Francisco de Quevedo, el escritor convertido en espía español en Venecia
Siglo de Oro
Convertido en uno de los hombres de confianza del duque de Osuna, el famoso escritor fue artífice en Italia de todo tipo de manipulaciones encubiertas
Francisco de Quevedo y Villegas, figura culminante del Siglo de Oro español, fue un hombre profundamente preocupado por la situación política de la España que le tocó vivir. Un país todavía muy fuerte, gran potencia europea y dueño de un imperio mundial, pero rodeado de enemigos y con señales ya palpables de declive político y económico. Ello motivó la implicación sin reservas de Quevedo en la defensa de los intereses hispanos de la mano de su gran valedor, el duque de Osuna, actuando como agente secreto durante el tiempo que estuvo en Italia.
En contraste con la faceta literaria de su biografía, bien conocida, su actividad clandestina tiene muchas lagunas, y lo sabido es solo una pequeña parte. Pero su nombre encabeza la lista de los mejores escritores-espías españoles de todos los tiempos.
Sus versos, con frecuencia hirientes, provocaron admiración y bastantes envidias y enemistades
Una familia cortesana
Quevedo nació en Madrid en el seno de una familia vinculada a la corte. Su padre fue secretario de la princesa María, hija de Carlos V, y de la reina Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II. Su madre fue dama en palacio al servicio de la reina. La infancia del escritor, por tanto, transcurrió en ambientes cortesanos, y estuvo marcada por la tutela materna, ya que perdió a su padre muy joven. Su formación humanística fue muy completa. Estudió en el Colegio Imperial de los jesuitas en Madrid, y luego Artes y Teología en las universidades de Alcalá de Henares y Valladolid.
Pronto fue conocido como poeta. Sus versos, con frecuencia hirientes y cáusticos, provocaron admiración y también bastantes envidias y enemistades. Su actividad literaria y estudiosa no le impidió practicar la esgrima con algunos de los mejores maestros de armas de su tiempo, hasta llegar a ser un temible manejador del acero.
Por aquella misma época, cuando ambos estudiaban en Alcalá, conoció a Pedro Téllez de Girón, futuro duque de Osuna. Era el personaje que más iba a influir en el avatar personal y político de Quevedo. Téllez, tan proclive a fiestas y aventuras como el propio Quevedo, tuvo que sentar cabeza por imperativo familiar. Se casó y marchó a combatir a Flandes con los Tercios, donde se distinguió, para después regresar a Madrid.
Mientras Osuna progresaba en su carrera hacia los altos cargos de la maquinaria estatal, Quevedo había vuelto también a la ciudad. Allí se relacionó con otros genios literarios de la época, como Cervantes y Lope de Vega. Es probable, aunque no existe testimonio documental, que fuera entonces cuando trató al conde de Gondomar, uno de los jefes del servicio secreto español, que era embajador en Londres y que tal vez le captó como agente.
Cuando su padre murió, Téllez obtuvo el título ducal. Fue nombrado virrey de Sicilia y partió hacia allí para hacerse cargo de la isla. Quevedo y el duque habían hablado a menudo de los males patrios. Ambos se entendían a la perfección en lo personal y en lo político. En una España dividida por las intrigas y la ambición de los grandes nobles –que eran quienes manejaban los resortes del Estado– y con un monarca débil como Felipe III –en manos de su valido, el duque de Lerma–, si Quevedo quería actuar en política solo podría hacerlo contando con la protección de uno de ellos.
El escritor demostró formidables dotes para imponerse en los vericuetos del laberinto italiano
Toma partido por el duque de Osuna, a quien tantas cosas le unen. Se trata de una decisión casi inevitable. Sobre todo si, como relata su biógrafo Pablo Antonio de Tarsia, Quevedo se vio obligado a salir de España por haber matado de una estocada a un hombre que abofeteó en público a una dama en la iglesia madrileña de San Martín. Sin embargo, hay versiones que consideran que el conde de Gondomar utilizó esa muerte como pretexto para excusar el súbito traslado del escritor a Italia, y dar apariencia de huida a lo que en realidad era el inicio de una carrera en el espionaje.
El laberinto italiano
Los acontecimientos políticos se sucedían en Italia a gran velocidad. La península mediterránea, fragmentada en multitud de estados en permanente conflicto, era un rompecabezas en el que España se jugaba mucho. El dominio sobre Italia –asentado en Milán, Cerdeña, Nápoles y Sicilia– era una pieza fundamental de la política exterior española en Europa. Desde Milán, en el norte, se abastecía la guerra de Flandes y se mantenían abiertos los pasos alpinos que conducían al centro del continente. Desde Nápoles y Sicilia se controlaba el Mediterráneo y se hacía frente a la amenaza turca.
Pero los intereses hispanos en Italia chocaban con los de Francia, Venecia, Saboya y el Vaticano, lo que aseguraba el constante enfrentamiento. Sin Italia, España perdía el anclaje de su poder en Europa y sus propias costas quedaban indefensas ante los ataques de corsarios otomanos. Quevedo llegó a Palermo para actuar como agente y hombre de confianza del duque, con quien mantuvo una relación de confianza estrecha, producto de muchos años de amistad.
El escritor demostró formidables dotes para imponerse en los vericuetos del laberinto italiano, y captó perfectamente los objetivos del duque para intentar mantener la hegemonía española en ese tablero político-militar. El tiempo corría ya en contra de España y había que apostar fuerte, pero la política exterior de Madrid no tenía rumbo fijo.
Por un lado estaban quienes, como el propio rey y su valido, consideraban llegado el momento de atemperar el esfuerzo bélico del siglo anterior, bajar la guardia y adoptar una línea moderada, más en consonancia con las mermadas arcas de la Corona.
Por otro lado estaban los “halcones”, altos funcionarios diplomáticos y militares en el exterior y buenos conocedores de los entresijos de la política europea, que rechazaban la táctica apaciguadora por considerarla ilusoria. Para ellos, España debía dar señales claras de fortaleza si quería continuar como potencia europea frente a sus tradicionales adversarios: Francia, Inglaterra, los protestantes alemanes y holandeses, Saboya, Venecia y, por supuesto, el poder otomano.
Quevedo participó de forma destacada en este gran juego y no dudó en comprometerse a fondo en los proyectos de su amigo y protector, el duque de Osuna, destacado representante del sector “duro” en el exterior. La estrategia de Osuna, apoyada por el gobernador militar de Milán y por otros altos personajes, como los embajadores en Venecia y Viena, era superar con resolución cualquier amenaza que pusiera en peligro la hegemonía española en Italia. Y eso pasaba por mantener a raya el antagonismo del duque de Saboya, frenar la vieja ambición francesa sobre el Milanesado y combatir a Venecia, que financiaba la mayor parte de las alianzas hostiles.
La apuesta de Osuna –costeada principalmente con su propio dinero– estuvo a punto de triunfar, pero fracasó, tanto por la falta de respaldo de Madrid como por la eficiente y tortuosa acción diplomática veneciana.
La escuadra del duque
Para hacer frente a la potencia marítima de Venecia era necesaria una escuadra, y el duque disponía de ella. Creada y sufragada por él mismo, esa flota se dedicaba al corso y a la protección de las costas del sur de Italia. Pero Osuna fue más lejos y la introdujo en el Adriático, al que los venecianos consideraban un “mare nostrum” por derecho indiscutible.
A pesar de la amenaza turca, y de que los Habsburgo dominaban la actual costa de Croacia –infestada también de corsarios uscoques, aliados de Viena–, los barcos que navegaban por el golfo véneto debían pagar tributos a Venecia, y no podían en ningún caso ir armados. De hecho, Venecia ejercía de señor y policía del Adriático, abordando cualquier barco que le pareciera sospechoso. La presencia de la armada de Osuna, que taponaba la salida del Adriático, provocó un gran trastorno en Venecia, donde se daba por seguro el ataque a la ciudad.
Los proyectos de Osuna para reasentar el poder hispano en Italia, plenamente compartidos por Quevedo, otorgan a este una labor esencial en el esfuerzo bélico del virrey. “Quevedo formaba parte –dice el biógrafo Pablo Jauralde– de la camarilla privada del duque de Osuna, sin ningún tipo de nombramiento oficial [...]. Pero su papel real va mucho más lejos. [...] El escritor resulta ser la persona de mayor confianza del duque y a quien se le encomiendan las tareas más delicadas, aquellas que el virrey no puede realizar personalmente, pero que exigen un conocimiento profundo y detallado del virreinato”.
Mientras Osuna continuaba su escalada ofensiva contra los venecianos, el rey guardaba silencio
Por mediación de importantes figuras, Quevedo obtuvo una audiencia secreta con Felipe III en El Escorial de más de dos horas. Aunque no hay relación alguna acerca de lo que discutieron, no resulta difícil suponer que el escritor debió de defender ante el monarca los planes del duque contra Venecia y la necesidad de mantener desde Milán la presión militar sobre Saboya. Mientras tanto, la armada de Osuna continuó su escalada ofensiva contra los venecianos y logró una gran victoria naval, pero Madrid no suscribió la política agresiva del virrey, aunque el soberano guardaba silencio.
Conjura en Venecia
Sabedor de que Venecia está construyendo más galeones en Holanda e Inglaterra, el duque de Osuna busca el momento de asestar un golpe definitivo a la pequeña república. Su empeño recibe un duro revés cuando el gobierno español le ordena que saque sus barcos del Adriático a toda prisa y facilite la paz con Saboya y Venecia. El duque da largas al cumplimiento de la orden, y en ese momento tiene lugar lo que se conoce como la conjuración de Venecia, en la cual Quevedo tuvo un papel protagonista. El fracaso de la conjura supuso el principio del fin de la carrera política de Osuna, que en su caída arrastrará también a Quevedo.
La conspiración, secundada por espías del embajador en Venecia y por algunos nobles locales, trataba de promover un golpe de Estado contra el gobierno de la república italiana, contando con la escuadra de Osuna y con un contingente armado que debía desembarcar en las inmediaciones de la ciudad. La acción del contraespionaje veneciano hizo naufragar el intento. Muchos de los conjurados fueron asesinados en sus propias casas, colgados en las calles o linchados. Los canales se llenaron de cadáveres, y una multitud furiosa y vociferante intentó asaltar la casa del embajador español.
Cárcel y desengaño
Quevedo, que había entrado clandestinamente en la ciudad varios días antes, se salvó por muy poco. El servicio secreto veneciano desató una cacería contra el principal agente del duque, y grupos armados peinaron la ciudad en su busca, pero no dieron con él. La leyenda afirma que escapó disfrazado de mendigo, gracias a hablar el dialecto veneciano con los mismos esbirros que le perseguían para matarle. Dos compañeros del escritor que iban con él fueron apresados y ejecutados.
Sin ser sometido a juicio, Quevedo pasaría preso en León cuatro años que quebraron su salud
Los venecianos quedaron tan frustrados por la fuga de Quevedo que quemaron públicamente su imagen, junto a la de Osuna, en la plaza de San Marcos. Las protestas diplomáticas de la Serenísima en Madrid consiguieron alejar al embajador español de Venecia, y poco después los venecianos propalaron el rumor de que el duque de Osuna pretendía rebelarse contra la Corona española y proclamarse rey de Nápoles. Esto, unido a las quejas de un sector de la nobleza napolitana perjudicada por sus medidas de gobierno, le provocó la ruina.
Sus enemigos en la corte no cejaron hasta verle depuesto, y tuvo que regresar a Madrid para dar explicaciones de su supuesta traición. Detenido poco después de la subida al trono de Felipe IV, Osuna fue encarcelado en una quinta cercana a Vallecas.
Quevedo, entre tanto, se vio obligado a rendir cuentas al Consejo de Estado. Mantuvo intacta su fidelidad al duque incluso en los peores momentos, y negó (¿qué otra cosa podía hacer?) que el virrey estuviera involucrado en la conjura veneciana, aunque defendió hasta el final la actuación de Osuna contra Venecia y Saboya. En esa defensa se comprometió a fondo y se perdió a sí mismo.
Desengañado de la política y apesadumbrado por la declinación del poder hispano, reanudó en España sus tareas literarias, pero sus poderosos enemigos en la corte no le perdonaron. Tras una breve estancia en la prisión de Uclés, se retiró a su señorío de Torre de Juan Abad, en Ciudad Real, donde continuó escribiendo.
El ascenso al poder del conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, precipitó la caída de Osuna, y Quevedo hubo de declarar en el proceso abierto contra el duque. Aunque resultó absuelto, fue desterrado por real decreto a Torre de Juan Abad. Poco después se le permitió regresar a Madrid, donde reanudó sus relaciones con el mundo de las letras y donde tuvo que encajar numerosos ataques personales. Osuna moriría en su encierro muy pronto.
Quince años más tarde, tras un desafortunado casamiento con una dama de la que se separa, Quevedo es detenido por turbias razones de Estado no aclaradas. Sin ser sometido a juicio, pasaría preso en la cárcel de San Marcos de León cuatro años (dos de ellos totalmente incomunicado), hasta la caída de su mortal enemigo, el conde-duque de Olivares. A su liberación, agotado, solitario y enfermo del pecho por su cautiverio, se retiró a Torre de Juan Abad, pero pronto su estado empeoró y tuvo que trasladarse a Villanueva de los Infantes. Moriría en menos de un año.
Este artículo se publicó en el número 451 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.