Pedro III, el dueño del Mare Nostrum
La expansión aragonesa
Pedro III de Aragón se convirtió, con solo nueve años de reinado, en Pedro el Grande. Ante la imposibilidad de ampliar sus dominios en la península ibérica, abrió la Corona a la expansión por el Mediterráneo.
Las primeras representaciones de la comedia amorosa Mucho ruido y pocas nueces, de William Shakespeare, tuvieron lugar a principios del siglo XVII. La acción se sitúa en la ciudad siciliana de Mesina, y uno de sus protagonistas es un personaje principesco llamado Don Pedro. En realidad, el autor inglés hacía una reverencia histórica a uno de los reyes europeos más elogiados hasta ese momento, un hombre que había vivido más de trescientos años antes. Ese noble señor no era otro que Pedro III de Aragón, llamado “el Grande”.
Las herencias dinásticas
Claramente, las circunstancias de su ascendencia contribuyeron a encumbrarle. Su padre fue Jaime I el Conquistador, y bajo el reinado de este la Corona aragonesa se había incrementado con nuevos territorios. Sus conquistas a los musulmanes de Mallorca y, posteriormente, Valencia supusieron dos botines de gran calado. Su energía guerrera le llevó por el sur hasta detenerse en Murcia, un territorio que ya formaba parte de la Corona de Castilla. Por ese flanco, Jaime I no podía avanzar más en su expansión. Y el afianzamiento de Francia le impedía continuar también por el norte. Cuando murió, en 1276, legó a su hijo un trono con una única dirección factible para incrementar sus territorios: el mar.
La formación de Pedro, educado en el manejo de las armas y las letras, se demostró enormemente útil, tanto en las campañas militares como en las tareas políticas.
El infante Pedro había nacido en Valencia en 1240 como primer varón del matrimonio entre Jaime I y su segunda esposa, Violante de Hungría. No era el primogénito, y solo la muerte sin descendencia de su hermanastro Alfonso en 1260 allanó su camino a la sucesión. La formación del joven Pedro, impartida en especial por algunos nobles, que lo educaron en el manejo de las armas y las letras, se demostró enormemente útil, tanto en las campañas militares de su padre como en las tareas políticas que este le encomendó. Puso en juego una conducta de arrojo ante el peligro, resistencia a los contratiempos, juicio rápido y destreza en asuntos de diplomacia. Su posterior boda con Constanza de Sicilia en 1262, que se preparó con mimo durante dos años, supuso el acercamiento de la dinastía aragonesa a los Hohenstaufen. A esta línea alemana habían pertenecido varios soberanos del Sacro Imperio Romano Germánico, primera espada de la cristiandad.
La llegada al trono
Pedro III se coronó en Zaragoza a la edad de 36 años. Se aseguraba los territorios de Aragón, Cataluña y Valencia. También por testamento paterno, su hermano menor, Jaime II, se quedaba con el reino de Mallorca, junto con algunos condados pirenaicos y otras plazas en la Occitania francesa. Una división que nunca fue del agrado de Pedro.
El nuevo monarca era un hombre experto tanto en asuntos de Estado como en temas de guerra. Con 17 años había sido nombrado Procurador General de Cataluña por Jaime I, un cargo solo por debajo del rey. Su desempeño en él y su exitosa participación en los campos de batalla le otorgaron un gran prestigio entre sus contemporáneos. Se refirieron a Pedro como un “segundo Alejandro por caballería y por conquista”, o como aquel que “verdaderamente es hombre con cumplimiento de todas las gracias”.
Alto para la época y resuelto, el rey encarnaba los ideales caballerescos de honor, justicia y heroicidad con holgura. Además de contar con numerosas amantes, cautivó por su refinada cultura trovadoresca (llegó a escribir dos sirventesos). Fue a la vez querido y temido por cercanos y no tan cercanos. En definitiva, una figura que reunía muchas de las cualidades necesarias para llevar el timón de un reino en pleno desarrollo. Se llegó a decir que era “el mejor caballero del mundo”.
Las barreras geopolíticas de sus dominios no eran la única traba a sus aspiraciones territoriales. Poseedor de una visión sobre el modo de reinar, según las fuentes, más autoritaria que la de su progenitor, tuvo también que enfrentarse a las luchas de la nobleza por acaparar poder y privilegios. Sus objetivos fueron continuar el entendimiento político que hasta ese momento se había cultivado con Castilla; atraer a su órbita el trono navarro o hacerse con él, si le era posible; buscar la unión de todos los reinos de la Corona catalano-aragonesa en su persona; y, sobre todo, potenciar su crecimiento en ultramar.
Sus objetivos fueron mantener el entendimiento con Castilla, unir bajo su mando los reinos de la Corona catalano-aragonesa y potenciar el crecimiento de ultramar.
Pero, para lograr esas metas vitales, antes debía atender con especial tacto el delicado contexto existente en sus territorios en aquellos días. Por un lado, se veía obligado a aliviar las estrecheces de las arcas reales. De hecho, pese a su fama, se decía que era “uno de los más pobres reyes del mundo, de tierras y de haber”. Con su padre habían surgido los Fueros de Aragón y de Valencia; se habían consolidado los Usatges (código feudal de legislación) en todos los condados catalanes; y se había establecido el río Cinca como frontera entre Cataluña y Aragón, cuyas Cortes respectivas conferían identidad diferenciada. Por otra parte, el tejido social era muy complejo. Además del clero, la nobleza, el campesinado y los siervos, estaba formado por colectivos con fuertes intereses de grupo, como los gremios urbanos y los súbditos de origen judío o musulmán. Esta intrincada variedad de voluntades podía llegar a dificultar posibles empresas de envergadura en el exterior.
Sin embargo, a tal horizonte de conquista sí podía optar por otros factores, como la plenitud demográfica, que le permitía exportar población a futuros territorios, o como el dinamismo que desde principios de siglo caracterizaba a la economía, gracias al área comercial y la industria textil. Si Pedro lograba poner todo ello al servicio de la Corona, la expansión se perfilaba como una prometedora empresa.
Mudéjares y nobles
Lo primero con lo que hubo de lidiar fueron los musulmanes rebeldes de Valencia, que ya se habían sublevado en tiempos de Jaime I. Les sometió de manera decisiva en el cerco del castillo de Montesa, que él mismo dirigió sin desprenderse prácticamente nunca de la armadura. Y su alabada figura caballeresca volvería a dar que hablar al enfrentarse con energía a otro problema habitual de aquellos tiempos: la nobleza.
En la revuelta liderada en Cataluña por el conde de Foix y el vizconde de Cardona se dirimieron asuntos como la confirmación de privilegios y libertades a los nobles por parte del monarca o la formulación de nuevas demandas reales (por ejemplo, la tasa del bovatge, un impuesto sobre el ganado). En 1280, en otro cerco victorioso, esta vez en la villa de Balaguer, Pedro III capturó a los líderes rebeldes y reforzó la autoridad monárquica en los asuntos del reino.
Un año antes, su díscolo hermano menor, Jaime II de Mallorca, firmaba en Perpiñán su vasallaje al rey, ratificando el control político y económico de Pedro sobre todo el mapa catalano-aragonés. Es decir, en apenas cuatro años de reinado, Pedro III había logrado atajar los problemas internos todavía vigentes a la muerte de su padre (sublevaciones de mudéjares y nobles) o generados directamente por su testamento (la división del reino entre los hermanos). Su poder se autoafirmaba ante sus súbditos. Un resultado digno de mención, aunque nuevas dificultades iban a llegar muy pronto.
La madeja siciliana
Su matrimonio con Constanza, hija de Manfredo I de Sicilia, dio a Pedro motivos para reclamar el trono de esta isla, arrebatado en 1266 a su suegro por los franceses en la batalla de Benevento con el apoyo de la Santa Sede. Durante varios años, Pedro III engarza alianzas defensivas con su hermano Jaime II y con Castilla, y casa a dos de sus hijos con vástagos de las casas reales de Portugal e Inglaterra. Su estrategia es sencilla a la par que inteligente: antes de dar el salto a Sicilia, necesita evitarse conflictos en la península y aislar, además, a sus futuros enemigos franco-papales.
Sus deseos de dar el salto a Sicilia se cumplieron gracias a su rival, Carlos de Anjou, que perdió el trono por su despotismo. Los sicilianos ofrecieron la Corona al aragonés.
Su gran rival será Carlos de Anjou, hermano del rey francés Luis IX, vencedor de Benevento y coronado en Roma rey de Sicilia. Tras hacerse también con el sur de la península italiana, planeó incluso un ataque contra la mismísima Constantinopla bizantina. Sin embargo, su gobierno despótico y arrogante, junto con una grave presión fiscal, cimentó un odio creciente contra él en el pueblo conquistado, que estalló en las denominadas Vísperas Sicilianas de 1282. En el fondo gravitaba el viejo enfrentamiento europeo por el poder imperial entre gibelinos y güelfos, es decir, entre los partidarios de la casa suaba de los Hohenstaufen y los de la bávara de los Welfen, con la que se alineaban Francia y el papado en ese momento.
En la rebelión, favorecida por el amenazado Imperio bizantino, acabaron masacrados entre 4.000 y 8.000 güelfos y franceses, según las fuentes. Pero lo más decisivo es que unos meses después se ofreció la Corona de la isla al rey Pedro, que en esos momentos guerreaba sin mucha oposición en las costas de Túnez. Ni qué decir tiene que el monarca aragonés tomó posesión de la isla y fue coronado en Palermo el mismo año de las Vísperas Sicilianas. A sus títulos anteriores de rey de Aragón y Valencia y conde de Barcelona unía, por fin, el de rey de Sicilia.
El beneficio obtenido con esa adquisición era considerable para la casa catalano-aragonesa. Tenía en sus manos algunas de las más importantes líneas de comercio del Mediterráneo y ganaba un territorio óptimo como mercado de bienes. Por último, acrecentaba su armada con la flota siciliana, al mando de uno de los mejores almirantes que han surcado jamás las aguas del Mare Nostrum: Roger de Lauria (o Llúria).
Excomuniones y galeras
La revuelta siciliana había triunfado, y no solo el odio popular a Anjou puede explicarlo. El obtuso comportamiento del papa Martín IV fue fundamental en ese éxito. Antes y después de las Vísperas, delegados sicilianos viajaron hasta Roma para, primero, pedir una rebaja en la fiscalidad y, más tarde, con la mecha ya encendida, someter la isla a la protección papal. La respuesta del pontífice fue mostrar el más absoluto desprecio. De origen galo, Martín IV debía su cargo al propio Carlos de Anjou, por lo que estaba ligado por completo a los deseos de la casa francesa.
Tras su desembarco, coronación y posterior paseo triunfal hasta Mesina, Pedro plantó sólidamente sus reales en la isla. Al papa no le quedó otra salida que excomulgar al monarca aragonés y, sobre todo, financiar las posibles incursiones de Carlos para recuperar Sicilia. La pinza antiaragonesa no ofreció los resultados esperados, y durante tres años los franceses solo cosecharon derrota tras derrota en el mar, principal escenario de la lucha, frente a la flota siciliano-catalana comandada por Lauria.
Sin las flotas de galeras, la Corona catalano-aragonesa no habría retenido Sicilia ni continuado su dominio en el Mediterráneo durante los siglos posteriores.
La superioridad de sus tácticas, tropa (con sus ballesteros y los temidos almogávares), moral y red de espías fue absoluta. Ejemplos de su letal eficiencia los encontramos en las batallas de Malta o del golfo de Nápoles. Esta afirmación naval de la causa aragonesa venía precedida de una importante medida de Pedro, la construcción de las Atarazanas Reales de Barcelona, pero el toque Lauria puso la guinda. Sin esas flotas de galeras, Aragón nunca podría haber retenido el premio siciliano, como tampoco haber continuado con su posición dominante en el Mediterráneo durante los siglos posteriores.
¿Cruzada cristiana?
Con su frente siciliano en liza, a Pedro le surgieron otras dos dificultades de índole mayor. La primera era la necesidad de conseguir dinero suficiente para sufragar los altos costes de su aventura siciliana. Y solo podía obtener esas rentas si hacía concesiones en casa. Por eso, en 1283 instauró la medida de convocar anualmente las Cortes catalanas y, sobre todo, concedió en las Cortes de Tarazona el llamado Privilegio General de Aragón. Esta “constitución impuesta”, de las más avanzadas de su época, confirmaba de forma perpetua los fueros, usos y costumbres de Aragón. Es decir, colocaba a los súbditos bajo el imperio de la ley frente al imperio del monarca. Un año después otorgó también al Consejo barcelonés el privilegio Recognoverunt proceres, que establecía mayores privilegios civiles y económicos a los más pudientes. Así pues, la autoridad obtenida unos años antes disminuía tras estas concesiones, dictadas por la urgencia de los acontecimientos.
La segunda dificultad estaba vinculada a la entrada de un nuevo personaje en escena, más peligroso que los anteriores. El mismísimo rey de Francia, Felipe III, preparaba, en connivencia con sus aliados en Italia (era sobrino de Carlos), una invasión de Cataluña. Tras la excomunión de Pedro por el papa, la empresa tomaba incluso visos de cruzada. Aquella maniobra oportunista buscaba suplantar en el trono aragonés a Pedro por un hijo de Felipe y recuperar el dominio de Sicilia. Era una verdadera prueba de fuego para la Corona de Aragón y su rey. Porque, además, para cuando comenzó la expedición francesa de conquista en 1285, la nobleza aragonesa no estaba interesada en ayudarle en la defensa catalana, su hermano Jaime II le había traicionado con los franceses (le ofrecieron ser rey de Valencia), Castilla no intervendría a su favor y la flota catalano-siciliana de Lauria seguía luchando en Sicilia. Todo en contra.
La invasión francesa
Sobre la cima de un puerto, en la divisoria de los Pirineos Orientales, acaba de pasar con mucha prisa la sagrada enseña de guerra real francesa. Al mismo tiempo, han coronado el paso unos pocos jinetes y caballeros como escolta del rey Felipe III el Atrevido, moribundo y en total retirada, hacia sus tierras francas. Atrás, una muchedumbre nerviosa de siervos, peones y soldadesca intenta hacer lo mismo. Escapar de la segura embestida de las tropas del rey Pedro III de Aragón, que, estatuario y tranquilo, contempla la escena desde un collado próximo. La cruzada antiaragonesa lanzada por el papa Martín IV ha fracasado definitivamente en el Coll de Panissars. Francia no conquistará Cataluña. Corría el mes de octubre de 1285 y, al repeler esta peligrosa invasión, la Corona de Aragón había alcanzado una mayoría de edad encarnada en la figura real de este gran e inteligente caballero.
Con la victoria de Roger de Lauria, el prestigioso mando de Pedro y la propagación de la peste en el campo cruzado, al rey Felipe no le quedó otra que efectuar la retirada.
¿Qué había sucedido? La acometida inicial francesa, formada por, según algunas fuentes, unos veinte mil hombres y en torno a ciento cincuenta galeras, tenía dos ejes de avance. El primero y principal era por tierra, y su objetivo lo constituía Barcelona. El segundo era naval, y servía de abastecimiento y logística al avance principal. La invasión comenzó con algunas dificultades en las plazas fuertes del Rosellón. Tras cruzar los Pirineos, la masa atacante se detuvo en la conquista costosa de Gerona, defendida con valor por el vizconde de Cardona. Los meses que las huestes francesas perdieron allí resultarían fatales para el eslabón débil de esta cruzada política: su flota.
A una primera derrota sufrida a manos de una armada catalana, la definitiva respondió a la llegada de Roger de Lauria, que, de noche, sorprendió con enorme éxito al enemigo en las cercanías de las islas Formigues desbaratando por completo la flota francesa. Con su experimentado concurso, el prestigioso mando de Pedro y la inesperada propagación de la peste en el campo cruzado, al rey Felipe no le quedó otra que efectuar la triste retirada por Panissars. Murió poco después en Perpiñán. Sus otros aliados de “cruzada”, Carlos de Anjou y Martín IV, ya lo habían hecho en los primeros meses de ese fatídico año.
El reposo final
Pedro surgía de aquella campaña como una poderosa figura europea, en el culmen de su gloria. Quedaban cuentas pendientes que ajustar con Mallorca y su hermano, puede que con Castilla, y más tarde con la propia Francia..., si la enfermedad no le hubiera visitado con prontitud, en noviembre. Murió grande en vida, con casi todas las metas alcanzadas, y cobró mayor grandeza en la historia posterior. Sin lugar a dudas, Aragón alcanzó con él una presencia en la escena internacional y en el Mediterráneo que continuaría con monarcas posteriores.
Este artículo se publicó en el número 531 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.