Susa, el Louvre y las iras de Donald Trump
Arqueología
La antigua capital elamita, arrasada varias veces y expoliada en época otomana, se ha visto incluso amenazada indirectamente por las tensiones entre EE.UU. e Irán
Fue la capital del reino elamita durante tres milenios (del III al I a. C.) y del Imperio persa aqueménida a lo largo de dos centurias (entre los siglos VI y IV a. C.). Justo entre un período y otro, el historiador griego Heródoto la describió como “la famosa ciudad donde el Gran Rey tiene su palacio y custodia sus tesoros”. Incluso dijo de ella: “Quien tome esta ciudad no tendrá nunca más temor alguno y podrá competir en riqueza con el propio Zeus”.
Sería Alejandro Magno quien la tomara en el siglo IV a. C., para constituirla en escenario de la espectacular boda que el macedonio organizó para sus generales con mujeres persas. Judíos y cristianos la conocerían gracias a la historia bíblica de Ester, la reina que salvó a los judíos del genocidio. Los musulmanes veneran en ella a Daniel, el profeta allí enterrado.
Ciudad milenaria
Susa se fundó hace seis mil años, tal vez como centro religioso, en una zona mencionada en la Biblia como el Elamtu, en lo que hoy es Irán. Un milenio después se alzó como capital del reino de Elam, pueblo establecido en aquel territorio aluvial desde tiempos remotos.
Los elamitas desarrollaron una cultura parecida a la mesopotámica –la de los pueblos del actual Irak– y posiblemente derivada de ella. Mantuvieron frecuentes enfrentamientos con sus vecinos de Uruk, Akkad o Ur , pero también importantes contactos comerciales y culturales. Lo demuestra el hecho de que su idioma autóctono convivió con el acadio y el sumerio.
Pese a que los expertos aún no han descifrado el protoelamita, lenguaje conservado en las primeras tablillas de Susa, conocen a la perfección el elamita clásico, idioma que sobrevivió a las diferentes ocupaciones y siguió utilizándose en época persa.
La Susa elamita fue testigo de épocas de gran poder que dieron pie a una etapa expansiva. En el siglo XII a. C. sus botines de guerra provenían básicamente de Babilonia e incluyeron tesoros como el código de Hammurabi, estela que contiene inscrito el primer conjunto de leyes conocido de la historia.
Aquella osadía, sin embargo, la vengaría el rey babilónico Nabucodonosor I, que puso fin al expansionismo elamita a finales de aquella misma centuria.
La ciudad sobrevivió del siglo XII al VII a. C. Durante aquel período, los asirios, los nuevos señores de la región, dejaron excelentes obras de arte en la antigua capital. Pero una guerra entre hermanos supuso la destrucción de Susa. Asurbanipal, el vencedor, la saqueó y arrasó en 647 a. C.
Susa no volvió a brillar con nuevo esplendor hasta que el persa Darío I decidió fundar sobre sus restos la capital de su imperio un siglo después.
Susa fue la ciudad persa que Alejandro Magno respetó, a diferencia de Persépolis y Pasargada. Tras la muerte del macedonio a principios del siglo IV a. C. presenció el paso de varias culturas, hasta que en el siglo XIII d. C. los mongoles no tuvieron piedad de ella y la arrasaron por completo.
El descubrimiento
Afortunadamente, poco antes de su fin, el rabino judío de origen español Benjamín de Tudela dejó escrito en Libro de viajes su periplo a Susa, entre otras ciudades de Oriente. En su obra relata la visita a la tumba del profeta Daniel, lugar de peregrinación habitual entonces y en la actualidad. El libro permaneció olvidado hasta mediados del siglo XIX , época en que el geólogo británico William Kenneth Loftus identificó el emplazamiento siguiendo los pasos de, entre otros, el rabino.
Mientras se delimitaban las fronteras entre Irán y el Imperio otomano, Loftus realizó el primer mapa de la ciudad. Poco después abandonó el trabajo por falta de medios.
A finales de aquel siglo, el yacimiento pasó a cargo de un matrimonio francés. En dos campañas, Marcel y Jane Dieulafoy, surtieron al recién creado Departamento de Antigüedades Orientales del Museo del Louvre de gran número de objetos. Francia no tardó en obtener el monopolio arqueológico en toda la zona. Por ello, la mayoría de las piezas de Susa han ido a parar al Louvre.
Las siguientes excavaciones, a caballo entre los siglos XIX y XX, vinieron marcadas por la imprudencia y el atropello. Jacques de Morgan, al mando de la delegación francesa, recibió numerosas críticas por sus métodos de trabajo , pese a su experiencia como geólogo en el Cáucaso y prehistoriador en Egipto.
Morgan dividió la acrópolis de Susa de forma arbitraria (horizontalmente en niveles de cinco metros de profundidad) e ignoró o malinterpretó estructuras enteras al mostrar poco interés por la arquitectura de ladrillo, material de construcción básico en Oriente Medio.
No solo eso. Con la excusa de protegerse de la agresividad de los nativos, construyó un castillo a orillas del río Saur con ladrillos y piedras del yacimiento para dar cobijo a los arqueólogos.Tras más de un decenio en Susa, dejó los trabajos desanimado por las continuas críticas. Su sucesor, el que fuera su ayudante, Roland de Mecquenem, no mejoró las cosas.
Fin de la exclusiva
Al término de los años veinte del siglo pasado el reino persa rescindió el acuerdo de monopolio con Francia. Naciones como Gran Bretaña y Estados Unidos no tardaron en enviar a sus respectivos arqueólogos a Susa. La intensificación del esfuerzo tuvo sus beneficios. Salieron a la luz yacimientos cercanos a la antigua ciudad que revelaron el entramado del que Susa había formado parte.
Acabada la Segunda Guerra Mundial,los arqueólogos, dirigidos por el francés Roman Ghirshman, empezaron a aplicar técnicas modernas y a interesarse por cómo era la vida cotidiana de la antigua capital. La búsqueda de grandes piezas dejó de ser una prioridad. La revolución islámica en Irán interrumpió las excavaciones y no fue hasta los años setenta que pudieron retomarse.
Desde entonces la fascinación por Susa no ha dejado de renovarse. En la actualidad queda muy poco a la vista. La zona es alejada, el lugar desértico y las piezas más valiosas, la gran mayoría procedente de otras regiones mesopotámicas, se hallan en el Louvre.
Aun así, a principios de este mismo año, antes de que la pandemia de la Covid-19 cambiara las prioridades mundiales, una amenaza del presidente estadounidense Donald Trump colocaba una diana en históricos tesoros iraníes como este.
Este artículo se publicó en el número 456 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.