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Hasta la Bretaña francesa y Mont Saint-Michel en autocaravana

En primera persona

La ruta, que supone recorrer 1.100 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, permite conocer algunos de los rincones más bellos de la costa atlántica

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Camino hacia Brest

Adrián Milá

Lo que está claro es que la Covid-19 ha alterado nuestra manera de organizar los viajes este verano. La incertidumbre, las restricciones y la inseguridad no nos han dejado pensar y movernos con la suficiente libertad. A los que nos gusta viajar, hemos tenido que buscar soluciones, escapatorias de todo tipo y opciones para conocer nuevos lugares y, al mismo tiempo, hacerlo con las máximas garantías de seguridad. Por eso, en este 2020, la decisión ha sido viajar en una autocaravana a la Bretaña francesa durante dos semanas.

Y el acierto ha sido pleno. Habíamos leído muchas recomendaciones acerca de las bondades de viajar con “la casa a cuestas”: entre las más decisivas, la flexibilidad en la ruta y la protección en cuanto al contagio del virus. Y en lo que se refiere al destino, la Bretaña francesa estaba entre nuestras asignaturas pendientes desde hacía tiempo, por lo que alquilamos la autocaravana y el pasado 12 de agosto partimos rumbo norte, donde nos aguardaba la magnética silueta del Mount Saint-Michel en el horizonte.

Playa de la costa oeste de Brest

Adrián Milá

La autocaravana

Lo cierto es que no fue fácil encontrar una autocaravana libre. Por lo visto, no habíamos sido nada originales al elegir este medio de transporte para organizar nuestras vacaciones. De hecho, las reservas de alquiler han aumentado de manera significativa –un 200% en España durante el pasado mes de julio, por ejemplo– y, por lo que me dijeron, las causas básicamente fueron dos: la seguridad que proporcionan este tipo de viajes y la posibilidad de modificar el destino en caso de rebrote.

Esta ha sido nuestra primera experiencia viajando en una autocaravana y hay una serie de cosas que si las hubiéramos sabido con antelación nos hubieran ayudado a mejorar el viaje: para empezar, vale la pena dedicarle un buen rato a que te expliquen el funcionamiento del vehículo; dos, planificar rigurosamente los puntos de carga y recarga de electricidad y agua; en tercer lugar es importante vigilar la capacidad de los depósitos de aguas negras porque se vacían con mayor rapidez de lo que parece; y, por último (aunque no menos importante) respetar el medio ambiente.

La ruta

Parking de autocaravanas de la Bretaña

Adrián Milá

Después de que nos explicaran detenidamente el funcionamiento de la autocaravana, salimos pasadas las once de la mañana. Entre cargar las bicis, coger platos y cubiertos, toallas y demás, salimos de la provincia de Girona 4 horas más tarde de lo previsto. El itinerario era bien sencillo: llegar a Mont Saint-Michel y luego dar la vuelta de regreso a España. Hay la friolera de 1.100 kilómetros de distancia de ida, y otros tantos de vuelta aproximadamente. De todos modos, de camino, antes de adentrarnos en la Bretaña, nos habíamos propuesto recorrer la isla de Ré en bici.

Pasamos por Perpiñán, Toulouse y, tras varias horas al volante, llegamos a La Rochelle, donde cruzamos el puente de 3 kilómetros que nos condujo a la isla de Ré. Habíamos hecho unos 750 kilómetros en diez horas el primer día. Ya era de noche. Hay que tener en cuenta que la pernocta en Francia por libre es legal y la mayoría de pueblos y ciudades tienen un área de autocaravanas municipal, y en muchísimos casos, son gratuitas. Así, encontramos un parking para caravanas junto a una rotonda muy tranquila.

La Isla de Ré en bici

Por la mañana cogimos las bicis y nos fuimos a dar una vuelta por la parte este de la isla. Está atravesada toda ella por carriles bici. Hay que tener en cuenta que son 30 kilómetros de largo y 5 de ancho y el terreno es completamente plano. Ideal para el pedaleo. Pasamos por Ars en Ré, un pueblo muy bonito donde paramos a comer delante del puerto. Luego seguimos la ruta hasta el faro de las Ballenas (phare des Baleines, levantado en 1854), al que se puede subir por los 257 escalones circulares que alcanzan sus 57 metros de altura, uno de los faros más altos de Europa, por cierto. Continuamos por los múltiples senderitos para bicis. Hay más de 100 kilómetros y es uno de los destinos más recomendados de Francia para los aficionados al ciclismo.

Faro de las Ballenas

kateafter / Getty Images

El gran descubrimiento de estos primeros días fue un pueblo llamado Saint Martin de Ré. Precioso. Muy agradable. Tiene uno de esos paseos por el casco histórico, entre callejones y casas blancas que desembocan en un puerto, donde te sientas en una de sus terrazas y te dejas llevar por un ambiente bullicioso tomándote un helado o la típica crepe. Destacan las fortificaciones construidas por Vauban en el siglo XVII.

Vannes y el golfo de Morbihan

Después de haber llevado a cabo las tareas de desagüe y recarga de depósitos, ponemos rumbo a Vannes. Por fin la Bretaña francesa. Después de varias vueltas e intentos, acabamos consiguiendo una plaza en un parking en Arradón, un pueblo cercano a Vannes. Los nombres en la Bretaña suenan raro, supongo que por la influencia de la lengua bretona que recuerda mucho al gaélico. Aunque está llena de gente, entramos en Vannes. Entre sus murallas, merece la pena ir levantando la vista para contemplar las casas de entramado de madera, características de la arquitectura bretona.

Vannes domina el golfo de Morbihan, que es una zona de enorme valor paisajístico. Su nombre significa “pequeño mar” en bretón. Si te gusta la naturaleza, las posibilidades son inacabables allí. Se trata de dejar bien aparcada la autocaravana y lanzarse a la aventura, andando, en bici o en barca, a lo largo y ancho de los 40 kilómetros cuadrados entre Vannes y Auray al norte, y Arzon y Sarzeau al sur.

Parking de autocaravanas de Vannes

Adrián Milá

Es casi como un círculo perfecto. El GR 34, que conecta Auray con Vannes por la costa, es ideal para descubrir las playas del golfo, y explorar pueblecitos pesqueros de gran belleza como Bono, de Arradon y Conleau. Cuando cae el sol, la luz es intensa y los tonos verdes y azules se vuelven como puros. Por cierto, si te interesa la observación de aves, es posible visitar la reserva ornitológica de las marismas de Séné.

La Península de Quiberon y ‘Cote Sauvage’

Después de Vannes y el golfo de Morbihan, ponemos dirección hacia Brest. A escasa distancia -a unos 50 kilómetros- alcanzamos la península de Quiberon. Aparcamos en un lado de la carretera y comemos. Para llegar a Saint-Pierre de Quiberon hay que atravesar un puente. Es un pueblo que fue ocupado hace 70 años por los nazis cuando invadieron Bretaña y Normandía. Hoy se pueden ver restos de algunos búnkers por el camino.

Estamos en una de esas carreteras espectaculares. Son ocho kilómetros de una costa llamada salvaje (Cote Sauvage). Y nunca mejor dicho. La sucesión de acantilados escarpados, grutas imposibles, simas y las olas enfurecidas sacudiendo continuamente contra las rocas es un paisaje sensacional. Es un museo natural al aire libre. Hay que ir parando cada dos por tres para tomar fotografías. Además, en Quiberon están especializados en la pesca de la sardina, por lo que no hay que dudar en qué pedir si te sientas en una mesa de alguno de sus restaurantes (especialmente recomendable la parte este).

Brest y el Museo de las Memorias

Faro de Saint Mathieu

Adrián Milá

Ya llevamos una semana de ruta y ahora emprendemos de nuevo el camino hacia Brest, la segunda ciudad más grande de la región. Encontramos parking gratis en el puerto y damos una vuelta rápida por la ciudad hasta sus muelles. No tiene nada de especial, solo el puente de Iroise y su antiguo castillo (1.700 años de historia). Brest también es una buena base para conocer el parque natural de Armorique, pero la verdad es que no le dedicamos mucho más tiempo a Brest y su entorno y partimos de nuevo rumbo oeste hasta el faro de Saint Mathieu (1835), que se eleva 54 metros sobre las aguas atlánticas.

Justo antes de alcanzar el faro, nos llama la atención un museo de la 2ª Guerra Mundial: Musée Mémoires 39-45. Es un antiguo búnker nazi muy bien conservado y en cuyo interior se recrea cómo vivían los soldados alemanes y su comandante, quienes controlaban esa zona. Hay numerosos objetos y vestimentas de la época, tanto del ejército como de los aliados y de los habitantes franceses que colaboraban. Después de ver el museo y el faro, nos mantenemos en la carretera costera para hallar un sitio donde acampar. Encontramos un sitio espectacular delante de una playa desierta.

Costa oeste de Brest

Adrián Milá

La costa oeste de Brest

Vale mucho la pena dedicarle dos o tres días a esta parte de la costa. La paz y la tranquilidad son abrumadoras. Cuando abres la ventanilla, huele a salitre. Durante el recorrido por la D85, desde el faro de Saint Mathieu casi no nos cruzamos con nadie. Pasamos por pueblecitos entrañables como Brélès, Porspoder o Le Conquet (por cierto, desde allí se puede visitar las islas Ouessant y Molène). Todo ese paisaje es sublime. No hay absolutamente nadie en las playas. Nos detuvimos en la playa de Plouarzel para darnos un baño antes de seguir bordeando la costa hasta la pintoresca población de Kerlouan. Es una parada muy aconsejable para relajarse. Las dunas y la arquitectura de piedra negra con tejados de chamizo son una maravilla.

Ya estamos en la parte norte de la Bretaña. El siguiente pueblo es Roscoff. Aquí se vive el auténtico espíritu del Finisterre bretón. Tiene encanto. Es curioso el campanario de su iglesia y cómo decoran sus casas con cebollas rosadas. Aquí parten y atracan grandes barcos cargados de deliciosos mariscos. Todos los días a las tres de la tarde el pescadero abre su puesto en el puerto. Es un magnífico momento para catar los “frutos del mar”: las petoncles o coquille de Saint Jacques -una especie de almeja muy similar a las vieras-, o bien los cangrejos o las langostas, que están consideradas de lo mejor de esos mares. Por cierto, si tienes tiempo, desde el puerto parte un ferry hasta la isla de Batz, de la que muchos aseguran que es como una Bretaña en miniatura.

Puesta de sol en Plouarzel

Adrián Milá

Mejillones en Tréguier

Desde Roscoff a Tréguier hay unos 100 kilómetros escasos. Nos habían hablado muy bien de este típico pueblecito bretón: casas pintadas con llamativos colores, los balcones repletos de flores, su imponente catedral gótica con una sola torre -en el interior se encuentra la tumba del patrón de los bretones, Saint Yves– y el canal que desemboca en el mar (la población está ubicada en el interior). Hay que darse un paseo y dejarse llevar por sus calles.

Ahora bien, he de mencionar que, aparte de la belleza de sus calles, en Tréguier sirven unos mejillones (moules) exquisitos. Si no los has probado, te estás perdiendo un manjar. Acompañados con patatas fritas, salsas, al vapor, con nata, no importa. Son más pequeños que en España, pero las raciones son generosas y son realmente baratos (de 5 a 7 euros). La tradición es acompañarlos con un buen vino de la zona o con cerveza bretona.

Catedral gótica de Tréguier

Cécile Haupas / Getty Images/iStockphoto

Un día en Dinan

La siguiente parada fue Dinan. Imprescindible. Merece un día entero. Es una ciudad amurallada con un encanto subyugador. Solo entrar en el casco histórico, te sumerges enseguida en su ambiente medieval. Cada calle del centro lleva el nombre de un tipo de comercio: el de la Lainneire (lana), Poissonnerie (pescadería), Cordonneerie (zapatería), Merciers (mercería)... Las cuestas con el suelo adoquinado y las casas con travesaños de madera de distintos colores, coronadas con techos puntiagudos se ven a cada lado. Dinan cuenta con unas 130 casas de este estilo.

Eso sí, es aconsejable pasear por la calle Jerzual y ascender a la torre del Reloj para admirar las formidables vistas de esta ciudad y los alrededores. Sin embargo, Dinan guarda en la parte más baja una agradable sorpresa: su puerto deportivo. Desde el siglo XI el puerto sirvió para comerciar con el norte de Europa (Inglaterra y Flandes), España y las Américas. El puerto es un buen lugar para pasear por la parte inferior de la ciudad medieval saboreando una típica crepe (comida nacional bretona; hay más de 1.500 creperías en toda la región).

Casco antiguo de Dinan

LeoPatrizi / Getty Images/iStockphoto

Saint Malo y ostras en Cancale

Después de comer en el puerto de Dinan, conducimos unos 35 kilómetros hasta Saint Malo. Hay un camping 4 estrellas en los jardines del castillo Ville Huchet, actualmente abandonado. Desde allí pedaleamos hasta el centro de Saint Malo. Es uno de los puertos con más historia de Francia, desde allí los pescadores bretones zarpaban hacia Terranova o Islandia en busca del bacalao. Aunque es uno de los cascos amurallados mejor conservados del planeta, decepciona un poco porque la reconstrucción que se hizo después del bombardeo aliado de la Segunda Guerra Mundial es algo chocante. Impresiona, eso sí, cómo el nivel del agua varía hasta 13 metros entre la pleamar y la bajamar, dejando al descubierto infinitos arenales desiertos.

Más tarde, proseguimos en bici por el GR que bordea la costa hacia Cancale. Espectacular. Calas de arena blanca y desiertas se van encadenando una tras otra. Gracias a lo que te absorbe este hermoso paisaje, alcanzamos Cancale sin darnos cuenta. Ni más ni menos que 35 kilómetros pedaleando. Este puerto es conocido como el santuario de las ostras. Aunque no seas muy de ostras, su mercado, junto al faro de la Pointe des Crolles, es el lugar perfecto para degustarlas. Solo le añaden un poco de jugo de limón. Y para los sibaritas, a unos 10 kilómetros al sur de Cancale, tienes Le Coquillage, un restaurante del chef Olivier Roellinger con tres estrellas Michelin.

Despedida en Mont Saint-Michel

Mont Saint-Michel

Adrián Milá

Estamos en el tramo final de la aventura, ya pasada la Bretaña y en la región de Normandía . Es de sobra conocida la isla de Mont Saint-Michel : una de las vistas más hipnotizantes del mundo donde acuden y hacen cola un montón de turistas. Hay muchos. Pero compensa. De entrada, debes aparcar 3 kilómetros antes de llegar. Las caravanas van en el P8, el más alejado de Saint-Michel, y tardas una media hora a pie para llegar. Se ven riadas de gente por todos lados. A Saint-Michel se entra por una sola puerta de la muralla y más adelante hay una callejuela principal que empieza a subir hacia la abadía. Recorremos la ciudadela y finalmente accedemos al interior de la iglesia, cuyo coste es de 11€ por persona.

Ya de regreso a España, cuando enfilamos la carretera hacia el sur, merece la pena pasar por dos de los pueblos más bonitos de la Alta Bretaña: Fourgères y luego Vitré. Ambas poblaciones disponen de excepcionales fortificaciones. La de Fougères, construida durante los siglos XII y XV, es la más grande de Europa y la panorámica que se avista desde sus murallas es impresionante. De Vitré se suele decir que es “el rincón más bello de Francia”. En un estilo medieval impecable, destacan la iglesia Notre Dame (estilo gótico con pinceladas renacentistas) y un castillo del siglo XI. Desde allí, proseguimos hasta Nantes, donde pasamos la noche, y al día siguiente, rodamos algo más de 900 kilómetros hasta España. Es el punto final a la ruta y, lo dicho: un acierto pleno de viaje.

El alquiler ha aumentado por la seguridad que proporciona y la posibilidad de modificar el destino en caso de rebrote