El arte “degenerado” que le ganó la partida a Hitler
Tercer Reich
En julio de 1937, el régimen nazi inauguraba dos exposiciones opuestas: una ensalzando el arte “alemán” y otra denigrando el “degenerado”
Una de las características más relevantes del régimen nacionalsocialista era su obsesión por el control social. Así, amparado por las medidas de excepción promulgadas tras el incendio del Reichstag en febrero de 1933, un aluvión de decretos y normas constriñeron y normativizaron las esferas de libertad que aún quedaban en pie.
Uno de los campos afectados fue el de la creatividad cultural. Los nazis habían comprendido tiempo atrás que uno de los vehículos más eficaces para moldear ideológicamente a los alemanes era el dominio de los medios culturales, de la cinematografía a la prensa, de la música a la literatura, sin desdeñar otras facetas que, aunque más minoritarias, servirían también a sus objetivos. Era el caso de las llamadas bellas artes.
Prueba de la importancia otorgada al tema es la temprana creación del Ministerio de Ilustración Popular y Propaganda, una de cuyas metas era la de depurar y poner en cintura el abigarrado y rico universo cultural alemán heredado de la República de Weimar. A su frente se hallaba quien probablemente fue el más inteligente y capacitado de los dirigentes nacionalsocialistas: Joseph Goebbels.
La Cámara de Cultura
Entre las medidas más trascendentales del nuevo ministro se contó la creación, en septiembre de 1933, de la Cámara de Cultura del Reich (Reichskulturkammer). Este organismo pretendía integrar en su seno a las antiguas asociaciones independientes de artistas y escritores, y “velar” así por que no se transgredieran las directrices oficiales.
Muy pronto, tras pasar por el correspondiente filtro de idoneidad ideológica y racial, todos aquellos que querían trabajar con una cierta tranquilidad –músicos, actores, periodistas, pintores...– se vieron obligados a unirse a la Cámara de Cultura.
Por otro lado, más allá de ella y sus correspondientes secciones no había nada. Sin estar afiliado no se podía ni trabajar ni exponer. En algunos casos, ni siquiera comprar materiales como telas o pinturas (racionados una vez estalló la guerra), imprescindibles para la creación, aunque fuese en la esfera privada.
Las cátedras y los museos fueron expurgados de quienes no comulgaran con la doctrina de un régimen cuyo máximo dirigente se consideraba a sí mismo un artista, y cuyos gustos fijarían la forma y el contenido de los distintos campos del arte.
No pasaría mucho tiempo antes de que desaparecieran de las colecciones públicas los cuadros y esculturas de autores clasificados como “judíos y/o degenerados”. Marc Chagall, Otto Dix, Pablo Picasso, Georges Braque, Paul Gauguin y muchos otros fueron vilipendiados por Alfred Rosenberg y sus acólitos en las páginas de la revista Die Kunst im Dritten Reich (El arte en el Tercer Reich).
Esta publicación establecía unas líneas mucho más radicales que las apuntadas por el propio Goebbels, quien, a pesar de ser un profundo admirador de Emil Nolde y otros expresionistas, tuvo que claudicar, pues todo lo que olía a modernidad había sido catalogado como perverso.
En un régimen en el que el Estado, sus dirigentes y organizaciones se convirtieron en los máximos mecenas, los artistas tuvieron que plegarse a lo que aquellos deseaban. Este tipo de arte contaba, además, contra lo que suele decirse, con un amplio apoyo popular que venía de lejos.
Desde entonces, en un estilo fuertemente realista y convencional, la belleza física nórdica, una idealizada vida rural, el paisaje alemán, los personajes o acontecimientos de su historia pasada y presente y, cómo no, la guerra y el Führer se convirtieron en los motivos más demandados y representados. Era una concepción artística que tendía a fórmulas ya superadas, y que tuvo su máximo exponente en la Casa del Arte alemán (Haus der Deutschen Kunst).
El escaparate ideal
Hitler la inauguró el 18 de julio de 1937 en Múnich para albergar la primera “Gran exposición de arte alemán”(“Grosse Deutsche Kunstausstellung”), celebrada anualmente hasta 1944. Se trataba de un gran edificio de estilo neoclásico planificado por uno de los arquitectos preferidos del Führer, Paul Ludwig Troost, que al parecer había aceptado alguna de las indicaciones de Hitler en su diseño.
El edificio era soberbio, aunque pesado y repetitivo. En su enorme pórtico de más de ciento setenta y cinco metros se colocó una placa que rezaba: “El arte es una noble misión que implica fanatismo”. Prueba de su solidez constructiva es que sobrevivió a las destrucciones de la guerra y hoy sigue en uso.
Impelidos por tal escaparate, que auguraba fama y fortuna, los artistas alemanes enviaron cerca de dieciséis mil obras, de las que tan solo fueron escogidas 884 por un equipo presidido por Heinrich Hoffmann, amigo y fotógrafo personal del canciller.
Al parecer, Hitler no estuvo de acuerdo con todas. Enfurecido, hizo descolgar algunas que, según las malas lenguas, incluso pisoteó y rompió, y que fueron inmediatamente sustituidas por otras de su gusto.
Las obras representadas, dispuestas en amplias e iluminadas salas, eran en su mayoría paisajes, como los de Hans Frank; figuras campestres, como las de Julius Paul Junghanns; o composiciones históricas, como las de Ferdinand Staeger; por no hablar de las macizas esculturas de Josef Thorak.
En realidad, al margen de algún busto del Führer y de las sempiternas esvásticas, su contenido resultaba más propio de muchas exposiciones académicas de finales del siglo XIX que del segundo cuarto del siglo XX.
A Hitler le llamó especialmente la atención el tríptico Los cuatro elementos, de Adolf Ziegler, obra que compró, junto con otras, para diversos edificios oficiales. Y es que las piezas expuestas podían no solo ser admiradas, sino también adquiridas. Para facilitar su compra y extender el arte alemán, los precios se mantuvieron voluntariamente bajos.
Más de seiscientas mil personas visitaron la exposición, de la que se derivaron exhibiciones itinerantes, representativas o temáticas, por todo el Reich.
Un arte “vulgar”
Al día siguiente, en el Hofgarten Arcades, un edificio situado casi enfrente de la Casa del Arte alemán, Hitler inauguraba otra exposición titulada “Arte degenerado” (“Entartete Kunst”), para mostrar al público ejemplos de los estilos artísticos que los nacionalsocialistas repudiaban.
No era nada nuevo. Ya se habían producido exhibiciones análogas, aunque no tan completas, en ciudades como Stuttgart, Karlsruhe y Dessau. Su fin era enseñar al público la caótica situación artística que había precedido a la llegada de los nazis al poder, fruto, a su entender, del intento judeobolchevique de intoxicar el gusto artístico del pueblo alemán con obras de difícil comprensión que iban ligadas a una mala calidad.
Aquí sí podían verse pinturas de Emil Nolde, Oskar Kokoschka o Paul Klee y esculturas de Ernst Barlach, entre otros, pero mal presentadas y colgadas, amontonadas de cualquier manera y faltas de luz, con carteles vejatorios a modo de título (como “Ofensa a la feminidad alemana”), al tiempo que se las tachaba de obscenas, productos de mentes enfermizas y cosas por el estilo.
Se calcula que cerca de dos millones de personas visitaron la exposición “Arte degenerado””
Adolf Ziegler, comisario de la exposición, señalaría en el discurso inaugural: “Lo que aquí veis es el fruto deforme de la locura, la vulgaridad y la falta de talento”.
Sin embargo, ocurrió algo inesperado. Pronto se formaron larguísimas colas en la entrada durante el tiempo que permaneció abierta. Se calcula que la visitaron cerca de dos millones de personas, muchas más de las que vieron la “Gran exposición de arte alemán”.
En un principio, se pensó que se debía a la gratuidad de la visita, pero pronto se empezó a sospechar que, entre quienes estaban allí para confirmar sus prejuicios contra cubistas, expresionistas, dadaístas o surrealistas, había otros que, simplemente, iban a despedirse de unas obras que tal vez nunca más podrían ver.
Aquellos años no fueron buenos para el arte moderno alemán. El 3 de junio de 1938, unas setecientas obras “degeneradas”, procedentes de las colecciones públicas, fueron subastadas en la galería Fischer de Lucerna, en Suiza, para obtener las divisas que tanto necesitaba el Reich. Meses después, exactamente el 20 de marzo de 1939, 1.004 óleos y 3.825 acuarelas y dibujos fueron quemados en un patio de bomberos de Berlín.
Este artículo se publicó en el número 628 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.