consolidaba una media de trescientos kilómetros de vías al año.
El ferrocarril ya era una realidad en buena parte de España. Pero aparecieron nubarrones en el horizonte. Las compañías presentaban balances económicos cada vez peores. Se multiplicaban las adjudicaciones arbitrarias y el amiguismo, y un tupido velo cubría las cuestiones relativas a la seguridad en los viajes o a los accidentes ferroviarios.
A pesar de los contratiempos y de la falta de estabilidad, el ferrocarril significó una revolución para la industria española.
Los costes de inversión eran muy elevados, por lo que comenzó un proceso de absorción entre empresas que no terminaría por certificar el equilibrio sectorial deseado. Aun así, a pesar de los contratiempos y de la falta de estabilidad, el ferrocarril significó una revolución para la industria española. Tuvo un papel destacado en la economía nacional, como demostraba su estrecha unión con la actividad minera.
Además, el tren generó un cambio en ciertos comportamientos sociales, como los viajes de placer de la alta sociedad y los desplazamientos por trabajo. Incluso hubo una cierta dinamización de las “segundas residencias”, especialmente en torno a Madrid y Barcelona.
Las locomotoras, cada vez más potentes, arrastraban convoyes que dibujaban en la geografía nacional una larga estela de vagones, algo que irrumpió con fuerza tanto en el paisaje como en el imaginario colectivo.
Viajar en tren se puso de moda. Era un medio de locomoción agradable, cómodo y eficaz. Aumentó el número de usuarios y se abarató el precio del billete, con el fin de abarcar una mayor cuota de mercado. Aunque eso no quería decir que su uso fuese igualitario: se compartimentaron los trenes en función de las clases sociales, creándose distintas categorías según el nivel adquisitivo de los viajeros.
Este texto se basa en un artículo publicado en un número Extra de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.