Luis XIV contra la nobleza
El monarca Luis XIV consiguió que, pese a los conflictos internos, todo el reino estuviera a su pies y Francia se convirtiera en un modelo para toda Europa.
Cuando el 14 de mayo de 1643 Luis XIV subió al trono, nada parecía presagiar que aquel niño de cuatro años iba a pasar a la historia como el gran artífice de la moderna nación francesa. Sin embargo, durante su reinado consiguió crear un entorno político, económico, estético y cultural que no solo llevó a Francia a ser la potencia hegemónica del continente, sino que hizo de su monarquía el buque insignia del absolutismo europeo.
A ello contribuyó la puesta en práctica de una inteligente política de unificación nacional y proyección internacional. Pero también la de una escenografía brillante y opulenta, que tuvo su mejor expresión en Versalles y que fue el marco idóneo para el Grand Siècle francés.
Los comienzos del Rey Sol
Luis XIV era un hombre de una personalidad poderosa y supo transmitir una impronta singular a su reinado. Amante del lujo, la etiqueta y el refinamiento, dotado de un gran carisma personal y de una sagacidad política nada desdeñable, logró tal simbiosis entre su persona y su reino que sus cualidades personales acabaron por convertirse en signo y seña de la cultura francesa. Un sello de indudable calidad que aún hoy continúa calificando todo lo que tenga origen francés.
Para el monarca, protagonista absoluto de la comedia de su tiempo, Versalles fue su mejor escenario. Lo que había sido un coto de caza en tiempos de Luis XIII se convertiría en el palacio más suntuoso de su época. En sus salones Luis XIV brilló como “el Rey Sol”, resuelto a hacer desaparecer toda nube que pudiera ensombrecer el cielo de Francia, y como el único soberano capaz de recoger el testigo del agonizante Imperio español en la carrera por la supremacía en Europa.
Para ello fue determinante la educación recibida. No hay que olvidar que el monarca creció bajo la influencia de un cardenal de origen romano, Giulio Mazarino, y de Ana de Austria, su madre, una infanta criada en la corte de Madrid. Del primero recibió el amor por la estética refinada y por el oropel. Pero también por una cierta escenografía litúrgica, que la espiritualidad barroca había desarrollado como método para conmover las conciencias, y que la política utilizaría para ensalzar la condición del monarca como administrador de un poder terrenal heredado directamente de Dios.
En este punto, allí donde confluyen religión y política, entra en escena el ascendente materno. Pese a las apariencias, no son del todo ciertos los antagonismos que han querido verse entre la corte pretendidamente austera de los Austrias españoles y la esplendorosa Versalles. Las diferencias solo se debieron a la estética de sus momentos respectivos, ya que en ambas la etiqueta era rigurosa y el ornato imprescindible.
Luis XIV estaba decidido a evitar toda disidencia que pusiera en peligro el poder de la Corona.
Y, sobre todo, las dos monarquías compartían el profundo convencimiento de ser centinelas de la fe católica. Ana de Austria, hermana del rey Felipe IV de España, fue la responsable de transmitir a la corte francesa toda la pompa y ceremonia aprendidas en la de los Austrias, una paraliturgia aplicada con el propósito de distanciar al soberano de su pueblo y sacralizarle como defensor de la verdad suprema.
Y esa misma motivación, tendente a hacer del monarca un ente todopoderoso, omnipresente e inalcanzable, no estaba demasiado alejada de la espléndida operación de imagen con la que Luis XIV procedió a la construcción de una nueva Francia.
Una nación católica
El proceso de reconversión se apoyaría en una triple base: la unificación del país mediante la unidad religiosa, la pacificación interior gracias al control de la nobleza y la conquista de la hegemonía europea tras la intervención en tres guerras. Con las dos primeras, la de Holanda y la de los Nueve Años, el país amplió su territorio y se convirtió definitivamenteen la primera potencia militar, marítima y comercial europea. La tercera, la guerra de Sucesión española, concluiría con la entronización del nieto de Luis, Felipe de Anjou, en el trono español.
Luis XIV estaba decidido a evitar toda disidencia que pusiera en peligro el poder de la Corona. Era necesario, pues, someter cualquier amago de nobleza díscola a fin de evitar episodios como el de la Fronda, el levantamiento nobiliario contra la regente Ana de Austria durante la minoría de edad del rey. También resultaba imprescindible erradicar cualquier posible oposición por parte de los hugonotes (protestantes).
Siguiendo el criterio del pensador Jean de La Bruyère, que había afirmado que el rey de Francia debía ser un hombre “francés y católico”, Luis XIV revocó en 1685 el Edicto de Nantes. Promulgado casi cien años atrás, el edicto autorizaba, aun con ciertas limitaciones, la libertad de culto. La decisión del monarca culminaba el proceso que había iniciado en 1660, cuando impuso una inflexible política de conversión de los protestantes al catolicismo.
Una de sus medidas fue la de las dragonadas, la obligatoriedad por parte de las familias protestantes de acoger a un miembro del regimiento de Dragones. Este tenía como objetivo presionarlas, muchas veces de forma expeditiva o incluso violenta, y facilitar el acceso a las mismas a los misioneros católicos que recorrían Francia de norte a sur.
No había mejor forma de controlar a la ociosa nobleza, siempre deseosa de poder, que vigilarla de cerca.
Asimismo, el soberano disolvió diversas comunidades heterodoxas, como las jansenistas, las pietistas o las cartesianas. Sin embargo, tal voluntad de catequizar Francia no fue obstáculo para que Luis, dado su convencimiento de ser el único vicario de Dios en su reino, limitara el poder del papado en su territorio. Lo hizo mediante la implantación de fuertes medidas que exigían la obediencia del clero francés a la Corona. Ampliaban los poderes del Monarca hasta tal punto que prácticamente le eximían de cualquier relación de dependencia con el papado.
Controlar a la nobleza
Conseguida la unidad religiosa, Luis XIV se aprestó a dictar las directrices necesarias para conseguir reducir el poder de la nobleza. Para ello contó con una táctica inteligente e incruenta: no había mejor forma de controlar a una ociosa aristocracia, siempre deseosa de medrar en política, que vigilarla de cerca. Para ello era necesario que la corte fuera un lugar de presencia obligada y, a ser posible, deseable para cualquier aristócrata que se preciara.
Para lograrlo contaba con un excelente instrumento: Versalles. Ubicado a las afueras de París, Versalles había sido uno de los cotos de caza preferidos de Luis XIII. Su hijo no quiso borrar esta condición –un vínculo que, de algún modo, legitimaba la dinastía– y, pese alas reformas realizadas, respetó las estancias del antaño pabellón de caza que levantara y conservara su padre. Luego, convertido en una espectacular residencia, en mayo de 1682 se trasladó allí oficialmente junto con toda la corte.
Los nobles, de nuevo o antiguo cuño, no opusieron resistencia a la hora de acompañar al soberano al más suntuoso escenario jamás conocido, y aquellos que no tenían lugar en las instalaciones palaciegas construyeron sus residencias en las inmediaciones de palacio. El monarca había conseguido su objetivo. Los nobles iban a permanecer a los pies del trono la mayor parte del año.
Así, convencidos de que la única forma de obtener el favor real era manteniéndose cerca del rey, la corte contó con una serie de huéspedes fijos fieles al Monarca. Unos invitados perpetuamente distraídos, siempre divertidos, gracias a las extravagantes fiestas y representaciones teatrales con que el Soberano les entretenía.
Luis XIV repartió los cargos más importantes de la administración del reino entre plebeyos o nuevos aristócratas. La medida le aseguraba su fidelidad y le permitía apartarlos de sus puestos si no compartían u obedecían sus criterios. Eso era algo imposible de hacer con integrantes de la alta nobleza, dada su condición de miembros de un estamento privilegiado.
Muchos de estos nuevos aristócratas procedían de la burguesía, un estamento que obtuvo de la Corona toda una serie de medidas económicas que favorecieron la industria y el comercio. Al tiempo que garantizaron su despegue como clase social, estas disposiciones darían a la burguesía los medios suficientes para, al siglo siguiente, tomar las riendas sociales y culturales del país.
Así, con el Tercer Estado bien asentado y la nobleza sometida a la Corona, tanto por agradecimiento como por miedo aperder su privilegiado ritmo de vida, se conjuró cualquier posible levantamiento y se logró la pacificación interior del reino, una situación que se perpetuaría hasta el estallido de la Revolución Francesa.
Un mundo de elegancia
Monarca y cortesanos se movían en un entorno dominado por la elegancia y el refinamiento. La moda cortesana era mucho más que una frivolidad. Tenía una fuerte carga simbólica, un lengua jepropio que marcaba jerarquías. Alcanzaba un esplendor insospechado en las grandes ceremonias, en las que abundaban los materiales lujosos, bordados, encajes y pasamanería trabajada con hilos de oro y plata.
Cosmopolita y refinada, la ciudad de París cobraba una espectacular belleza cuando el rey y la corte residían en ella.
La consecuencia fue la creación de nuevos puestos de trabajo yel reconocimiento de las marchandes de mode, o creadoras de moda, como profesionales. De hecho, pueden considerárselas antecesoras de la actual y prestigiosa industria francesa de alta costura. Evidentemente, dada su posición en la cúspide de la pirámide social, el atuendo del rey era único e irrepetible. Como demuestran sus muchos retratos, Luis XIV permaneció eternamente envuelto en armiño (la piel propia de la realeza), sedas, bordados en oro y plata, joyas, chapines de seda e inmensas y rizadas pelucas que ningún cortesano podía igualar.
La vida cortesana estaba regulada, además, por una cuidada y rigurosa etiqueta. El menor movimiento del rey, fuese su despertar, su comida, sus momentos de asueto o su paseo cotidiano por los jardines, precisaba de un protocolo estricto y complejo. Este ha pasado a la posteridad como “etiqueta versallesca”, pero lo cierto es que se contemplaba por igual tanto si la corte se hallaba en Versalles como si estaba en París.
En una Francia de veinte millones de habitantes (frente a los ocho con que contaba España en aquel momento, los cinco de Inglaterra o los diez de los territorios austríacos), París, con sus cerca de 400.000 en 1670, era la ciudad europea más poblada. Cosmopolita y refinada, cobraba una espectacular belleza cuando el rey y la corte residían en ella. Especialmente L’Île de la Cité, que sumaba a la solera de sus monumentos la prestancia del Hôtel de Ville, del Palacio Real y del Parlamento de la ciudad.
Frente a la isla, en la orilla izquierda del Sena, se ubicaban las instituciones académicas encabezadas por la Sorbona, así como diversos conventos y monasterios, lo que convertía al distrito en la conciencia moral e intelectual de Francia. Mientras tanto, el Marais ganaba el favor general como barrio de moda.
La corona, evidentemente, se esforzó en concentrar la mayor parte del poder político en la capital, aun a costa de privar de sus privilegios a otras capitales de provincia, como Toulouse, Burdeos, Nantes, Lyon o Rouen. Este menoscabo, sin embargo, consiguió hacer de París una ciudad rica, hermosa y opulenta, dotada de un esplendor que no volvería a alcanzar hasta la época imperial bajo la impronta napoleónica.
El legado del Grand Siècle
El intervencionismo francés consiguió que Europa en pleno se moviera bajo la influencia francesa. Desde el reinado de Luis XIV, Francia fue el espejo en el que se miraron las cortes del continente. La cultura francesa, su gastronomía y las formas de vida de la corte gala invadieron pacíficamente el resto de las monarquías, vecinas o no, donde el francés se convirtió en la lengua de las cancillerías, las cortes y la cultura.
Poco antes de su muerte, el monarca comentó a sus allegados: “Yo me iré, pero el Estado permanecerá siempre”. No se equivocaba: la Francia que él dejó atrás era imperecedera, sobre todo porque se basaba en un concepto, la grandeur, el orgullo de ser francés, que aún sigue vigente.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 496 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .