Santa María del Mar: la historia de cómo se construyó la basílica
Edad Media
El ‘best seller’ de Ildefonso Falcones catapultó la leyenda de Santa María del Mar, pero la basílica fue mítica desde el primer momento
Sus venerables piedras han sido testigos de guerras y alzamientos, sufrieron la ira de los incontrolados, se vistieron de gala para recibir visitas reales y vieron crecer a personajes tan míticos como Agustina Zaragoza, “Agustina de Aragón”, nacida en el barcelonés barrio de La Ribera, donde el templo alza sus esbeltas torres.
La llamaron Santa María de las Arenas, se la consagró como Santa María del Mar, pero la imaginación de un novelista en 2006 consiguió que se la conozca hoy como “la catedral del mar”. Su construcción se inició en 1329, cuando Barcelona había consolidado su expansión más allá de las murallas erigidas el siglo anterior, con el propósito de cobijar y al mismo tiempo controlar los diversos núcleos de población nacidos extramuros.
El nuevo baluarte dibujaba un perímetro de unos cinco kilómetros. Discurría por las actuales Ramblas y seguía por la ronda de San Pedro y el paseo de Lluís Companys hasta alcanzar el monasterio de Santa Clara, donde hoy se levanta el parque de la Ciudadela. Entonces se abría al Mediterráneo en la zona llamada Vilanova del Mar, arrabal donde se conjugaron la ilusión de unos y los intereses de otros para ampliar la pequeña capilla de Santa María de las Arenas, como se la conocía popularmente, posiblemente por hallarse en los terrenos que había ocupado el anfiteatro de la Barcino romana.
Una ciudad en expansión
La vieja ermita de Santa María de las Arenas, de orígenes paleocristianos, donde la tradición aseguraba que estaba enterrada la mártir santa Eulalia, había sido renovada con factura románica, pero no tardó en quedarse pequeña para el ya entonces populoso distrito. Vilanova del Mar había cambiado la agricultura y la pesca por una industria artesana relacionada con el comercio marítimo.
Desde fines del siglo XIII, sus calles estaban pobladas de establecimientos relacionados con mercancías procedentes de todos los rincones del Mediterráneo, útiles de pesca, construcción de naves..., además de diversos talleres artesanos. Al mismo tiempo, los prohombres de la ciudad construían sus palacios en la principal calle del distrito, la de Montcada, y unos y otros hacían de Vilanova del Mar, el actual barrio de La Ribera, el motor económico de la urbe.
Barcelona crecía sin parar, y proliferaban los edificios que seguían los cánones del flamante arte gótico
No era el único distrito en desarrollo. Barcelona crecía sin parar, su población había superado los 40.000 habitantes y su pujanza se veía reflejada en la proliferación de edificios que seguían los cánones del flamante arte gótico. Con sus criterios se amplió el Palacio Real con el salón del Tinell y la capilla real de Santa Ágata, se inició la construcción de una nueva catedral sobre la anterior edificación románica y en su entorno se levantaron una serie de dependencias eclesiásticas como la Pía Almoina.
Tampoco el poder administrativo, concentrado donde antaño se hallaba el foro romano, fue ajeno al nuevo estilo. Así, la actual plaza de Sant Jaume vio erigirse el palacio de la Generalitat y la casa de la Bailía General. Paralelamente, antiguas ermitas como la de San Celonio, actualmente dedicada a los santos Justo y Pastor, se reformaban al compás del Gótico, y la corte se convirtió en un importante foco de cultura gracias a la presencia de artistas, poetas y pensadores, como el cronista Ramon Muntaner o el pintor Jaume Serra.
Piedra a piedra
El aumento de la población del barrio, junto con el deseo de un grupo de menestrales, mercaderes y armadores de disponer de un templo propio, de grandes dimensiones y, a diferencia de la catedral, no vinculado a los estratos nobiliarios y cortesanos, fue la semilla que fructificó en la ampliación de la humilde ermita de las Arenas.
La propuesta no solo encontró eco en las autoridades eclesiásticas, que de inmediato apoyaron la iniciativa, sino también en las grandes familias de la zona, que no dudaron en asumir la financiación. Pedro III de Aragón, por su parte, concedió el permiso necesario para derruir diversas edificaciones del entorno y reaprovechar sus componentes en la basílica.
También dio autorización para extraer piedra de las canteras de Montjuïc, tanto de la Foixarda como de la Roca, esta última de uso exclusivo para la Corona. Pero el trabajo fundamental recayó en quienes asumieron la mano de obra: pescadores, artesanos y vecinos de la zona que, ayudados por los bastaixos, los estibadores, trasladaron, primero en barcas y luego a hombros, las enormes piedras extraídas de Montjuïc.
El proyecto se encargó a Berenguer de Montagut y Ramon Despuig, aunque se cree que lo remató Guillem Metge, discípulo de este último. El primero ya había sido responsable del diseño de dos grandes edificaciones góticas, la seo de Manresa y la catedral de Palma de Mallorca, mientras que el segundo tenía en su haber el claustro de la catedral de Vic.
La primera piedra del nuevo templo se puso el 25 de marzo de 1329. Desde ese momento quedó establecido que el templo iba a pertenecer, exclusivamente, a los feligreses de Vilanova del Mar, puesto que ellos iban a sufragarlo, bien con su dinero, bien con su trabajo.
Un 'impasse' obligado
La construcción comenzó por el ábside, siguió por la girola y concluyó con la bóveda que cerraba el presbiterio. Los trabajos solo se interrumpieron en 1348, cuando Barcelona sufrió uno de los momentos más tristes de su historia, que tuvo su epicentro en Vilanova del Mar. A finales de abril atracó en el puerto un barco procedente de Génova, y con él el azote de la peste negra. La mayor parte de su tripulación ya estaba enferma y no tardó en contagiar a los estibadores, quienes, a su vez, llevaron la pandemia al resto de barceloneses.
Solo cuando el peligro se dio por conjurado se reanudaron las obras, hasta darla por terminada en 1389
La mortandad fue tan alta que hubieron de abrirse fosas comunes –como la descubierta en la iglesia de los santos Justo y Pastor–, puesto que se saturaron los cementerios. Santa María del Mar cobró un protagonismo absoluto cuando se convirtió en destino de la gran procesión que, desde la catedral, organizaron las autoridades eclesiásticas con el fin de pedir a la Providencia el remedio que la ciencia parecía negar a una ciudad ya diezmada por la peste. Solo cuando el peligro se dio por conjurado se reanudaron las obras, hasta darla por terminada en 1389, si bien fue consagrada antes por el obispo de Barcelona, el 15 de agosto de 1384.
La historia de la basílica se vio marcada tanto por luces como por sombras. Las visitas reales menudearon: Alfonso el Magnánimo en 1423, Juan II de Aragón en 1458, Carlos V junto con la emperatriz Isabel en 1534...
Es más, en enero de 1464 fue testigo de la entrada solemne en Barcelona del condestable Pedro de Portugal, efímero rey de Aragón y conde de Barcelona, durante la guerra civil catalana (1462-72), quien, a su muerte en 1466, fue sepultado bajo el altar mayor. Para entonces, Santa María del Mar ya había vestido sus naves con los crespones del luto. La primera vez, tras el terremoto que asoló Cataluña el 2 de febrero de 1428.
El seísmo costó la vida a una treintena de feligreses que asistían a la misa matinal y que, al huir despavoridos, perecieron por desplomarse sobre ellos el descomunal rosetón que adornaba la fachada. Muchos de ellos fueron sepultados en su cementerio, el actual Fossar de les Moreres, donde también se acogerían los restos de muchos de los caídos en el sitio de Barcelona de 1714.
El templo sufrió el impacto de las bombas francesas en 1691 y 1697, en la guerra de los Nueve Años, que enfrentó a la Francia de Luis XIV con la Liga de Augsburgo, de la que España formaba parte. Dos siglos después, el 7 de junio de 1896, la procesión de Corpus que acababa de salir de Santa María del Mar sufrió el estallido de una bomba lanzada a su paso por el anarquista Tomás Ascheri, que causó una docena de víctimas mortales. El pintor Ramon Casas captó los momentos previos en su óleo Salida de la procesión de Corpus de la iglesia de Santa María.
Una boda real
En los albores del siglo XVIII, durante la guerra de Sucesión a la Corona de España, que enfrentó a los partidarios del futuro Felipe V con el pretendiente Carlos de Habsburgo, Santa María del Mar cobró un protagonismo absoluto. No solo fue visitada por ambos contendientes, sino que, durante su permanencia en la ciudad condal, Carlos de Habsburgo asistía regularmente a los oficios litúrgicos. Ocupaba la llamada tribuna real (construida en 1634 y hoy desaparecida), que permitía el acceso directo desde el palacio a la basílica.
Es más, el templo fue escenario del tedeum que celebró sus esponsales con Isabel Cristina de Brunswick. La boda se había celebrado en Viena por poderes a comienzos del verano de 1708. En julio del mismo año, Isabel Cristina llegó a la costa catalana y desembarcó en Mataró, donde fue recibida por su esposo. El 1 de agosto, la pareja real hizo su entrada solemne en Barcelona y se dirigió directamente a Santa María del Mar, donde se celebró el oficio religioso.
La destrucción del patrimonio
Por entonces, el templo albergaba entre sus esbeltos pilares góticos algunos tesoros barrocos en forma de retablos, imágenes talladas o pinturas. La mayoría se perdieron siglos después, en el transcurso de la Guerra Civil española. El 20 de julio de 1936, un grupo de incontrolados incendió la iglesia, que ardió durante once días, destrozó las losas funerarias, profanó los sepulcros y arrasó con las imágenes y los objetos litúrgicos.
El incendio destruyó por completo el altar mayor, el coro, la tribuna real y el órgano, así como los altares de las capillas laterales. Las claves de bóveda, en su mayoría policromas, sufrieron daños irreparables. El deterioro general del edificio fue de tal magnitud que el entonces presidente de la Generalitat, Lluís Companys, recabó la colaboración del escultor Frederic Marès y del arquitecto Jeroni Martorell, director del Servicio de Conservación de Monumentos, para estudiar las posibilidades de restauración del templo.
Dos rotundos contrafuertes se yerguen en torno a un bellísimo rosetón de estilo gótico flamígero del siglo XV
El proyecto definitivo se aprobó el 19 de septiembre de 1938, pero en la práctica no pasó de ser una mera labor de desescombro, debido a los avatares de la contienda. No fue hasta mediados de los años sesenta del siglo XX cuando se iniciaron las obras de restauración, continuadas en 1985. No obstante, solo en 2013 la basílica recobró su total esplendor, al concluirse la compleja labor de embellecimiento y acondicionamiento tanto del interior como del exterior, iniciada en 2006.
Allí donde reina la luz
La luz es, sin duda, la gran protagonista del interior de Santa María del Mar. Se filtra por sus magníficos vitrales y, serpenteando entre sus airosas columnas, crea una sensación de ligereza y amplitud insospechada tras su fachada robusta y compacta, donde reina la horizontalidad y escasean las aberturas. La fachada principal está enmarcada por dos torres octogonales. A derecha y a izquierda, dos rotundos contrafuertes se yerguen en torno a un bellísimo rosetón de estilo gótico flamígero del siglo XV y avisan de la amplitud del interior.
Las paredes laterales, por su parte, son austeras y carecen de cualquier decoración que no sea la correspondiente a dos grandes puertas: una que comunica con la calle de Sombrerers y otra que se abre frente al Fossar de les Moreres. Ambas son de origen, mientras que posteriormente se abrió una tercera al paseo del Born. El interior es una muestra perfecta del Gótico catalán, en el que se mezclan la amplitud de los interiores y la austeridad decorativa.
Tres naves de gran altura, con deambulatorio y sin crucero, separadas por dieciséis esbeltas columnas octogonales, conceden una poderosa verticalidad al conjunto y proporcionan al espectador una enorme sensación de ligereza. La armonía reina en el edificio gracias a que las dos naves laterales se elevan a la mitad de altura de la central, mientras que la anchura total del conjunto coincide con las dimensiones de altura de las naves laterales.
El presbiterio conforma un polígono heptagonal y se cubre con una elegante bóveda de crucería en la que resaltan las llaves de bóveda, en su mayoría policromadas a finales del pasado siglo con el propósito de devolverles su aspecto original. De hecho, pese a la existencia de tres naves, la sensación que percibe el visitante es la misma que si se tratara de un espacio diáfano.
A ello contribuyen también las espléndidas vidrieras, en su mayoría restauradas, dado que muchas de las originales no soportaron el calor del incendio de 1936. Dos pequeñas figuras de hierro forjado, dos bastaixos, piedra al hombro, decoran la añeja madera de la puerta principal. Ellos homenajean a quienes, siete siglos antes, supieron levantar con entrega y esfuerzo el que para muchos es el más hermoso de los templos góticos de Barcelona.
Este artículo se publicó en el número 603 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.