¿España contra la Revolución Francesa?
Mitos persistentes
La versión tradicional dicta que España reaccionó ante la Revolución Francesa con una hostilidad unánime. La realidad fue bastante más complicada
Tras la toma de la Bastilla, la revolución cuestionaba el poder absoluto de los reyes. Por eso, al sur de los Pirineos, el gobierno hispano impuso la ley del silencio en lo que tradicionalmente se conoce como “pánico de Floridablanca”. El gran ministro murciano quería evitar, a toda costa, que se produjera un efecto de contagio. De ahí que la Gaceta de Madrid no dijera ni una palabra de lo que sucedía en Francia, aunque sí divulgaba novedades de otro tipo procedentes de aquel país.
Pero por mucho que las autoridades prohibieran la difusión de noticias, estas se extendieron de todas formas, lo mismo que la literatura revolucionaria. Los libros galos conseguían llegar hasta el pueblo más remoto. Eso puede significar dos cosas: que el contrabando era muy eficaz o que las prohibiciones se aplicaban con escaso rigor.
Ya en fecha tan temprana como octubre de 1789, un aristócrata catalán, el barón de Maldà, se refería en su diario –el famoso Calaix de Sastre– a los alborotos que, a su juicio, dominaban en el país vecino. Reinaba allí una situación anárquica que no dejaba de agravarse de día en día.
Maldà hablaba desde el conservadurismo de la nobleza. Los más aperturistas, en cambio, pensaban que Francia constituía un modelo de sociedad a seguir, sobre todo si se tenía en cuenta el atraso de la España del siglo XVIII. Por eso, la cultura gala se impuso en la península en el terreno literario, en el arte, en la moda, en las costumbres...
El poeta Manuel José Quintana (1772-1857) reconoció que este influjo resultaba imposible de subestimar: “Nos vestíamos, danzábamos, pensábamos a la francesa [...]. Yo no resolveré aquí si es un bien o un mal; basta con señalar que es un hecho incontestable”.
Existía un sector radical que contempló con simpatía las noticias procedentes de París
Simpatías revolucionarias
Con estos antecedentes, ¿cómo recibiría ahora el público los cambios turbulentos que se daban en el vecino galo? Las reacciones fueron, desde el principio, muy variadas. El clero denunció a los revolucionarios como agitadores anticristianos. Los intelectuales aperturistas, como Gaspar Melchor de Jovellanos, podían simpatizar con los objetivos de reformismo y progreso, pero rechazaban el uso de la violencia.
Existía, por otra parte, un sector radical que contempló con simpatía las noticias procedentes de París. El militar Miguel Rubín de Celis, por ejemplo, veía en la revolución una defensa de la libertad del hombre frente a sus opresores. Para difundir sus ideales creó la Gaceta de la libertad y de la igualdad.
Juan Bautista Picornell estuvo implicado en una trama en 1795, la denominada conspiración de San Blas, encaminada a proclamar la república. La intentona acabó desarticulada sin demasiados problemas.
José Marchena, llamado “el abate Marchena” por un motivo desconocido, puesto que no pertenecía al clero, escribió “A la Revolución Francesa”. En esta oda celebró la toma de la Bastilla con versos enfáticos: “Yacen por tierra los tremendos muros / terror del ciudadano / horrible baluarte del tirano”. Según el erudito decimonónico Marcelino Menéndez Pelayo, esta fue la pieza poética más antigua de las que se compusieron en España en honor de la revolución. Su autor acabó, lo mismo que Rubín de Celis y Picornell, en el exilio.
Una guerra obviada por el pueblo
La ejecución de Luis XVI en 1793 señaló un punto de inflexión. La prensa española empezó entonces a cubrir con amplitud lo que sucedía en Francia, aunque con la intención propagandística de condenar los cambios políticos.
Ese mismo año se inició la guerra entre la España de Carlos IV y aquella Francia revolucionaria. Las tropas del general Ricardos invadieron con éxito el Rosellón, pero el contraataque de los ejércitos revolucionarios transformó la victoria inicial es una desbandada, que se tradujo en la pérdida de Figueras.
Se ha dicho que, a principios de esta contienda, existió por parte española un entusiasmo popular contra el enemigo extranjero. Si fue así, lo que es muy discutible, semejante fervor no tardó en enfriarse.
Como señala Yvonne Fuentes en Mártires y anticristos (Iberoamericana, 2006), la idea de una cruzada ideológica ha perdido mucho terreno en la historiografía. La supuesta explosión de patriotismo y xenofobia parece poco compatible con la realidad cotidiana, en la que se seguían publicando traducciones de obras francesas. Además, pese a las peticiones del rey y de la Iglesia, la gente no se volcó en realizar donativos que sostuvieran el esfuerzo bélico.
La geopolítica, finalmente, pesó más que el antagonismo en el campo de las ideas. Francia y España habían sido aliadas gracias a los Pactos de Familia, firmados por sus respectivas ramas de la dinastía borbónica. Tras la firma del Tratado de Basilea en 1795, que valdría al valido Godoy el título de “príncipe de la Paz”, ambos países volverían a hacer causa común contra el enemigo de siempre, Gran Bretaña.