Carlos III de España antes de ser el rey Carlos III
Monarquía
Antes de convertirse en monarca de España, el hijo de Felipe V reinó en Nápoles y Sicilia. ¿Cómo fue su etapa italiana? ¿Se ganó justamente su fama de reformista?
Para los historiadores españoles, Carlos III (1716-1788) es básicamente el rey que personifica la Ilustración hispana. Entre ellos, las ópticas pueden ser por completo antagónicas, porque mientras unos ensalzan al gran monarca reformista, otros cuestionan el progresismo que a menudo se le atribuye. En cualquier caso, los estudios acostumbran a priorizar los tres decenios que pasó en la península ibérica, con lo que su crucial etapa como soberano de Nápoles queda un tanto desdibujada. Y, sin embargo, sus años en el sur de Italia fueron vitales para su maduración como ser humano y como monarca.
A principios de noviembre de 1700, los napolitanos celebraban, una vez más, el cumpleaños de su rey. No les había llegado aún la noticia de la muerte de Carlos II el Hechizado. La desaparición sin descendencia del soberano implicaba, como todos sabían, el inicio de una nueva etapa: el dominio español tenía sus días contados.
En principio, el reino pasaba a manos del heredero universal del monarca difunto, Felipe de Anjou, es decir, Felipe V. La transmisión se efectuó por los cauces acostumbrados: el virrey realizó la toma de posesión en nombre del soberano. Con la implantación de la nueva dinastía, los franceses acrecentaron inmediatamente su poder. Una parte de la nobleza local, reticente a esta influencia, comenzó a pensar en la manera de garantizar su autonomía política.
El Sacro Imperio no estaba dispuesto a quedarse sin su parte del pastel. El emperador Leopoldo I maniobró enseguida para anexionarse los territorios hispanos en Italia, aunque pronto se demostró que no iba a quedarse ahí. Deseaba toda la monarquía española para su hijo, el archiduque Carlos. Así evitaría una peligrosa hegemonía borbónica sobre el continente. Además, nadie podía asegurar que en el futuro las Coronas de Francia y España no se unieran.
Pero, de momento, una cosa era el deseo y otra la realidad. En Nápoles, una conjura austracista había fracasado rotundamente, sin otro efecto que el de reforzar el poder borbónico. Para afianzar su monarquía, Felipe V visitó la ciudad de abril a junio de 1702. Su esposa, María Luisa Gabriela de Saboya, permaneció en España por presiones de la corte, que temía que el soberano prefiriera quedarse en Italia.
En Nápoles, el rey obtuvo, según el historiador Giulio Sodano, un auténtico éxito político. Ansioso por consolidar su poder, Felipe V necesitaba apoyos, y estaba dispuesto a pagar su precio, por lo que no dudó en repartir prebendas que aseguraran lealtades. Como Nápoles era un feudo del papado, Clemente XI tenía que reconocer a Felipe como rey.
La complicada situación internacional convenció al pontífice de que era más sensato permanecer neutral, sobre todo teniendo en cuenta que un ejército austríaco amenazaba los Estados Pontificios. Por esa razón, se refirió al “rey católico residente en Nápoles”, y no al “rey de Nápoles”.
La consolidación de la nueva dinastía se iba a revelar, sin embargo, mucho más aparente que real. Inmersa en una guerra europea contra poderosos enemigos, sus fracasos militares en Italia iban a convencer a muchos allí de que les salía más a cuenta dar apoyo a un gobierno de los Habsburgo. Entre otras razones, porque el conflicto resultaba económicamente muy caro. La monarquía de Felipe V pedía constantemente más dinero con el que sufragar las operaciones bélicas.
Los austríacos ocuparían Nápoles en 1707 pese a la oposición de Clemente XI, que era profrancés. Su ejército, más bien exiguo, no encontró especial oposición. Apenas nadie escuchó el llamamiento a la resistencia del virrey. Un Habsburgo volvía a reinar, solo que esta vez no era el soberano de España. Cambiaba el titular de la Corona, pero nada más.
La nobleza conservó su hegemonía social, si no la acrecentó. La autoridad real, como siempre, no se detuvo a la hora de exigir impuestos que financiaran aventuras bélicas en el extranjero. En este caso, las tropas del archiduque Carlos que luchaban en la península ibérica por su derecho al trono hispano.
Pronto quedó claro que las expectativas de reforma habían resultado exageradas y se produjo un cierto desencanto
El Tratado de Utrecht (1713) sancionó la pérdida, para España, de los territorios italianos. Felipe V, sin embargo, no se resignó. Enseguida puso en marcha una política expansionista dirigida a obtener reinos para los hijos de su segunda esposa, Isabel de Farnesio, que en esos momentos no tenían posibilidades de acceder al trono español.
La reina declaró que sus hijos no eran bastardos y que la Corona tenía la obligación de buscarles “una colocación adecuada”, de manera que disfrutaran de los recursos económicos indicados para su rango. Finalmente, el infante Carlos de Borbón se convirtió en rey de Nápoles, y su hermano Felipe en duque de Parma.
Un país subdesarrollado
Tras años de dominación extranjera por parte de españoles y austríacos, el pueblo recibió con ilusión la llegada de un monarca propio. Muchos esperaban que condujera al país, a través de medidas modernizadoras, por el camino de la prosperidad. Pronto quedó claro que estas expectativas de reforma habían resultado exageradas y se produjo un cierto desencanto: los años empezaron a pasar sin novedades apreciables.
Durante sus primeros años como monarca en la capital del Vesubio, el futuro Carlos III, aún muy joven, estuvo en manos de los consejeros de su padre. No solo porque era un hijo fiel; también porque necesitaba el apoyo militar y económico de los españoles para mantenerse en el trono. Esta lealtad, sin embargo, no siempre fue fácil de mantener. A él le hubiera gustado situarse del lado de España en la guerra de Sucesión austríaca, una postura que se reveló imposible.
En 1742, la flota británica se presentó en Nápoles y le dio un ultimátum. Tenía dos horas para acceder a la demanda de neutralidad. En caso contrario, la ciudad sería bombardeada. Acorralado, no tuvo más remedio que ceder. Nunca olvidaría aquella humillación. No obstante, como señaló el historiador Antonio Domínguez Ortiz, así encontró una excusa para desentenderse de un conflicto que no interesaba a sus súbditos. Poco a poco, su estilo de gobernar ganó en independencia. Primero a raíz de su matrimonio con María Amalia de Sajonia, y después por la muerte de Felipe V.
Nunca rompió las buenas relaciones con Madrid, pero trató de no ser un satélite de España. Tampoco de Francia, donde reinaba la rama principal de los Borbones, convencida de que su preeminencia dinástica le daba derecho a inmiscuirse en los asuntos de sus parientes de Italia.
El reino napolitano era en aquellos momentos un país subdesarrollado en manos de una aristocracia feudal. Apenas quince o veinte familias se repartían la mayor parte de las tierras. Junto a estos grandes propietarios se encontraba la pequeña nobleza, propensa a abusar de su autoridad frente al campesinado. Eran pocos los que se atrevían a desafiar a unos barones de los que podía esperarse venganza, incluso durante generaciones. La Iglesia, por su parte, disfrutaba también de amplios latifundios, pero sus obras benéficas le proporcionaban una imagen más positiva entre la población.
Reformismo, o casi
Desde una perspectiva política, las clases dominantes se distinguían por un profundo inmovilismo. El reformismo de la Corona intentó cuestionar sus privilegios, pero de una forma muy tímida. Cuando se producía una reacción enérgica de los privilegiados, el rey terminaba dando marcha atrás en sus propósitos de cambio. Esto fue lo que sucedió, por ejemplo, en su conflicto con los barones a propósito de las competencias judiciales.
A la Corona le faltaba decisión para enfrentarse a los privilegios de los que más hubieran podido contribuir a la Hacienda
La monarquía deseaba acabar con la costumbre de que los tribunales feudales permitieran que los asesinos escaparan sin castigo a cambio de una sanción económica. La nobleza, para evitar esta limitación a sus atribuciones, se ofreció a contribuir a las arcas públicas con un sustancioso donativo. En 1742, el soberano accedió a sus deseos. Podrían conmutar o condonar las penas de los criminales. Solo se les pedía, como recuerda el historiador Giuseppe Caridi, que no utilizaran esta facultad con exceso.
En el terreno económico, se intentó una reforma fiscal que terminó, en palabras del especialista Roberto Fernández, “alejada del éxito”. A la Corona le faltaba decisión para enfrentarse a los privilegios de los que más hubieran podido contribuir a la Hacienda pública, los nobles y los eclesiásticos. Sus medidas gravaban el trabajo, es decir, la actividad productiva, mucho más que los bienes inmuebles.
Y, dentro de estos últimos, las tierras de los pequeños propietarios debían tributar mucho más, proporcionalmente, que las de los latifundistas. Desde el punto de vista de la institución monárquica, no era aconsejable el enfrentamiento con unas clases dominantes con capacidad para liderar una rebelión que pusiera fin al dominio borbónico.
Tampoco acabó bien el intento de atraer a la población judía para que se instalara en Nápoles y dinamizara la actividad económica. Los sectores más antisemitas de la Iglesia se opusieron a su llegada con una actitud intransigente. Se creó así un ambiente hostil que hizo que muy pocos judíos, no muchos más de un centenar, se atrevieran a establecerse en el reino.
El rey les expulsaría en 1747, ocho años después, en respuesta a las constantes presiones que recibía por parte de agitadores eclesiásticos como el padre Francesco Pepe, un conocido jesuita del momento que también destacó por su activa predicación contra la masonería. El soberano, un hombre profundamente religioso, siguió las directrices de la Iglesia y prohibió la constitución de logias.
Al influjo eclesiástico hay que atribuir también la expulsión de Nápoles de más de un millar de prostitutas. Las autoridades actuaron sin contemplaciones. Si alguna no abandonaba su domicilio, sus pertenencias eran inmediatamente arrojadas por la ventana. Se trataba, en parte, de una cuestión moralista. Había que garantizar las buenas costumbres. No obstante, el rey también era sensible al problema de salud pública. No deseaba que sus tropas se vieran diezmadas por los males venéreos.
El sector público tuvo un éxito desigual. En el ramo de la industria textil se mejoró la calidad de la producción, pero, a largo plazo, fue imposible hacer frente a la competencia extranjera, que inundaba el mercado con bienes a precios más económicos. La porcelana, en cambio, disfrutó de un triunfo rotundo. Un historiador, Francesco Strazzullo, ha escrito que, para un soberano de la época, tener una pieza de la fábrica de Capodimonte equivalía a lo que son las cuadras de caballos de carreras o los equipos de fútbol para los potentados de hoy en día.
El monarca estableció una política destinada a lavar la cara de su capital y proporcionarle una apariencia propia de una corte
En el terreno arqueológico, el futuro Carlos III pasó a la historia por su impulso a las excavaciones arqueológicas en Pompeya y Herculano. El descubrimiento en estas ciudades de gran número de pinturas y esculturas romanas fue decisivo para la consolidación de una nueva corriente artística, el Neoclasicismo.
El rey constructor
Nápoles era entonces una ciudad gigantesca, semejante en muchos sentidos a las actuales metrópolis del tercer mundo, por razones como el terrible hacinamiento de sus habitantes. No en vano, era la urbe más poblada de Italia y la tercera de Europa. El monarca, entre sus prioridades, estableció una política destinada a lavar la cara de su capital y proporcionarle una apariencia propia de una corte.
Inició así una labor constructora que se manifestaría en grandes edificios públicos, como el teatro de la Ópera, una iniciativa que reflejaba la hegemonía del sur de Italia dentro del bel canto europeo (al que el rey, sin embargo, no era aficionado; incluso llegó a dormirse en alguna representación).
El Hospicio, entretanto, intentaba paliar la abundancia de jóvenes mendigos, los lazzaroni, jóvenes por lo común sin hogar y sin un trabajo concreto que se acumulaban en la capital a la búsqueda de una limosna, aunque para conseguirla tuvieran que coaccionar a los transeúntes. Como han apuntado los historiadores, los mendigos formaban una clase social en sí misma. El poder les contemplaba con sentimientos ambivalentes, en los que se mezclaba la compasión cristiana con el temor a la capacidad desestabilizadora de gentes que no tenían nada que perder.
Para muchos observadores extranjeros, no había duda de que eran gente perezosa, bribones que se conformaban con lo mínimo para vivir en lugar de buscar un trabajo. Este tipo de comentarios –señala Giuseppe Caridi– reflejaban los prejuicios de los europeos del norte hacia los de las zonas más meridionales. La política urbanística, pese a todo, no arrojó resultados espectaculares. Nápoles no dejó de ser, en palabras de Domínguez Ortiz, un “conglomerado urbano de calles estrechísimas en las que alternan un caserío muy deteriorado con una cantidad prodigiosa de edificios religiosos y muchos palacios señoriales”.
La sombra de Versalles
Más que por solucionar los problemas sociales, el monarca estaba preocupado por construir palacios al estilo de Versalles que reflejaran el esplendor de los Borbones. Comenzó por restaurar el de Nápoles, demasiado descuidado cuando llegó a la ciudad en 1734. Lo haría decorar con pinturas de los mejores artistas a su disposición, como Francesco de Mura y Francesco Solimena. En años sucesivos, el soberano edificó una red de residencias en Prócida, Capodimonte, Portici y Caserta, los denominados “sitios reales”, en los que la construcción palaciega estaba acompañada de amplios terrenos donde ejercitar su pasión por la caza.
A falta de gatos, la cantidad de ratas y ratones se multiplicó, pusieron en peligro las cosechas y hasta atacaron a recién nacidos
Su interés por la actividad al aire libre se debía, al menos en parte, a una razón terapéutica: procuraba distraerse para no caer en las terribles depresiones que habían sufrido su padre, Felipe V, y su hermanastro Fernando VI. Y la practicaba cada día, a excepción del Viernes Santo. Precisamente por esta obsesión se interesó en Prócida, una isla con abundantes faisanes, sus aves predilectas. Para proteger su existencia, ordenó acabar con la población de gatos del lugar. No previó las consecuencias. A falta de gatos, la cantidad de ratas y ratones se multiplicó sin control. Los roedores pusieron en peligro las cosechas, y se dieron casos trágicos en los que atacaron a recién nacidos.
Para levantar tantas construcciones monumentales hubo que expropiar muchos terrenos, cosa que se ejecutó por dos vías. Cuando hizo falta, se obligó a los propietarios a vender a cambio de sumas sustanciosas. En cambio, si se trataba de individuos de lealtad política cuestionable, el procedimiento fue la confiscación. Esto último es lo que se hizo en Caserta con los dominios del príncipe Francesco Gaetani, un antiguo enemigo de los Borbones que había recuperado sus tierras durante la etapa austríaca que siguió al Tratado de Utrecht.
En Portici existía un inconveniente potencialmente muy peligroso: la proximidad del palacio real al Vesubio. ¿Qué sucedería en caso de erupción? El monarca estaba convencido de que la protección divina garantizaba su seguridad. “Dios, María Inmaculada y san Jenaro se ocuparán de eso”, respondió, al parecer, a quien llamó su atención sobre el problema.
Tiempo de claroscuros
El período napolitano de Carlos III llegó a su fin cuando su hermanastro Fernando VI murió en 1758 sin descendencia. Como era el siguiente en la línea de sucesión a la Corona española, se marchó a la península ibérica con el príncipe heredero, destinado a ser Carlos IV. El siguiente de sus hijos, Fernando, se quedó en Italia como nuevo soberano, puesto que España y Nápoles no podían unirse bajo un misma persona: las demás potencias hubieran reaccionado en contra, al ver alterado el equilibrio de poder.
¿Qué balance arroja un reinado tan largo? Para Roberto Fernández se trató de una etapa globalmente positiva, aunque no exenta de “vaivenes y de retrocesos en la tarea modernizadora”. Otro prestigioso biógrafo, Vicente Palacio Atard, se muestra menos entusiasta al hablar de un cuarto de siglo que, a su juicio, transcurrió “con alguna pena y no mucha gloria”.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 603 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.