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El conde de Lemos: el mecenas del Siglo de Oro

Sin su protección, tal vez no habrían prosperado algunos trabajos de Cervantes, Góngora o Lope de Vega. El conde de Lemos está detrás de una nutrida nómina de artistas del siglo XVII español

Pedro Fernández de Castro, VII conde de Lemos.

Conde de Lemos 2

En el prólogo de su última obra, Los trabajos de Persiles y Segismunda, Miguel de Cervantes expresaba su gratitud hacia un conocido noble de su tiempo que le había protegido: “Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir. Y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuestra Excelencia, bueno en España, que me volviera a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos y, por lo menos, sepa Vuestra Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención”.

Aquel noble a quien Cervantes elogiaba en el colofón de su vida, sin nada ya que ganar o que perder, era don Pedro Fernández de Castro, VII conde de Lemos y benefactor suyo, así como de otras plumas del Siglo de Oro, época por la que transitó como uno de los más importantes mecenas.

Pedro Fernández de Castro fue el primogénito de Fernando Ruiz de Castro y Catalina de Zúñiga y Sandoval, que era hermana del duque de Lerma, el valido del rey. Don Pedro fue, por tanto, sobrino y protegido del duque, y desde noviembre de 1598 también su yerno, al casarse con la hija de este, su prima hermana Catalina de la Cerda y Sandoval.

Gracias a la mediación de su tío, Pedro pudo establecerse en la corte y hacerse un hueco en la vida palaciega, de la que fue un gran animador debido a su labor de mecenas y patrocinador de funciones artísticas.

En el siglo XVII, la nobleza iba tomando conciencia del valor de la cultura a la hora de dotar de renombre e influencia a su linaje.

En 1599, la corte al completo se trasladó a Valencia para recibir a doña Margarita de Austria, esposa de Felipe III, y Pedro tuvo ocasión de comprobar la importancia de la ostentación y la espectacularidad en la vida política.

Los festejos se sucedieron durante meses, congregando a un gran número de artistas que quisieron conmemorar la ocasión con sus mejores versos, pinturas y comedias. Los nobles competían por sufragar los más vistosos espectáculos: torneos, bailes, banquetes, dramatizaciones teatrales, batallas navales...

Muchas familias invertían sumas extraordinarias en aquellas fiestas sin obtener compensación, pero Pedro, que participaba de la mano de su influyente tío, iba a recibir los frutos de aquel teatro cortesano en forma de los cargos y prebendas que se sucedieron a lo largo de su vida: presidente del Consejo de Indias, virrey de Nápoles y presidente del Consejo de Italia.

Retrato ecuestre del duque de Lerma, obra de Rubens, 1603.

TERCEROS

Mecenas y virrey

Si el siglo XVI se caracterizó por una relación discontinua entre artistas y patronos, el siglo XVII albergaría relaciones mucho más estables, dado que la nobleza iba tomando conciencia del valor de la cultura a la hora de dotar de renombre e influencia a su linaje.

La consolidación de la monarquía y la creciente complejidad de la burocracia estatal colocaron a la nobleza en una situación de fuerte rivalidad para ganarse el favor del monarca y mejorar su estatus.

Presas de una mentalidad muy jerarquizada y elitista, el afán de distinción por encima de otras familias llevó a muchos nobles a competir también en ostentación y aficiones artísticas.

Además, no se trataba solo de acaparar las mejores obras o proteger a los mejores poetas; el sentido político del mecenazgo descubrirá también, como apunta la historiadora Isabel Enciso, “el potencial del control de la cultura”.

La gran mayoría de artistas aceptó el reconocimiento y ascenso social a cambio de estar a la sombra de un gran mecenas y colaborar en la propaganda de su figura.

Muchos artistas asumieron la función utilitaria de su trabajo, y, aunque algunos quisieron preservar su independencia a toda costa, la gran mayoría aceptó el trato: reconocimiento y ascenso social a cambio de estar a la sombra de un gran mecenas y colaborar en la propaganda de su figura.

La mayoría de los autores de prestigio del siglo XVII escribían bajo el patrocinio de nobles influyentes. Guillén de Castro tuvo como benefactor al conde de Benavente, Quevedo al duque de Osuna y Lope de Vega al duque de Sessa. Pedro Fernández de Castro patrocinó a muchos de ellos, y también a otros, como los hermanos Argensola, Luis de Góngora o Miguel de Cervantes, si bien su relación no fue la misma con todos.

Retrato de Lope de Vega.

TERCEROS

Lope de Vega, que fue su secretario personal, le tenía por poco generoso, como demuestra la carta de respuesta al duque de Sessa cuando este le envió una suma de dinero que le había ganado al conde de Lemos en un juego de naipes: “Le juro a V. E. que es el primer dinero que me ha tocado suyo desde que le conozco”.

Cervantes, en cambio, confesará su dependencia del conde en la segunda parte del Quijote: “En Nápoles tengo al grande conde de Lemos que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear”. La frase sugiere que el escritor recibía algún tipo de pensión más o menos estable.

Libreria Histórica de la Universidad de Salamanca. Foto: Wikimedia Commons / Antoine Taveneaux / CC BY-SA 3.0.

TERCEROS

El conde de Lemos era un hombre culto y con inquietudes artísticas que había tenido como preceptor en sus años iniciales de aprendizaje al poeta Juan de Arce y Solórzano. Se cree que después estudió en la Universidad de Salamanca, de la que, según uno de sus biógrafos, el marqués de Rafal, llegó a ser rector, aunque no hay evidencias de que pasara por allí.

Su inclinación hacia las letras no se reducía a su labor como mecenas; él mismo cultivó la poesía, el teatro y la crítica literaria. El marqués de Rafal cuenta cómo Quevedo le llevó una obra recién terminada, El fresno en marzo, para conocer su opinión como crítico. También como tratadista político escribió una obra reivindicativa en verso, El búho gallego, en la que reclamaba para Galicia la recuperación de su derecho histórico al voto en las Cortes de Castilla.

Se dice que su biblioteca contaba con más de dos mil volúmenes y en sus palacios había colgados cuadros de Leonardo, Rafael, Miguel Ángel, El Bosco o Durero.

Su obra no pasaría de ser anecdótica y de escaso peso en comparación con la de los artistas a los que favoreció, pero aquella pulsión artística era una parte indisociable de su personalidad y de su vida, que oscilaba entre la responsabilidad política y el diletantismo.

Se dice que su biblioteca contaba con más de dos mil volúmenes, una cantidad extraordinaria para la época, y en sus palacios había colgados cuadros de Leonardo, Rafael, Miguel Ángel, El Bosco o Durero.

Además, se interesó por la obra de Rubens y Caravaggio, pintores a los que trató y protegió. También al célebre astrónomo Galileo Galilei, por el que intercedió en la corte y a quien quiso traer a España.

Galileo ante la Inquisición, obra de Cristiano Banti, 1857.

TERCEROS

Durante su etapa como virrey de Nápoles, propició las funciones musicales en las iglesias y auspició el trabajo de arquitectos y escultores traídos de todos los puntos de Italia para renovar la imagen de la ciudad, cada vez más bulliciosa y cosmopolita.

Con todo, su más célebre nómina de protegidos se cuenta entre los literatos. Quevedo le dedicó el primero de sus Sueños, Góngora fue su huésped en Monforte y con Lope de Vega y Cervantes mantuvo una relación duradera, al igual que con los hermanos Argensola, sobre los que recayó la responsabilidad de seleccionar la comitiva que habría de acompañar al conde cuando fue designado virrey de Nápoles.

Muchas grandes plumas codiciaban un puesto en su corte, entre ellos, Góngora y Cervantes, pero los Argensola, quizá para no ser eclipsados por superiores ingenios, vetaron a muchos de ellos.

Al final, la comitiva se cerró con hombres como el prosista Diego Duque de Estrada, el escritor y diplomático Diego de Saavedra Fajardo y hasta su viejo preceptor gallego, Juan de Arce y Solórzano. Hombres de variadas dotes, pero de méritos inferiores a los de Cervantes, Góngora o Quevedo, que quedaron en tierra.

Retrato de Miguel de Cervantes.

TERCEROS

En Nápoles, Pedro demostraría su diligencia en los asuntos administrativos, al sanear una plaza arruinada y caótica. “Temo que este reino se me muera en las manos”, llegó a decir el conde al poco de llegar. Con 10,2 millones de ducados de deuda pública, unos intereses anuales de 800.000 y un déficit en las cuentas de más de 250.000, Fernández de Castro tuvo que acometer una profunda reforma económica, acompañada de una importante reorganización administrativa.

El conde de Lemos logró reducir el déficit de Nápoles y se mostró inflexible ante la corrupción burocrática y la especulación.

Lemos rogó al rey que no gravase más a los napolitanos hasta que lograra equilibrar las cuentas, y le pidió también buena parte de la plata que llegaba de las Indias para paliar sus enormes problemas de liquidez. En apenas un año, el conde logró reducir el déficit del reino, y se mostró inflexible ante la corrupción burocrática y la especulación.

En el ámbito político, mostró su buen pulso al intervenir en cuestiones delicadas, como la guerra con el duque de Saboya por la sucesión del Monferrato o la constante amenaza de los turcos, a los que tuvo que hacer frente en varias ocasiones.

La Academia de los Ociosos

Al tiempo que se ocupaba de los asuntos políticos y administrativos, Lemos pudo desarrollar también su labor de mecenazgo en el ámbito de la cultura. Enfocó la tarea hacia una institución ya creada, la Academia de los Ociosos, de carácter humanístico y literario, que había puesto en marcha poco antes el marqués de Villa y cuyo testigo recogería enseguida el nuevo virrey.

La Academia de los Ociosos se situaba en el contexto de una práctica napolitana del siglo XVI, que había visto florecer a una élite intelectual opuesta al poder establecido y congregada en torno a academias. La de los Ociosos revitalizaba esa tradición, reconduciendo su carácter disidente bajo las directrices y la vigilancia del poder virreinal, que prohibió expresamente abordar temas que pudieran cuestionar su autoridad.

En mayo de 1611, la Academia quedaría bajo la protección del conde, convirtiéndose en uno de los centros culturales más importantes de Italia y de las letras europeas en general. Los hermanos Argensola tuvieron gran importancia en la organización de la Academia. La institución promocionaba la interacción entre el poder y la cultura, pero también entre pintores y escritores, entre militares y poetas o entre napolitanos y españoles.

La Academia, bajo la protección del conde de Lemos, se convirtió en uno de los centros culturales más importantes de Italia y de las letras europeas en general.

Para algunos, tal pretensión rozaba la pedantería y escondía cierto elitismo aristocrático, aunque en la Academia no solo se atendía al ingenio o a los ejercicios de retórica, sino que se debatían asuntos de más enjundia, como la inmortalidad del alma, la reflexión sobre la muerte o la inclinación del hombre hacia el bien o el mal.

Del buen hacer del conde de Lemos como virrey de Nápoles dio cuenta un informe solicitado por el rey, Felipe III, sobre el estado del reino una vez concluido su mandato, que se prolongó durante seis años.

Felipe III de España.

TERCEROS

El informe, con fecha del 28 de noviembre de 1616, señala que la memoria previamente presentada por Fernández de Castro era “certísima”, y que “Vuestra Majestad debe al celo y diligencia del Conde de Lemos la restauración de aquel patrimonio que estaba tan perdido y arruinado”. A vuelta de correo, el monarca escribió de su puño y letra en el informe un sencillo pareado de agradecimiento: “Esto viene bien con lo que está tan conocido / en el celo que el conde tiene a mi servicio”.

De la corte al exilio

De vuelta en España, el conde fue premiado por sus buenos servicios en Nápoles con la presidencia del Consejo de Italia. Lemos contaba entonces con el favor del rey, y en un primer momento regresó a sus conocidas tertulias y a su actividad cultural y cortesana con el mismo vigor de siempre.

Sin embargo, la corte estaba cambiando. El duque de Lerma, que había hecho y deshecho a su antojo durante años, empezaba a perder ascendencia ante el monarca, y las intrigas y luchas subterráneas dominaban la vida palaciega.

Frente al duque se alzaron dos de sus más fieles adeptos: Luis Aliaga, confesor del rey por la mediación de Lerma, y el propio hijo de este último, el duque de Uceda, cansado ya del derroche y las extravagancias de su padre.

A medida que triunfaba la conspiración, Pedro, cuyo nombre estaba forzosamente ligado al de su tío, se sentía más vulnerable. Tras el valido, su cabeza podía ser la siguiente. El conde decidió dar un paso al costado y retirarse a sus tierras de Monforte, donde viviría apartado casi hasta el final de sus días.

En la conjura contra el duque de Lerma había participado el joven Gaspar de Guzmán, que por entonces no era más que conde de Olivares.

La intuición de Lemos fue acertada, y poco después de su marcha caía el duque de Lerma presa de la llamada “revolución de las llaves”, que le despojó de su privanza. Junto al duque de Uceda y Aliaga había participado en la conjura un joven cuya poderosa sombra empezaba ya a atisbarse. Se llamaba Gaspar de Guzmán, y por entonces no era más que conde de Olivares.

El conde-duque de Olivares, por Velázquez, 1638.

TERCEROS

Mientras tanto, el conde de Lemos seguía ajeno a la vida palaciega, dedicado al gobierno y administración de sus estados en Monforte. Allí, su presencia se dejó notar tanto por su labor de mecenazgo como por la organización de fiestas y banquetes, como el que tuvo lugar en 1620 con motivo de la festividad de Nuestra Señora del Rosario.

Pedro hizo un llamamiento general a un gran número de nobles de Galicia, Castilla y Portugal, e incluso recuperó sus viejos contactos, solicitando de Lope de Vega una comedia para estrenar durante los festejos, encargo que el envejecido escritor cumplió “lo mejor que me han permitido mis ojos enfermos y mi corto ingenio”.

En agosto de 1622, Pedro recibía una carta que le alertaba sobre la gravedad de su madre, Catalina Zúñiga de Sandoval. El conde solicitó al rey su regreso a Madrid y emprendió el camino con ánimo de recibir su perdón e instalarse de nuevo en la corte, quizá incluso de recuperar su antiguo cargo en el Consejo de Italia.

La salud del conde de Lemos se resintió por el calor y la sequedad del largo trayecto hasta Madrid para visitar a su madre enferma.

Al llegar a Madrid, fatigado por el viaje, quiso presentar primero sus respetos a Felipe III, que advirtió, según el cronista fray Malaquías, su mal aspecto: “Paréceme que venís enfermo, conde, dijo el Rey. Sí, señor, y por eso no he venido antes a besar a Vuestra Majestad la mano. Pésame de vuestra indisposición –diría el monarca–, y la de vuestra madre ya no es de peligro”.

En efecto, la gravedad de doña Catalina había remitido, pero en cambio la salud del conde se resintió por el calor y la sequedad del largo trayecto. Tras cuarenta días de padecimiento, Pedro Fernández de Castro fallecía el 19 de octubre.

De su muerte –le escribió Lope de Vega al duque de Sessa– “mucho hay que hablar y no es para papel”. Como su antiguo secretario, muchos pensaron que aquella súbita muerte respondía a una venganza pendiente, según se dijo, por envenenamiento, pero, lo hubiera o no, su tiempo en la corte ya había pasado, y nadie se preocupó de investigarlo.

Este artículo se publicó en el número 571 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.