Aranjuez, el Versalles de Felipe V
Patrimonio Mundial
La orden de Santiago descubrió el lugar como oasis de paz en el siglo XII, y más tarde la Corona hizo de él uno de sus refugios favoritos. Hoy es Patrimonio de la Humanidad.
Desde que solo fuera una pequeña aldea llamada Aranz, entre el Tajo y el mar de Ontígola (uno de los embalses más antiguos de Europa), el entorno de Aranjuez siempre sirvió para el recreo de quienes lo habitaron. Cierto que también fue escenario del motín que acabó con el poder del valido Godoy y puso en jaque a la monarquía de Carlos IV.
Pero la frondosidad de su paisaje, beneficiario de las aguas del Tajo y el Jarama, y la suavidad de su clima han llamado siempre a la paz y al descanso, más que a la guerra o a las grandes decisiones políticas. Fue en el siglo XII cuando la orden de Santiago se instaló en la zona, y en sus años de máximo esplendor la corte borbónica hizo del lugar el escenario de sus estancias más felices.
Como Real Sitio, su historia se inicia en el siglo XV, cuando el maestre Lorenzo Suárez de Figueroa dispuso la construcción de una casa-palacio al norte del actual Palacio Real, destinada al recreo de los miembros de la orden. Poco después, cuando Isabel de Castilla logró el nombramiento de maestre para su esposo, Fernando de Aragón, y una vez que los monarcas comenzaron a frecuentar el lugar, se realizaron una serie de obras hidráulicas y de remodelación de la casa para adecuarla a sus necesidades.
En 1523, Aranjuez pasó a ser propiedad real, dado que el papa Adriano VI vinculó a perpetuidad la orden a la Corona española. Enamorado del lugar, el emperador Carlos V concedió a las antiguas posesiones de la orden la dignidad de Real Bosque y Casa de Aranjuez, con el propósito de disfrutar en ellas de buenas jornadas de caza, un deporte que le apasionaba.
El primer rey de la nueva dinastía Borbón, Felipe V, decidió hacer de Aranjuez su Versalles particular
En 1551 destinó unas instalaciones para jardín botánico –el primero de Europa–, que serviría para catalogar las nuevas especies traídas de América. Pero los propósitos del emperador apenas se cumplieron. Las guerras, sus largas estancias en Europa y los contratiempos de salud le impidieron aprovechar la propiedad tanto como había previsto. Sí lo hizo su hijo, Felipe II. Tras conceder a Aranjuez la denominación de Real Sitio en 1561, consciente de lo fértil del lugar, dedicó una parte de los terrenos a explotación agrícola.
En el solar adyacente, el rey inició la construcción de un primer palacio, antecedente directo del actual. Contrató para ello los servicios de Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, responsables de las obras de El Escorial. Estos trazaron los planos del edificio, al tiempo que disponían la plantación de grandes avenidas de chopos, olmos negros y naranjos, y construían las primeras fuentes de los futuros jardines.
Un proyecto, dos dinastías
No obstante, a la muerte del soberano en 1598, el proyecto aún estaba por acabar. Además de las dependencias reales –donde treinta años antes había muerto Isabel de Valois, la más amada de las esposas de Felipe II–, solo se habían concluido la capilla en la base de la torre sur y una parte de las fachadas de mediodía y poniente. Luego, la crisis económica y política del siglo XVII y la falta de interés de los últimos Austrias por el lugar dieron como resultado la paralización de las obras.
El palacio de Aranjuez, o al menos su esbozo, languideció hasta comienzos del siglo XVIII, cuando el primer rey de la nueva dinastía Borbón, Felipe V, decidió reemprender los trabajos y hacer de Aranjuez su Versalles particular. Posteriormente, esta condición la heredaría La Granja de San Ildefonso, pero ello se debió, sin duda, a la predilección de la reina Isabel de Farnesio por el entorno segoviano y el palacio que allí construyó Teodoro Ardemans.
Antes, en 1715, Felipe V encargó al aparejador de los Reales Sitios, Pedro Caro Idrogo, que concluyera la edificación respetando el plano original. Caro consiguió levantar una nueva torre al norte, completó la fachada oeste y trazó la estructura que daría forma al actual palacio. Aunque de poco sirvió. En 1748, un terrible incendio destruyó la práctica totalidad de su obra.
El encargo de Fernando VI
Decidido a recuperar el bienestar que aportaba el lugar a su carácter melancólico y retraído, Fernando VI, hijo de Felipe V, encargó su reconstrucción a Santiago Bonavía. No obstante, sería más propio decir que prácticamente partió de cero, porque el nuevo proyecto, aunque respetaba la planta del edificio original, obedecía totalmente a la estética y al pensamiento del siglo XVIII. Es decir, una construcción ostentosa, pero de líneas depuradas en el exterior, tras las cuales se escondían una serie de dependencias lujosamente decoradas.
Eso sí, como homenaje a su historia, se incluyeron en la fachada principal las estatuas de sus promotores principales: Felipe II, Felipe V y Fernando VI. Lo que por entonces desconocía este último es que, en 1758, viviría en Aranjuez el mayor drama de su vida: en el nuevo palacio falleció su esposa, Bárbara de Braganza, de la que estaba profundamente enamorado.
La imponente edificación que ha llegado hasta la actualidad se debe fundamentalmente a Francisco Sabatini, la mano derecha de Carlos III en su labor reformadora de Madrid y su corte. El arquitecto de origen italiano, siguiendo la estética de su predecesor, ideó las dos alas de poniente, que limitan lateralmente la espectacular plaza de Armas. En uno de los extremos del conjunto se ubicó la capilla, decorada por Francisco Bayeu, y en el lado opuesto debía construirse un teatro que nunca llegó a levantarse.
Aparecen en las estancias muebles de maderas nobles y colecciones de tapices, relojes, lámparas y escultura
Religión y cultura, o, lo que es lo mismo, fe y razón, se daban así la mano en la mente de un arquitecto tan ilustrado y a la vez tan creyente como su rey. Pero no es la elegante fachada, realizada en piedra blanca de Colmenar y ladrillo rojo, lo más impactante de la obra realizada por Sabatini, sino los opulentos interiores. Su decoración se enriqueció a lo largo de los siglos XVIII y XIX con pinturas de diversos artistas, como Lucas Jordán, Vicente López y Antonio María de Esquivel.
También aparecen en las estancias muebles de maderas nobles y diversas colecciones de tapices, relojes, lámparas y esculturas. Estas piezas únicas aún adornan una sucesión de salones, entre los que destaca el de Porcelana, el rincón preferido de Carlos III. Sus paredes están recubiertas con grandes paneles de porcelana procedente de la Fábrica del Buen Retiro.
El motín de Aranjuez
Carlos III hizo de Aranjuez una de sus moradas favoritas. Escogido como residencia de primavera y verano, la corte solía trasladarse desde Madrid a mediados de marzo y no regresaba a la capital hasta octubre. En ese período, el rey disfrutaba del entorno de palacio, dividido entre el Jardín del Parterre y el de la Isla, celebraba suntuosas fiestas o navegaba por los canales del Tajo en ricas falúas artísticamente decoradas.
Para el ocio de los herederos, Carlos (IV) y su esposa María Luisa de Parma, se construyó un pequeño pabellón en los jardines, la Casa del Labrador. Es uno de los ejemplos de arquitectura neoclásica más importantes de Europa, diseñado por Isidro González Velázquez y decorado por Bayeu y el propio González Velázquez. Los todavía príncipes ni siquiera podían sospechar que, años después, Aranjuez sería testigo del fin de su reinado.
En 1808, durante la estancia de la familia real en Aranjuez, estalló la cólera popular contra el todopoderoso Godoy, favorito de Carlos IV. Godoy, ante la oposición del heredero Fernando, pretendía que los reyes se pusieran a salvo de la inminente invasión napoleónica (les propuso que huyeran a tierras americanas).
Aquello fue la gota que colmó el vaso del odio contra el ministro. Cuando el rumor corrió por las calles de la población, una encolerizada muchedumbre dirigida por partidarios de Fernando se agolpó contra las puertas de palacio, mientras que otros grupos asaltaron la casa de Godoy. Este, refugiado en el desván de su residencia, fue descubierto al día siguiente y hecho prisionero. Pero para entonces el Salón del Trono ya había sido testigo de la abdicación de Carlos IV en su hijo, Fernando VII.
La leyenda romántica
Tras la guerra de la Independencia, el Real Sitio de Aranjuez vivió algunos de sus mejores momentos. La corte de Fernando VII tuvo en el entorno ajardinado del Real Sitio el escenario de sus más brillantes fiestas. El monarca ya había pasado largas temporadas en Aranjuez cuando aún era el príncipe de Asturias. Allí quiso que su primera esposa, María Antonia de Nápoles, enferma de tuberculosis, recobrara la salud. La segunda y tercera esposas de Fernando, Isabel de Braganza y Josefa Amalia de Sajonia respectivamente, sentían también una evidente predilección por Aranjuez, donde solían retirarse solas o en compañía del rey.
Por iniciativa de este se construyeron muchos de los juegos de agua de fuentes como la de Apolo, la del Reloj o la del Niño de la Espina. Con ellos, durante las numerosas fiestas en los jardines, el soberano gastaba bromas salpicando con agua a sus invitados. Más tarde, tras la Restauración borbónica en la persona de Alfonso XII, el Palacio Real de Aranjuez albergó a la familia de los duques de Montpensier.
En 1931, la Segunda República declaró el Real Sitio Monumento Histórico Artístico y lo abrió al público
Fue en los días previos a la boda del rey con la hija de estos (y prima de Alfonso), María de las Mercedes de Orleans. Para entonces, la modernidad ya había llegado a sus dependencias. Los novios pudieron mantener una conversación telefónica Madrid-Aranjuez en la víspera nupcial, y el tren, que contaba con un apeadero a las puertas de palacio, transportó, engalanado para la ocasión, a la novia y a su comitiva a Madrid para la ceremonia en 1878.
Estos serían los últimos fastos celebrados en el entorno de Aranjuez. Tanto María Cristina de Habsburgo, segunda esposa del monarca, como su hijo Alfonso XIII y la esposa de este, Victoria Eugenia, prefirieron La Granja para las vacaciones reales. Luego, en 1931, la Segunda República declaró el Real Sitio Monumento Histórico Artístico y lo abrió al público. Fue el primero de una larga serie de reconocimientos que culminaron en 2001, cuando la Unesco lo inscribió como Patrimonio de la Humanidad.
Este artículo se publicó en el número 514 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.