Carlos III: ¿ilustrado o déspota?
Los expertos responden
Siempre se lo ha presentado como el perfecto “déspota ilustrado” del siglo XVIII, pero ¿qué opinan hoy los historiadores de este rey español?
Como hijo de Felipe V y de su segunda esposa, Isabel de Farnesio, Carlos III (1716-88) no estaba destinado, en principio, a reinar en España. Fue la muerte sin descendencia de su hermanastro Fernando VI la que le permitió acceder al trono. En esos momentos ya era un soberano experimentado por sus largos años al frente de la Corona de Nápoles, donde había aplicado una política moderadamente reformista.
En España prosiguió en la misma línea de cambios graduales: se trataba de poner al día el viejo absolutismo, no de revolucionar el Estado. Contó para ello con el apoyo de colaboradores como el conde de Aranda o el conde de Floridablanca.
Para muchos especialistas, Carlos III encarna valores progresistas, los sueños del movimiento ilustrado a la búsqueda de un país más fuerte en la escena internacional y más próspero en el interior.
Se le conoce como “el mejor alcalde” de Madrid por la manera en que impulsó las obras públicas de la capital, dispuesto a embellecerla para que cumpliera con su función de escaparate de la monarquía. Monumentos como la Puerta de Alcalá o la fuente de Cibeles datan de aquella época.
Pero otros también han señalado las limitaciones de un rey con escasa preparación intelectual, incapaz de renunciar a los métodos autoritarios.
Hace hoy 260 años, en 1759, llegó a Madrid desde Italia para hacerse cargo de la Corona. ¿Fue un rey progresista y modernizador o un monarca mitificado a partir de un progresismo inexistente? Seis expertos nos dan su opinión.
Panegiristas y detractores han estado de acuerdo en la capital importancia del reinado de Carlos III ante la abulia y mediocridad de sus antecesores y sucesores. A la ponderación positiva de su figura, objeto de mitificación como la mayor parte de los monarcas ilustrados del siglo XVIII, contribuyó el propio Voltaire en La princesa de Babilonia.
Don Antonio Domínguez Ortiz destacó sus cualidades como gobernante que nunca antepuso los intereses dinásticos a los de la nación: “Carlos III fue, en todos los sentidos, el rey de España, el rey de todos los españoles. Para él no hubo objetivo más alto ni fin más noble, y ésa es la base de su permanente popularidad”.
En la política exterior mantuvo el prestigio de España, y en la interior, aunque no devolvió sus fueros a los reinos de la Corona de Aragón, estableció con ellos buenas relaciones y logró que cesaran los rencores y la desconfianza mutua. Con la excepción del episódico motín de Esquilache y de la expulsión de los jesuitas, no adoptó ninguna medida radical.
Me identifico con la versión de los historiadores que dan una visión positiva de su reinado. El actual monarca cambió el retrato que había en su despacho de Felipe V por otro de Carlos III precisamente en consonancia con el espíritu de renovación que su figura simboliza. En su legado destacaría la consolidación del estado-nación español. Los símbolos del mismo, el himno y la bandera, datan de esta época.
Como hombre y soberano, se caracterizó por una personalidad equilibrada, síntesis de tradición y renovación. También logró conjugar centro y periferia, aquí radica su mayor virtud. Las mayores figuras de la época vienen de la periferia: Aranda era aragonés, Jovellanos y Campomanes, asturianos; Feijoo, gallego; Mayans valenciano...
La cuestión de fondo es que los críticos de su reinado lo son a cualquier reformismo. Si tú quieres la revolución, ninguna política gradual te parecerá bastante.
El rey más elogiado de la historia de España fue ante todo un hombre religioso en extremo, y su concepción de la monarquía fue la del rey absoluto al que Dios pediría más responsabilidad que a los demás. Dice Baretti que “fue siempre enemigo de toda suerte de innovaciones”.
Fue cruel en algunas ocasiones, por ejemplo, con su hermano don Luis, al que quitó el apellido Borbón y expulsó de la corte, y con Olavide, cuya prisión y sentencia se acordó siempre con su plácet.
Y, sin embargo, fue un rey ilustrado y modernizador. Supo hacer sin hacer, o lo que es lo mismo, dejó gobernar a sus ministros, que no olvidaron nunca los límites que el rey no permitiría rebasar. Pero eso fueron las reformas de Carlos III, y no fueron pocas.
El desastroso reinado de su hijo, la crisis final de la dinastía en Bayona y la imposibilidad de recordar con algún entusiasmo a su padre Felipe V y a su hermanastro Fernando VI, condujo a los liberales a crear el mito del rey progresista –el que ellos necesitaron y no tuvieron–, aunque ya en vida, los ilustrados de Carlos III se ocuparon de “allanar a Su Majestad el camino de la Gloria”.
Carlos III llevó a cabo con mayor intensidad el conjunto de reformas acometidas por su padre Felipe V, el verdadero introductor del despotismo ilustrado en España. El proceso abierto fue un proceso de modernización de unas estructuras que se habían quedado obsoletas, dejando a la monarquía (el Estado) en una situación de notoria ineficacia.
Con los cuatro Borbones del siglo XVIII se puso en marcha un programa que puede calificarse de proyecto de modernización (política, económica, cultural) al servicio de la continuidad, en favor de los privilegiados, y no del conjunto de la población.
Carlos III representa en su cota más alta esa reforma que trata de recuperar el retraso acumulado en el siglo XVII, pero sin atentar a las bases fundamentales del sistema absolutista, dejando intactas sus maneras autoritarias y manteniendo sus cimientos sociales.
Carlos III fue un gran rey del absolutismo ilustrado. La suya fue una monarquía absoluta, pero partidaria de las Luces, y él supo conciliar ambos extremos. Llegó al trono español con una gran experiencia adquirida en los veinticinco años de reinado en Nápoles y Sicilia.
Fue un rey reformista que se preocupaba del bien común, quería sinceramente modernizar el país y mejorar la vida de los españoles. Él no era un intelectual, pero tuvo en cuenta las nuevas ideas de la Ilustración para orientar su programa político. En su gobierno supo rodearse de personajes de gran categoría, confió en ellos y los mantuvo lealmente.
Aunque el reformismo chocó con limitaciones, el balance de su reinado es muy positivo. En su tiempo España fue una potencia internacional con gran influencia en Europa y América. No fue un rey belicista, pero supo defender los intereses españoles con firmeza y realismo. Fue uno de los grandes monarcas de la Europa del siglo XVIII y de la Edad Moderna.
La historia, cuando no es crítica, crea mitos en lugar de argumentar. Fabricar ídolos o destruirlos, sin analizar y precisar, es pura propaganda política. Los estamentos privilegiados, en su día, ensalzaron la figura de Carlos III por ser un buen padre para sus vasallos. El mito del monarca progresista lo creó un francés (Jean Sarrailh) y se lo apropió la reciente historiografía sin profundizar mucho en lo que consiste realmente la Ilustración europea.
Más inadecuado, si se quiere, es el tratamiento que hacen los historiadores regionalistas de los ministros de ese rey: Campomanes y Floridablanca, que fueron los que gobernaron, y que se calificaron a sí mismos de “ilustrados”, uno por liberalizar el mercado, y el otro por planear obras públicas. Desde luego, ninguno de ellos se apartó de los principios de la monarquía absoluta, defendiendo a la nobleza y al clero como los pilares de sistema.