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Europa y la primera gran oleada de refugiados

Primera Guerra Mundial

La desaparición de los imperios ruso, alemán, austrohúngaro y otomano dio lugar a la primera gran crisis de refugiados de Europa. Más de diez millones de personas abandonaron su hogar

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Un millón de armenios abandonaron Turquía entre 1915 y 1923 para huir del genocidio.

Dominio público

La primera gran crisis de refugiados europea se desarrolló, en plenitud, de 1919 a 1939. Entonces, millones de personas se vieron atrapadas por la descomposición de países e imperios enteros tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, por el ascenso del fascismo y el nacionalismo xenófobo, por la Gran Depresión y por la llegada de Hitler al poder, que precedió a la invasión parcial de Europa, a la siega sistemática de millones de vidas de refugiados judíos y a la expulsión de muchos otros de sus tierras para siempre.

Algunas ciudades y regiones se convirtieron en gigantescos campos de internamiento. Fue algo imprevisible y brutal. Las aduanas interiores del continente se deshicieron como gelatina casi de la noche a la mañana. En 1919, la Sociedad de Naciones decretó la disolución de Austria-Hungría e impuso que Alemania, arruinada, perdiese 65.000 kilómetros cuadrados de territorio y siete millones de personas de población a manos de Polonia, Francia y Checoslovaquia.

Mientras tanto, las fronteras del viejo imperio zarista vivían una experiencia demoledora: o se rompían con la independencia de los países bálticos, o presenciaban la huida de la guerra civil de cientos de miles de rusos. La República de Armenia, compuesta en gran medida por los armenios que escapaban del genocidio en Turquía, vio morir al 20% de su población por hambre, tifus y cólera. Algunos testigos dijeron haber visto a mujeres arrancando la carne de los caballos muertos con las manos para poder comer.

Los europeos que sentían que vivían en un país que no era el suyo pasaron de 60 millones a 25 tras los tratados de paz

Según el historiador Michael Marrus, la fundación de nuevos estados tras la descomposición de los imperios fue el principal afluente de una riada de refugiados que en 1926 bordeaba los diez millones de personas. Los grandes afectados fueron más de dos millones de súbditos del difunto Imperio ruso, dos millones de polacos, más de un millón de griegos y un millón de alemanes. A ellos había que añadir cientos de miles de personas de origen turco, húngaro y búlgaro. Estos fueron los grupos más numerosos, pero no, desde luego, los únicos. Los judíos vivieron también su propio drama.

Sin embargo, es cierto que esta gigantesca transformación fronteriza tuvo un aspecto positivo fundamental. Según el experto en migraciones Joseph Schechtman, los europeos que sentían que vivían en un país que no era el suyo pasaron de 60 millones a 25 gracias a los tratados de paz. Recordemos que algunos de ellos habían llegado a sentirse extranjeros, porque las instituciones nacionales previas o los perseguían con violencia, o los trataban como ciudadanos de segunda.

Buscando soluciones

La Sociedad de Naciones no solo se dedicó a certificar esta metamorfosis geopolítica europea. Impuso también cláusulas y provisiones en los tratados de paz desde 1919 hasta 1923 para intentar garantizar los derechos humanos de las minorías. Polonia, Grecia, Rumanía, Checoslovaquia y Yugoslavia se opusieron a ello sin éxito.

La institución internacional incluso ayudó a que millones de ciudadanos, tremendamente confusos, pudieran escoger su nacionalidad entre varias. Si emigraban a otro estado donde se sentían más aceptados, exigía que conservasen la propiedad de los bienes que dejaban atrás.

Refugiados turcos en el año 1913.

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Los terrenos y los inmuebles eran, normalmente, lo más valioso que tenían. Muchas veces, esta exigencia acabó en el cubo de las plegarias desatendidas. Hasta 1921, es decir, dos años después de que estallara en plenitud la crisis de refugiados en Europa, la Sociedad de Naciones no fue capaz de crear un Alto Comisionado para los Refugiados. Los grandes filántropos privados y organizaciones no gubernamentales como la Cruz Roja Internacional se vieron obligados a llenar totalmente ese vacío.

¿Por qué tardaron tanto en reaccionar los líderes mundiales? Sobre todo, porque creían que aquel iba a ser un problema tan provisional como lo había sido en las guerras anteriores, y porque muchos estados se negaban a que un puñado de extranjeros resabidos de un organismo internacional recién fundado atendiera y diese alas a sus minorías. Unas veces quizá por orgullo nacionalista y porque dejaba en evidencia su impotencia, y otras porque los propios estados eran los primeros que querían deshacerse de estas minorías sin testigos.

En la edad de oro del nacionalismo, la pureza étnica se consideraba, tras el colapso de imperios multiculturales como Austria-Hungría o Rusia, el santo grial de la estabilidad, la seguridad y la paz social. No hay que despreciar lo que el ser humano está dispuesto a sacrificar por su seguridad después de una guerra mundial con 14 millones de muertos, y tampoco los extremos a los que puede llegar para matar al padre. Los países que actuaban como los hijos emancipados de los imperios veían en estos últimos un monumento a la debilidad y el fracaso. Había que enterrar el multiculturalismo.

Fridtjof Nansen (1861-1930), aquí en su etapa de explorador, asumiría la dirección del Alto Comisionado para los Refugiados en 1921.

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Fridtjof Nansen, el admirado explorador noruego del Polo Norte, asumió desde el principio, 1921, la dirección del Alto Comisionado para los Refugiados. Su hoja de servicios le avalaba: el año anterior a su nombramiento había conseguido, bajo el mandato de la Sociedad de Naciones, que los aliados y lo que quedaba de Rusia aceptasen que más de 400.000 prisioneros de veinte nacionalidades volvieran a sus casas.

Los medios y la coordinación volvieron a ponerlos, esencialmente, las organizaciones privadas, y, a pesar del éxito de la operación, d ecenas de miles de personas murieron, a veces en terribles condiciones, porque el antiguo imperio que los retenía, Rusia, no podía ni quería encargarse de ellos en medio de una guerra civil. Aun así, muchos consiguieron huir. No es extraño que las potencias crearan el Alto Comisionado de Nansen pensando exclusivamente en los 800.000 refugiados del antiguo Imperio ruso que la Cruz Roja Internacional había contabilizado por toda Europa.

Carrera de obstáculos

Las complicaciones se sucedieron. Para empezar, la nueva institución se consideraba provisional, y su presupuesto, de 4.000 libras anuales, era irrisorio. Además, muchos estados, con la excepción de Francia y los países escandinavos, le ofrecían resistencia. No querían poner un dinero que preferían gastar en aliviar en casa el peso de la posguerra, ni recibir a miles de personas potencialmente problemáticas y de difícil integración. Tampoco aceptar que el drama de los refugiados no fuera otra cosa que una tragedia efímera, como una plaga o un breve y mortífero tsunami.

No gustaba la decisión de combatir las hambrunas en Rusia y Ucrania: podía ser un balón de oxígeno para Lenin y Stalin

Aparecieron todavía más retos en cuanto Nansen empezó a tomar decisiones. El primero lo generó el hecho de que el gran explorador noruego pensaba y hablaba a lo grande, cuando sus jefes políticos le insistían en que lo hiciera a menor escala. Los puso nerviosos. El segundo tuvo que ver con la forma en la que se volcó con el problema de los refugiados rusos y las sospechas, infundadas, de que estuviera a sueldo de Moscú. Alguna de ellas, que hoy llamaríamos fake news , se publicó incluso en el Times de Londres.

Nansen impulsaba la repatriación voluntaria de miles de refugiados del antiguo Imperio ruso justo en el momento en que algunos de ellos habían montado influyentes asociaciones en el exilio para forzar a la Sociedad de Naciones a acabar con el naciente dominio de los bolcheviques. Ellos y los líderes de algunos estados denunciaban la repatriación a Rusia como una cobarde entrega de disidentes a su peor enemigo o como el regreso a un país donde solo les esperaban terribles privaciones.

No les gustaba la decisión de Nansen de combatir las hambrunas en Rusia y Ucrania: lo consideraban un balón de oxígeno para Lenin y Stalin. Desde luego, la buena voluntad de las autoridades soviéticas, pese a la concesión de una amnistía a los refugiados en 1921, no resultaba muy creíble, porque seguían ejerciendo una brutal represión política. Para qué hablar del aprecio por la vida humana que sugería la forma en que los soviéticos repatriaron a miles de nativos de Polonia y de otros países que acababan de independizarse del Imperio ruso.

Una columna de refugiados armenios es llevada a un campo de prisioneros por soldados otomanos, abril de 1915.

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Por ejemplo, en 1922 hacinaron a casi dos mil polacos en un tren de ganado con exiguas provisiones de pan negro, y solo llegó vivo un tercio a su destino. Aprovechaban las estaciones donde paraban para arrojar fuera a los muertos en un viaje fantasmal de 1.700 kilómetros. Ni siquiera el informe favorable de los inspectores de Nansen, que fueron a Rusia a analizar el trato que recibían aquellos que habían aceptado volver para animar a otros a hacerlo, podía obviar la enormidad de la miseria económica que esperaba a los que regresaban.

De hecho, Nansen consiguió fondos para ayudar a Rusia y Ucrania a alimentar a los suyos, evitando así que la hambruna que había estallado generase todavía más refugiados y siguiera siendo un motivo poderoso para no volver a casa. Ciertamente, el viejo explorador creía que la estabilización de Rusia y su regreso a la comunidad y el comercio internacionales a corto plazo modularían el extremismo de Lenin y Stalin, ayudando a Europa a alcanzar una paz y una prosperidad duraderas.

En parte por eso, el alto comisionado impulsó igualmente la creación de un pasaporte propio para que los refugiados rusos –luego se extendería a muchos otros– tuvieran algo que los identificase y pudieran, al menos, viajar a su país o a algún otro dispuesto a acogerlos. Lo que empezó como un pequeño experimento terminó involucrando a más de cincuenta gobiernos y ayudando, muy especialmente, a quienes solo podían identificarse con los papeles de un estado que o no existía, o no quería recibirlos de vuelta.

Un millón de alemanes tuvo que salir de las partes del territorio que habían dejado de pertenecer al Reich

Gracias a eso, con el paso de los años, los rusos dejaron de concentrarse, en durísimas condiciones, en Alemania, Polonia, Turquía (sobre todo, en la actual Estambul) y los Balcanes. Francia, que acogió a 400.000 por solidaridad y porque necesitaba mano de obra barata, se convirtió en un nuevo imán para ellos.

Crisol de refugiados

En cuanto a los alemanes, un millón tuvo que salir a toda prisa de las partes del territorio que, como Alsacia y Lorena, habían dejado de pertenecer al Reich. Al mismo tiempo, de los países bálticos, recién emancipados, prácticamente los echaron, aunque las familias llevaban viviendo siglos allí, porque nunca habían renunciado a su identidad étnica y, además, se habían opuesto a la independencia.

En Polonia, la población local boicoteó los productos y comercios de origen germano y ayudó a provocar otra estampida de alemanes, que tuvieron que regresar a su arruinado país. No solo huyeron de la pobreza y la exclusión social, sino también de la guerra. Polonia, justo antes y después de recuperar su estado propio y su independencia con el Tratado de Versalles en 1919, batalló con sus vecinos (Rusia, Checoslovaquia y Ucrania) para marcar a fuego sus fronteras.

Campo de refugiados en Beirut en una fecha indeterminada a comienzos del siglo XX.

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Más de un millón de polacos se exiliaron para ahorrarse la carnicería, y solo empezaron a volver cuando se firmó el Tratado de Riga de 1921, por el que la Sociedad de Naciones garantizaba la paz y la estabilidad fronteriza. Los tratados también podían convertirse en máquina de producir refugiados. Fue el caso del de Trianon en 1920, que mutiló dos tercios de lo que había sido Hungrí a y llevó a que buena parte de la población tuviera que desplazarse –refugiarse– al territorio restante para contar con la protección de su país.

Un año después de la firma del tratado, habían llegado más de doscientos mil “húngaros” desde Rumanía, Checoslovaquia y Yugoslavia. En 1921, dicen los cronistas, nos encontramos con casi veinte mil desplazados vagando por las calles de Budapest. Aquello no tardaría en convertirse en un fermento para la xenofobia y los gobiernos extremistas. Algunas veces, los refugiados europeos no se iban; los evacuaban masivamente para evitar que los asesinasen. Esto es lo que ocurrió durante la última parte de la guerra entre Grecia y Turquía, que empezó en 1919 y terminó en 1922.

Entonces, los turcos fueron capaces de masacrar a un millón de personas, muchas de etnia griega, a las que debían sumarse miles de armenios. Pudo haber sido peor: entre 1922 y 1923, la comunidad internacional ayudó a rescatar a más de un millón de personas del matadero y de unas condiciones de terrible miseria alentadas por los turcos. Casi todos los que fueron de Turquía a Grecia eran mujeres, ancianos o niños, porque los hombres jóvenes y sanos habían sido eliminados metódicamente o abandonados hasta su muerte en enclaves deplorables.

Ese millón de recién llegados representaba un aumento del 20% de la población de Grecia

Las evacuaciones, en 1923, formaban parte de un canje de población impulsado por Nansen al amparo del Tratado de Lausana, que zanjó las hostilidades entre Atenas y Constantinopla. El objetivo había sido el intercambio de la comunidad étnica griega que residía en Turquía por la comunidad étnica turca afincada en Grecia. Ambos incluyeron en el paquete de envío a miles de ciudadanos que simplemente consideraban indeseables. Fue el mayor canje masivo de población hasta ese momento. Afectó a un millón y medio de personas, casi un millón remitidas por los turcos.

El rescate de Grecia

Ese millón de recién llegados representaba un aumento, de la noche a la mañana, del 20% de la población de Grecia, que rondaba los cinco millones. Además, había que incluir a los más de treinta mil griegos que participaron en otro canje, el que firmó su país con Bulgaria a la sombra del Tratado de Neuilly. Michael Marrus relata las cifras del horror: la población de Atenas y Salónica se duplicó, mientras el tifus, la disentería y la malaria, entre otros males, catapultaron los índices de mortalidad de los recién llegados hasta el 45% en los últimos meses de 1923.

Viendo aquel sufrimiento y la forma en la que Grecia podía derrumbarse, Nansen y otros impulsaron una comisión específica de la Sociedad de Naciones que se proponía buscarles un empleo a los refugiados y modernizar y estabilizar un país al borde del desastre. Al menos, esto es lo que intentaría hacer su presidente, Henry Morgenthau, futuro secretario del Tesoro de Roosevelt durante buena parte de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Para ello, pidió al principio un crédito de un millón de libras al Banco de Inglaterra.

Una refugiada armenia y su hijo.

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Lo que vino después fue, gracias a nuevos créditos y al diluvio de ayuda internacional, un plan abrumador de inversión y renovación de las infraestructuras, de estímulo del comercio, de búsqueda de mercados preferentes para productos griegos, de modernización agrícola, de construcción de fábricas u hospitales... El plan fue un rotundo éxito. A finales de los años veinte, y a pesar de que la Unión Soviética había desnacionalizado a un millón de personas que vagaban por Europa, Nansen tenía motivos para pensar que había cumplido su misión.

No podía prever lo que anticipaba el fascismo italiano, que ya estaba originando un torrente de miles de refugiados. El noruego tampoco pudo o supo advertir ni las intenciones genocidas de Stalin –al que ningún comercio ni comunidad internacionales iba a ser capaz de moderar– ni las consecuencias de la celebración de la pureza étnica en muchos países de Europa Central.

Los judíos, que eran a veces un obstáculo sustancial para lograrla, lo habían empezado a pagar, ya en los años veinte, sobre todo en Ucrania, Rusia, Polonia, Hungría y Checoslovaquia. El acoso, las expropiaciones y, en el peor de los casos, los asesinatos, estos últimos concentrados en Ucrania, afloraron a borbotones como un inmenso caudal de agua sucia.

Este artículo se publicó en el número 608 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.