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La peste negra: la letal epidemia que cambió Europa

Edad Media

La peste negra contribuyó a un cambio de percepción sobre la manera de vivir y morir que transformaría radicalmente al hombre medieval

Entierro de víctimas de la peste negra en Tournai (Bélgica), grabado de 1353

wikimedia

Los historiadores suelen encuadrar la Baja Edad Media (un período un tanto impreciso) entre los siglos XI y XIV para hablar de una etapa de transición entre el mundo medieval y el moderno. La Baja Edad Media sigue perteneciendo al Medievo, pero, en su evolución, los rasgos sociales y culturales medievales van perdiendo ascendencia, mientras se producen una serie de cambios estructurales que contienen los requisitos para el desarrollo de un sistema social cualitativamente nuevo: la Edad Moderna.

Estos cambios profundos se generan por la acumulación de pequeñas variaciones en todos los ámbitos de la Baja Edad Media. En la escena social y económica, el tránsito significó la aparición de una clase de empresarios (asociados en gremios) y otra de asalariados urbanos que trabajaban, ahorraban y consumían en una economía que, con muchas limitaciones, evoca a la capitalista. La inversión de fondos en distintos campos (manufacturero, comercial y agrícola) llevó a buscar personal cada vez más especializado, lo que elevó el nivel general de la instrucción. La educación se volvió más secular, y surgió un interés nuevo por la ciencia y la técnica.

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La progresiva implantación de estas mutaciones se sirvió de una serie factores que no podemos considerar desencadenantes, pero sí determinantes, puesto que actuaron como reguladores e incluso como aceleradores del cambio: la crisis social, económica y agrícola, el hambre, la guerra y, por encima de todos ellos, la peste negra.

La crisis de la Edad Media

Si la Alta Edad Media europea fue una etapa de escasez, de rigidez estructural y de supervivencia ante los enemigos exteriores, en la Baja Edad Media el hombre alza la cabeza por primera vez y otea un horizonte que por fin se lanza a explorar. A la vieja sociedad de monjes, guerreros y labriegos se une ahora el burgués, habitante de los burgos, o ciudades, que complicará con sus reivindicaciones el viejo orden feudal. El desarrollo de la agricultura lleva a una prosperidad económica insólita, que permitirá el florecimiento del arte románico y del gótico, así como el nacimiento de las universidades, y cuyo impulso a las relaciones comerciales abrirá nuevas rutas de comunicación entre los pueblos.

Entre los siglos XI y XIII, estas características dominaron el periplo de la sociedad europea. Sin embargo, con el XIV, la fórmula empezó a mostrar signos de agotamiento. El volumen de la producción agrícola, basada en el roturado y la rotación trienal, perdió equilibrio respecto al crecimiento, mucho mayor, de la población. La alternancia trienal no permitía que las tierras reposaran lo suficiente, y muchos de los suelos roturados no eran lo bastante fértiles. Una sucesión de lluvias torrenciales y malas cosechas dio lugar, entre 1315 y 1318, a hambrunas en buena parte de Europa. “Esta es la tempestad con la que abre el trágico siglo XIV”, diría el historiador francés Jacques Le Goff.

Los Buonsignori de Siena, los Scali, los Bardi o los Peruzzi de Florencia, todas grandes familias de banqueros medievales, quebraron en el siglo XIV

El mundo de las finanzas, que se había desarrollado desde finales del siglo XII de forma paralela al comercio, sufrió a principios del XIV un severo retroceso. La masa de moneda circulante empezó a quedarse pequeña para las necesidades de la economía, a las que se sumaban los préstamos a los reyes, que hacían crecer su burocracia y se embarcaban en guerras extenuantes. Los Buonsignori de Siena, los Scali, los Bardi o los Peruzzi de Florencia, todas ellas grandes familias de banqueros medievales, quebrarán al entrar en esta centuria. En el plano de la construcción, las limitaciones técnicas se hicieron patentes, y a finales del siglo XIII se derrumbará por su propio peso la catedral de Beauvais. Las catedrales de Colonia, Narbona y Siena, claros exponentes del gigantismo gótico, quedarán inacabadas por falta de fondos.

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El XIV, además, fue un siglo de guerras. La pugna territorial entre Francia e Inglaterra conocida como la guerra de los Cien Años (1337-1453) fue devastadora, pero no la única. Italia se pasó la centuria ocupada en enfrentamientos civiles, al igual que Castilla, que vivió la lucha entre hermanos de Pedro I el Cruel y Enrique de Trastámara, mientras que Alemania sufría un período de gran anarquía política. 

Rebelión de la Jacquerie

Terceros

A estos pulsos por el poder habría que añadir las numerosas revueltas sociales que tuvieron lugar, tanto campesinas como burguesas. Francia vivió la de la Jacquerie (1357), un estallido de odio de las clases humildes hacia los señores. Inglaterra vio también un levantamiento campesino en 1381, aunque el más sanguinario se desencadenó en Flandes entre 1323 y 1328. Para el historiador francés Henri Pirenne, “fue un intento de rebelión social dirigido contra la nobleza con el objeto de arrebatarle la autoridad judicial y financiera”. La atrocidad de la lucha se refinó hasta el punto de que los nobles y los ricos eran obligados a matar a sus propios padres ante una muchedumbre. “Los hombres sintieron asco de vivir”, expresaba un cronista de la época.

Con todo, las revueltas campesinas no fueron más que explosiones aisladas, locales y discontinuas, sin ninguna consecuencia a medio o largo plazo. Puede decirse que, en líneas generales, sus insurrecciones fueron más cortas, incruentas y estériles que las que protagonizaron los burgueses contra las oligarquías urbanas en las grandes villas industriales de los Países Bajos, en las ciudades alemanas a orillas del Rin o en Italia.

La peste en escena

En medio de tensiones sociales, crisis y guerras, apareció en 1347 la más letal epidemia que conocería el Medievo, la peste negra, que dejaría un rastro inaudito de muerte y miseria. “Con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres evitaban visitar y atender a los hijos como si no fuesen suyos”, describe Boccaccio en el Decamerón

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Para el anónimo autor de Viajes de Juan de Mandeville, un clásico de la literatura también escrito en aquel siglo, “parecía como si hubiese habido una batalla entre dos reyes, y el más poderoso y con mayor ejército hubiera sido derrotado y la mayoría de sus gentes asesinadas”. En torno a 48 millones de personas habrían muerto directa o indirectamente, ya fuera por contagio, por abandono –en el caso de ancianos y niños– o por falta de recursos básicos.

En torno a 48 millones de personas habrían muerto directa o indirectamente a causa de la peste negra, ya fuera por contagio, por abandono o por falta de recursos básicos?

El primer impacto de la peste fue, por tanto, demográfico. Las vidas que se llevó en solo siete años tardarían dos siglos en recuperarse, mientras que los supervivientes se reorganizarían de un modo distinto. Durante los años de epidemia, la población rural se había desplazado a las ciudades en busca de alimento y compañía, y, dado el amplio número de vacantes que dejó la peste, ya no tendría que regresar. 

El campo quedó despoblado, mientras la vida en las ciudades se revitalizaba, impulsada por la concentración de fortunas que siguió a la elevada mortandad. La vieja aristocracia rural, acostumbrada a vivir holgadamente de las rentas, se encontró con dos posibilidades: arrendar sus tierras a precios más bajos o explotarlas directamente, contratando a agricultores y pagándoles salarios cada vez más altos. El poder señorial perdía, por tanto, parte de su capacidad adquisitiva, mientras que los jornaleros, repentinamente valiosos debido a su escasez, veían aumentar su bienestar.

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El crecimiento de las fortunas urbanas lleva a muchos burgueses enriquecidos a invertir importantes sumas en el campo. La pasividad de la nobleza durante la etapa feudal había mermado mucho la productividad de la tierra, y la aparición de estos agentes supondrá una revitalización de la agricultura, al introducir nuevos métodos y perseguir objetivos de rentabilidad. Los jornaleros comprenderán enseguida que los burgueses –algunos con títulos recién adquiridos– no serán más amables ni menos exigentes que los viejos señores. Sin embargo, los criterios de racionalidad harán que el trabajo agrícola se vuelva cada vez más inteligente y sistemático, y generarán un ciclo alcista que repercutirá en todos los sectores.

Mientras el campo crece, en las ciudades se da un fenómeno parecido. Las luchas sociales permiten que la burguesía acapare mayores cotas de poder, y la acumulación de capitales abre una nueva etapa para el emprendimiento, aunque esta vez con una aproximación más lógica, casi científica, para evitar los errores del pasado. “Que antes hubiera grandes hombres de negocios no puede ponerse en duda, pero es ahora cuando –probablemente como consecuencia de las dificultades, de las complicaciones, de la debilitación de la vida comercial– empiezan a introducirse en la técnica de los negocios algunas ideas normativas: sentido laico del tiempo, sentido de la precisión y de la previsión, sentido de la seguridad”, explican los especialistas Alberto Tenenti y Ruggiero Romano.

Florencia

TERCEROS

La escasez de brazos y el ascenso de la burguesía fueron decisivos para el desarrollo de la técnica, una de las señas de identidad del Renacimiento, muy vinculado al avance paralelo de la ciencia. Las máquinas reducen la cantidad de fuerza y trabajo necesaria, y aparecen para servir a una clase determinada, la burguesía, que encuentra en ellas una respuesta concreta a sus necesidades. En el ascenso técnico impera un cambio esencial de mentalidad, puesto que el trabajo manual –las artes mecánicas– era despreciado durante la Edad Media.

Leonardo da Vinci lo reivindica cuando asegura: “A mi parecer, son vanas y llenas de errores las ciencias que no han nacido de la experiencia, madre de toda certidumbre, y que no acaban en una experiencia definida”. Ciencia y técnica van de la mano, y buena prueba de ello son los cálculos del arquitecto y escultor Filippo Brunelleschi, previos a la construcción de la cúpula de Santa Maria del Fiore, en Florencia.

En el ascenso técnico impera un cambio esencial de mentalidad, puesto que el trabajo manual era despreciado durante la Edad Media

El caso de Santa Maria del Fiore es un paradigma de la transformación que se produjo. Su construcción se venía demorando desde finales del siglo XIII. La falta de dinero y de mano de obra fue posponiendo el proyecto hasta que, finalmente, se retomó en 1417. Para su espectacular cúpula, de una envergadura nunca vista hasta entonces, superior a la del Panteón de Roma, Brunelleschi tuvo que inventar enormes mecanismos con poleas para elevar los materiales de construcción a medida que las obras tomaban altura.

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La irrupción de las máquinas redujo la necesidad de una fuerza motriz, pero también recortó sensiblemente el tiempo de construcción. La máquina no solo sustituía a la persona, sino que la mejoraba, al menos en cuanto a su ritmo de trabajo. Un concepto, el del tiempo, totalmente novedoso, asociado en la mentalidad renacentista a la brevedad de la vida que el hombre medieval experimentó a lo largo del agitado siglo XIV.

La técnica repercutió en la actividad industrial, que resurgió en los años posteriores a la peste. En los siglos XIV y XV nos dejó en Occidente inventos tan significativos como el papel, el reloj mecánico, la aplicación de la pólvora a las armas de fuego, los altos hornos, la imprenta o el sistema de biela-manivela, que tantos usos tendría, además de innumerables innovaciones en la navegación y la cartografía.

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Las grandes epidemias del siglo XIV, principalmente la peste, pero también otras de malaria, cólera, tifus o lepra, contribuyeron al desarrollo de la prevención sanitaria. Las Juntas de Sanidad establecidas en Florencia y Venecia en 1348 para paliar los innumerables problemas que generaba la peste fueron un antecedente de las magistraturas permanentes que aparecerían en el siglo XV en Milán, Florencia y Venecia, y que son propias de la burocracia administrativa de la Edad Moderna. 

Además, en el paso del siglo XIV al XV disminuyó la reverencia que se profesaba hacia el cuerpo humano, que empezó a investigarse desde un punto de vista médico. La representación plástica renacentista del hombre como un ser bello y proporcionado despertó el interés por la anatomía, y, desde esta ciencia, la curiosidad se extendió también hacia la fisiología.

La neutralidad de la muerte

En el trayecto del hombre medieval al renacentista tuvo un peso determinante la experiencia de la muerte. La llegada de la peste a Europa generó tal conmoción que cobró una decisiva importancia el arte de morir. Poco a poco, el grueso de la comunidad de fieles terminó desplazando su religiosidad a los momentos previos a la muerte y descuidó todo propósito de una vida cristiana, una corrupción de la religiosidad a la que el clero no supo poner freno. Al centrar el sentido de la existencia en el tránsito al más allá, se manifestó una agonía ante la incertidumbre de la salvación que poco tenía que ver con el trance accidental –e incluso feliz– hacia la vida eterna propuesto por la doctrina cristiana. Era una interpretación de la muerte distinta de la religiosa. En el temor ante el Juicio de Dios, afloraba el sentido de lo macabro, una reacción de repulsa ante la fealdad de la muerte y la visión del cuerpo putrefacto.

En esa línea, emerge en la iconografía una personificación de la muerte como un ser que actúa por propia iniciativa y cuyo poder se antoja irresistible. “Una mujer en negro manto envuelta / con tal furor que yo no sé si nunca / en Flegra mostrarían los gigantes”, canta el poeta Petrarca en El triunfo de la muerte, en el siglo XIV. La experiencia frecuente de la muerte como una entidad ni benigna ni maligna, sino aterradoramente neutral, transforma paulatinamente la percepción colectiva que se tiene de ella. Así, pasa de generar un horror psíquico o una repulsa física a representar una fuerza universal que se proyecta sobre todos los hombres. “La muerte es imparcial y no desempeña función ética alguna, es el símbolo de una ley que se aplica a todos los hombres sin excepción y sin motivaciones morales”, explican Romano y Tenenti.

El sentido vitalista del hombre del Renacimiento deben mucho a la experiencia de la muerte que se revela con todo su poder exterminador de la mano de la peste en la segunda mitad del siglo XIV

Será en la neutralidad de la muerte cuando el hombre tome conciencia de sí mismo en tanto hombre, y no en tanto cristiano. Aparece una dimensión individual de la existencia a través de la muerte, que es a un tiempo el destino de todos y la suerte de cada uno. Y, a partir de ese individualismo, uno siente amor por su vida, aun sabiendo que es breve. Y alberga una profunda melancolía ante el abandono de los goces terrenales. 

La danza de la muerte, una de las primeras manifestaciones corales de la nueva cultura laica, se presenta como una metáfora sarcástica de la imparcialidad de la muerte, que baila con todos los estamentos sociales, del obispo al emperador o el campesino. Pero, al mismo tiempo, aparece en ella la amargura insuperable de la aniquilación física, que da un sentido a la vida terrenal y que parece olvidarse de las promesas del paraíso. Surge un anhelo de gloria, de querer perdurar en la vida terrenal, muy característico del Renacimiento. Las tumbas se engalanan para elevar a unos muertos sobre otros en el recuerdo, y, por primera vez, el retrato adquiere tintes de género iconográfico. Los grandes hombres del Renacimiento querrán perpetuar su grandeza en un vano deseo de supervivencia humana, de inmortalidad corporal.

El sentido vitalista del hombre del Renacimiento y su individualismo deben mucho a la experiencia de la muerte, que sobrevuela todo el siglo XIV

TERCEROS

La peste contribuyó al debilitamiento del feudalismo, propició la acumulación de capitales en manos de la burguesía y proyectó sobre la sensibilidad colectiva un sentido laico de la muerte que debilitó el mito cristiano del paraíso, inclinando a los hombres hacia el bienestar y la prosperidad terrenas. El nuevo hombre que surgió de la peste exhibió, además, una capacidad de observación y una inclinación científica que le llevaron a mostrarse más cuidadoso con la prevención de epidemias, poniendo en marcha los primeros rudimentos de la epidemiología moderna. El círculo de causas y efectos provocados por la peste se cerraba entonces definitivamente.

Este artículo se publicó en el número 568 de la revista Historia y Vida. Si tienes algo que aportar, escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

Este artículo se publicó en La Vanguardia el 12 de setiembre de 2019