Los Reyes Católicos: la boda que lo cambió todo
550 años
Tras acordarlo en secreto, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón pasaron por el altar. ¿Qué supuso para sus futuros reinos?
El niño que casi rompe España
No todos los matrimonios cambian la historia, pero con el de Isabel y Fernando eso fue lo que sucedió. La novia era la hermana del rey de Castilla, Enrique IV, un hombre débil que no había sabido hacer frente a la poderosa aristocracia. Tenía una hija, Juana, pero se rumoreaba que su verdadero padre era el noble Beltrán de la Cueva, por lo que la niña fue apodada “la Beltraneja”. Los nobles se rebelaron y escogieron como monarca a su hermanastro, el infante Alfonso, que fallecería en circunstancias poco claras. ¿Peste? ¿Envenenamiento?
La futura Isabel la Católica había apoyado a Alfonso durante la guerra civil, pero a la muerte de este se reconcilió con Enrique y logró ser reconocida como heredera. Con su posición consolidada, tenía que decidir cómo resolver la cuestión de su matrimonio, un tema plagado de implicaciones políticas.
Se barajó como candidato a Ricardo de Inglaterra. La idea, sin embargo, no cuajó, por lo que la princesa castellana seguramente se libró de nutrir la nómina de villanos de Ricardo III, la obra en la que Shakespeare deja al rey a la altura del betún.
Enrique IV prefería como cuñado a Alfonso V de Portugal, pero su hermana no opinaba de la misma manera. Era difícil que a una muchacha de apenas diecisiete años le sedujera la idea de unirse a un hombre veinte años mayor al que le gustaba presentarse en público con armaduras pasadas de moda. Ella tenía su propio criterio y no estaba dispuesta a acatar la voluntad del monarca.
Segura del camino que debía seguir, Isabel empezó a negociar el futuro contrato matrimonial
Sobre todos los aspirantes iba a imponerse Fernando, hijo de Juan II de Aragón. Era, sin duda, un excelente partido. Además de ser joven y bien parecido, estaba destinado a gobernar distintos reinos y poseía ya la corona de Sicilia. Segura del camino que debía seguir, Isabel empezó a negociar el futuro contrato matrimonial.
La operación se desarrolló en la más estricta clandestinidad, y los novios tuvieron que relacionarse mediante mensajes enviados en secreto. Existía otro problema: su parentesco. Ambos pertenecían a la dinastía Trastámara. Una dispensa papal debía autorizar la unión entre primos segundos. Como el pontífice no estaba dispuesto a dar ese paso para no indisponerse con Enrique IV, el entorno de la princesa optó por falsificar el documento.
Resueltos a estar juntos
La pareja estaba decidida a superar todas las dificultades. Para esquivar el control de su hermano, Isabel tuvo que escaparse de Ocaña, donde se encontraba estrechamente vigilada. A su vez, Fernando entró en Castilla disfrazado como mozo de mulas, fingiendo ser el sirviente de los cinco amigos que en realidad le servían de escoltas.
Cuando se conocieron, Isabel y Fernando simpatizaron de inmediato. Un testigo reflejó sus “impulsos amorosos” y su forzosa compostura, puesto que, durante las dos horas que duró su entrevista, estaban en presencia del anciano arzobispo de Toledo. Tras informar por carta a Enrique del enlace inminente, quien no se molestó en responder, el matrimonio tuvo lugar el 19 de octubre de 1489, en Valladolid.
La noche de bodas fue, como era común en la época, una ceremonia pública. Jueces y caballeros fueron testigos de la consumación del matrimonio: se les presentó, como prueba, una sábana manchada con la sangre de la novia. Después, los festejos se prolongaron en la ciudad durante una semana.
En adelante, Isabel y Fernando formaron una pareja bien avenida, aunque la relación también tuvo sus zonas de sombra. Un cronista coetáneo, Hernando del Pulgar, afirma que Fernando tenía en cuenta los consejos de su esposa, conocedor de su gran capacidad, pero que, por otro lado, mantenía aventuras extraconyugales (“Dábase a otras mujeres”).
Cuando Enrique IV murió, en 1474, Castilla se vio dividida entre los partidarios de Isabel y los de su sobrina Juana la Beltraneja. Venció la primera, tras un largo conflicto. Su reinado junto a Fernando iba a registrar acontecimientos clave, como la conquista de Granada, la expulsión de los judíos o el descubrimiento de América.
¿El inicio de España?
La figura de los “Reyes Católicos”, título con el que los distinguió el papa Alejandro VI, sigue despertando encendidos debates. ¿Fueron los unificadores de España o se limitaron a establecer una unión dinástica, sin una fusión real de sus reinos?
Juan Pablo Fusi afirma que la unión de Castilla y Aragón fue dinástica, pero no nacional
No es fácil llegar a un acuerdo al respecto. Consultados los especialistas, Carlos Martínez Shaw indica a Historia y Vida que el tema exige muchas precisiones, empezando por lo que significa “inicio de España”. El historiador andaluz ha señalado en alguna ocasión que el término “nación” se define de formas diferentes en función de la época.
Otro modernista, Manuel Rivero Rodríguez, declara a este medio que el matrimonio de los Reyes Católicos supuso una unión dinástica, pero no nacional. España, como nación, había quedado definida en el Concilio de Constanza (1414-18), en el que se reconocían cinco naciones diferenciadas en el seno de la cristiandad: Alemania, Italia, Francia, España e Inglaterra.
También Juan Pablo Fusi afirma que la unión de Castilla y Aragón fue dinástica, pero no nacional, aunque el historiador vasco precisa que no por ello su carácter era circunstancial y reversible. En definitiva, no se concibió una eventual marcha atrás en aquella unión, y, de hecho, ningún monarca repartió en adelante las coronas de Castilla y Aragón entre sus hijos, a diferencia de lo que se había visto a lo largo de la Edad Media, cuando los reinos se unían o separaban a capricho de los reyes.
En el caso que nos ocupa, pronto cristalizaron empresas comunes, como la conquista de Granada, en la que intervinieron aragoneses, o como las guerras italianas, un ámbito de influencia aragonés en el que actuaron tropas castellanas.
El hecho de que los mismos soberanos estuvieran al frente de los dos tronos peninsulares no implicaba, sin embargo, que compartiesen leyes e instituciones. Según la teoría política de los siglos XVI y XVII, el monarca que gobernaba distintos reinos debía gobernar cada uno de ellos como si fuera el único de sus dominios, de acuerdo con la idiosincrasia y la normativa legal del territorio.