El arte español expoliado por los Bonaparte
Guerras napoleónicas
Durante la guerra de la Independencia fueron expoliadas miles de obras por las tropas francesas
Tanto el rey “intruso”, José Bonaparte, como sus generales vaciaron conventos y palacios con la excusa de estar realizando una misión cultural
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Primero fueron Bélgica y Holanda (1794), después Italia (1796), luego Egipto (1798) y más tarde Austria y Prusia (1806). Cuando las tropas napoleónicas entraron en España en 1808, llevaban más de una década saqueando el patrimonio artístico de los territorios que habían conquistado. La excusa para perpetrar estos expolios fue la creación en París del Muséum central des Arts (luego rebautizado como Museo Napoleón y más tarde como Louvre), una gran pinacoteca destinada a albergar los tesoros artísticos que, según las autoridades francesas, habían permanecido ocultos o ignorados en sus países de origen.
Inspirada por los ideales de la Ilustración, la Francia posrevolucionaria pretendía erigir un gran templo de las artes accesible a todos los franceses, una síntesis del arte mundial que sirviera como instrumento de instrucción pública y como expresión del poder y nivel cultural de la nueva nación.
Como dijo Napoleón Bonaparte en su discurso ante el Directorio: “La República Francesa, por su fuerza, la superioridad de su luz y de sus artistas, es el único país del mundo que puede proporcionar un asilo inviolable a estas obras maestras”. En la práctica, como veremos, este “deber cultural” será utilizado en muchas ocasiones como justificación para otro tipo de actividades mucho menos elevadas.
Las “plazuelas” de José I
La llegada al trono español en 1808 del hermano mayor de Napoleón, José Bonaparte , favoreció la implementación de una serie de medidas que contribuyeron a poner en circulación buena parte del patrimonio artístico español; unas obras de gran riqueza, muchas de las cuales habían permanecido inalteradas y prácticamente ignotas durante siglos en el interior de conventos y palacios. El mandato más importante fue un Real Decreto del 18 de julio de 1809 por el cual se suprimieron las órdenes religiosas masculinas y se incorporaron sus bienes –obras de arte, joyas, terrenos, edificios– al Estado.
Una de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid
Con esta desamortización, el nuevo monarca pretendía paliar la mala situación económica en la que se encontraba el país e iniciar una serie de reformas que le permitieran ganarse el favor del pueblo y afianzarse en su cuestionadísimo trono. Tanto el rey como los distintos gobernadores militares se afanaron en mejorar el estado de sus ciudades a través de la puesta en marcha de diversas obras de carácter público: se modernizaron los saneamientos, se trasladaron los cementerios a las afueras de las urbes y se abrieron plazas y paseos para descongestionar los abigarrados e insalubres centros urbanos.
Estas obras, que provocaron el derribo de decenas de edificios religiosos, fueron recibidas con desdén por gran parte de la población. Un menosprecio que tiene más que ver con el rechazo al rey intruso, a quien los madrileños empezaron a referirse como “Pepe Plazuelas”, que con el carácter de las reformas.
Otra de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid. Inspirado en el de Napoleón, el Museo Nacional de Pinturas, como se llamó inicialmente, iba a ser el equivalente español de otros museos nacionales creados por los Bonaparte en Europa, como la Pinacoteca de Brera en Milán o los museos de Bellas Artes de Bruselas y Ámsterdam.
El objetivo era que el museo madrileño albergara una muestra representativa de las diferentes escuelas españolas de pintura con obras provenientes de los conventos y colecciones privadas incautados. Con este propósito, se hizo acopio de unos mil quinientos cuadros, que fueron depositados –la mayoría en muy malas condiciones de conservación– en varios edificios religiosos de toda España. El lugar elegido como sede fue el palacio de Buenavista (actual Cuartel General del Ejército), que había sido propiedad de la duquesa de Alba y posteriormente del defenestrado primer ministro Manuel Godoy.
De museo a botín
El Museo Josefino, como también se denominó, se proyectó como la punta de lanza de otros museos públicos que se irían abriendo en otras ciudades, como Sevilla (en el Alcázar), Granada (en el palacio de Carlos V) o Barcelona (en la Lonja). Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones, el museo nunca se abrió. La inestabilidad política y el cambio de signo de la guerra lo impidieron.
¿Cuál fue el destino de todos esos cuadros? Paradójicamente, lo que empezó siendo una medida dispuesta para centralizar, proteger y dar a conocer el patrimonio artístico español terminó como la principal causa de su dispersión.
El proceso de recolección de estas obras fue aprovechado por gobernadores y marchantes para robarlas y comerciar con ellas. Uno de los máximos responsables de este saqueo fue el francés Frédéric Quilliet. Este oscuro personaje, mezcla de marchante y aventurero, había llegado a España antes de la guerra, durante el reinado de Carlos IV. Al cabo de poco tiempo logró introducirse en los círculos gubernamentales madrileños trabajando como asesor artístico.
Quilliet fue el encargado de inventariar las colecciones reales, en especial la del monasterio de El Escorial, de la que desarrolló un gran conocimiento, y otras importantes colecciones privadas, como la de Godoy. Cuando José I subió al trono, el marchante estaba considerado uno de los máximos expertos en pintura española. El hecho de que fuera francés influyó también para que el nuevo rey le nombrara comisario de Bellas Artes y agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía.
Gracias a su posición y conocimiento de las colecciones, Quilliet logró apropiarse de muchas de las obras que estaban destinadas a los depósitos reales. Su ambición y descaro llegaron a tal punto que, en 1810, fue cesado de su cargo acusado de apropiación indebida. Según las declaraciones de sus ayudantes, Quilliet les obligaba a borrar las señas de identificación de los cuadros para poder comerciar luego con ellos.
Regalos para todos
El saqueo institucional del patrimonio artístico español no se limitó a las artimañas de personajes como Quilliet. El propio rey contribuyó en gran medida al expolio. Por medio de varios decretos, José I utilizó los bienes incautados a las órdenes religiosas para ofrecerlos a los militares más renombrados “como testimonio particular de nuestra satisfacción por los servicios que nos han hecho”.
De esta manera, el mariscal Soult, comandante general de las fuerzas francesas en España, fue recompensado con seis cuadros, cinco de ellos procedentes de El Escorial. El general D’Armagnac, gobernador militar de Burgos y Cuenca, con cuatro. El general Sebastiani, que dirigió la ofensiva contra Andalucía, recibió tres. Y el general Dessolles, que tuvo un papel destacado en la victoriosa batalla de Ocaña, otros tres. Sin embargo, con quien más generoso se mostró el rey fue con su hermano Napoleón.
Por iniciativa propia, o quizá presionado por Vivant Denon, director del Museo Napoleón, José Bonaparte quiso contribuir a la pinacoteca parisina enviando una muestra representativa de pintura española. A través de un Real Decreto de 1809, ordenó que se formara una colección de obras de “pintores célebres de la escuela española, que ofreceremos a nuestro augusto hermano el Emperador de los franceses, manifestándole nuestros deseos de verla colocada en una de las salas del Museo Napoleón”.
La donación estaría compuesta de cincuenta cuadros de gran valor artístico, aunque, para evitar empobrecer la colección nacional, ninguno de ellos proveniente de los Reales Sitios. La tarea fue encomendada a Quilliet, quien todavía no había sido cesado de su cargo. El comisario de Bellas Artes, haciendo caso omiso a las recomendaciones del rey –y posiblemente azuzado por Denon–, realizó una selección que incluía destacadísimos lienzos pertenecientes a las colecciones reales, en especial de El Escorial, y muy pocos procedentes de los conventos suprimidos.
A pesar de las protestas del director del museo napoleónico, molesto por la tardanza, el rey no transigió. Aprovechó el expediente que se abrió al poco tiempo a Quilliet para justificar la realización de una nueva selección. Para ello nombró una comisión integrada por tres nuevos expertos: el conservador Manuel Napoli y los pintores de cámara Mariano Salvador Maella y Francisco de Goya.
Tradicionalmente se ha tendido a rebajar el grado de colaboración de esta comisión, difundiendo la idea de que sus componentes sabotearon el proyecto, de que eligieron a propósito las obras más mediocres para salvar las más sobresalientes. Sin embargo, actualmente esta versión está muy cuestionada. Algunos especialistas sostienen que esto fue más una excusa creada para limpiar el nombre de Goya, principalmente, que una realidad.
La “baja” calidad de las obras seleccionadas seguramente responde más a los deseos del rey de no donar las pinturas más importantes que a una audaz maniobra patriótica. Aunque la selección fue aprobada, el encargo continuó sufriendo retrasos a causa del mal estado de conservación de algunas obras, la desaparición de otras y las rectificaciones de última hora del monarca, que cambió varias veces de opinión sobre algunas de ellas.
Para recomponer el pedido se formó una nueva comisión. En ella ya no estaba Goya, pero sí, oficiosamente, Denon. El gerente del Museo Napoleón, harto de esperar, se había trasladado a Madrid para agilizar el envío. Durante su estancia, Denon aprovechó para elegir personalmente doscientos cincuenta lienzos más de los que se habían acordado, la mayoría pertenecientes a colecciones de la nobleza. Justificó su decisión explicando que era una indemnización por la campaña militar de España.
De los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos; el resto no se devolvió
De esta manera, el 26 de mayo de 1813 salieron hacia Francia trescientas pinturas. Aunque el convoy estuvo a punto de ser interceptado en la batalla de Vitoria, librada en julio de ese año, los lienzos llegaron a París en perfectas condiciones. Al final, de todos los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos en el museo. ¿Qué ocurrió con el resto? No se devolvió. Fueron dejados en depósito a la espera de su destino: servir como decoración para las residencias imperiales.
Patrimonio en venta
La acumulación de obras recogidas con destino al Museo Josefino excedió con mucho la capacidad de este. Para sacar partido al excedente, José I dispuso su venta como bienes nacionales. La medida fue recibida con escaso interés por los nobles españoles, muchos de ellos en el exilio y con sus propiedades intervenidas.
Pero no ocurrió lo mismo con los compradores extranjeros. Marchantes y coleccionistas de toda Europa, muchos de ellos “armados” con el Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España (una guía impresa por el historiador Juan Ceán Bermúdez en 1800), llegaron a España en busca de oportunidades de negocio.
Las encontraron de forma legal en las diferentes subastas públicas que se organizaron (como la gran almoneda de pinturas celebrada en julio de 1811 en la basílica madrileña de San Francisco el Grande), pero también en subastas anónimas y operaciones encubiertas, como las llevadas a cabo por el mencionado Quilliet.
Sirva como ejemplo la transacción realizada por el pintor británico George Wallis, quien, comisionado por el anticuario William Buchanan (que dejó escrito en sus memorias que en España se conseguía pintura italiana más barata que en Italia), logró que Quilliet le vendiera de forma fraudulenta una de las joyas de la colección de Godoy: La Venus del espejo, de Velázquez . Otros marchantes prefirieron acompañar a las tropas napoleónicas en su avance por España y seguir el rastro de los botines de guerra.
Aprovechando la situación de caos y abandono en la que se encontraban las zonas en conflicto, estos comerciantes compraban a precios irrisorios todo tipo de joyas y obras de arte que los soldados habían obtenido mediante el pillaje y querían vender lo antes posible. Una práctica que representó Goya en toda su crudeza en su célebre grabado Así sucedió, perteneciente al ciclo “Los desastres de la guerra”, donde muestra a un soldado huyendo cargado de objetos preciosos tras haber matado al fraile custodio.
Para evitar estos robos, los religiosos optaron por dos soluciones: adelantarse y vender ellos mismos los tesoros de sus iglesias y conventos o esconderlos, normalmente bajo tierra o en casas particulares. Fue el caso del cabildo de la catedral de Sevilla, que decidió embarcar en un velero todo su patrimonio personal antes de que llegaran los franceses. El expolio fue tan generalizado que hasta los diplomáticos extranjeros realizaron provechosos negocios vendiendo en sus países obras adquiridas a bajo precio en España.
El rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado
La situación llegó a tal extremo que el gobierno tuvo que intervenir. El 12 de septiembre de 1809, el rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado. Solo se añadió una excepción: los oficiales del Ejército quedaban exentos, con la excusa de que podían haber traído sus propias joyas desde Francia. Casi un año después, el 1 de agosto de 1810, otro decreto prohibió la salida de obras de arte del país. Sin embargo, nuevamente el rey hizo excepciones.
Con la ley en vigor, muchos generales continuaron obteniendo licencias para exportar cuadros a Francia. Estas prerrogativas ponen de manifiesto una de las características del gobierno de José Bonaparte: el enorme poder que tenían los gobernadores militares de las distintas provincias y su alto grado de independencia con respecto a Madrid.
Soult, el gran expoliador
La mayoría de los mariscales franceses no se conformaron con los regalos recibidos por parte del rey. Con la excusa de la incautación de los bienes de la Iglesia, y aprovechando su gran capacidad de maniobra, muchos generales se hicieron con un considerable botín de obras de arte que luego enviaron a Francia.
Los mencionados Sebastiani, Dessolles y D’Armagnac, junto a otros como Charles Eblé, que saqueó Valladolid, o el príncipe Murat (esposo de Carolina Bonaparte, hermana del rey), que tenía predilección por la pintura italiana y flamenca, lograron sacar de España una gran cantidad de obras, que luego venderían, ellos o sus herederos, en subastas públicas.
Todo ello sin olvidar el expolio perpetrado también por diplomáticos y empleados franceses. De entre todos los generales, el que destacó por su codicia y por la dimensión y calidad del botín fue el mariscal Soult. Desde su posición como general jefe del ejército de Andalucía, y tras la conquista de la región en 1810, logró apropiarse de una gran cantidad de cuadros para su disfrute personal. Para conseguirlo utilizaba habitualmente el método del chantaje.
Tras ocupar una ciudad, entraba en los conventos e iglesias y “ofrecía” su clemencia a los religiosos a cambio de que le vendieran a precios ridículos las obras de arte que más le interesaban. Más adelante, una vez instalado en Sevilla, Soult se buscó un cómplice. Este fue, nuevamente, Quilliet. Como agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía, el corrupto funcionario consiguió robar numerosos lienzos del millar de obras que se habían depositado en el Alcázar de Sevilla con vistas a trasladarse a los museos de Madrid y París.
Nadie pudo frenar el ansia depredadora de Soult. Ni los decretos imponiendo restricciones a la salida de obras de arte ni la mala relación que tuvo con el rey al término de su mandato. El mariscal estuvo enviando regularmente pinturas a su esposa en Francia hasta casi el final de la ocupación, en 1813.
Se han contabilizado diez partidas con ciento nueve óleos en total. Soult se saltaba las prohibiciones gracias a los contratos de compraventa que poseía de las obras, la mayoría obtenidos mediante coacción. Cuando no los tenía, hacía pasar las pinturas por regalos o por imitaciones sin ningún valor.
Los lienzos, que habían sido desclavados y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra
Para facilitar su transporte, ordenaba a sus ayudantes que quitaran los marcos de los lienzos y enrollaran estos dentro de unos tubos. De esta manera, el mariscal consiguió reunir una fabulosa colección en la que destacaban los cuadros de Murillo y Zurbarán, sus pintores españoles predilectos y, en el caso del primero, el más conocido y cotizado fuera de España. Una colección que mantuvo durante toda su vida y exhibió con orgullo en su domicilio parisino y su castillo de Soult-Berg.
El equipaje del rey
Quien no lo tuvo tan fácil para sacar de España su propia colección fue José Bonaparte. En el verano de 1813, el monarca emprendió la huida hacia Francia junto a su ejército ante el rápido avance de las tropas anglo-españolas. Al llegar a Vitoria, el 21 de julio, fue interceptado por los soldados del británico duque de Wellington. Tras la decisiva batalla que se libró, saldada con la derrota francesa, el rey logró escapar y llegar hasta Francia. Sin embargo, dejó atrás parte de su equipaje.
¿Qué contenía? Además de mapas, cartas, documentos de Estado, joyas y hasta un orinal de plata, el convoy del destronado monarca portaba dibujos, grabados y más de doscientas pinturas que habían formado parte de los depósitos del frustrado Museo Josefino.
Los lienzos, que habían sido desclavados de sus bastidores y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra. Tras ser catalogados y comprobarse que la mayoría pertenecían a las colecciones reales españolas, el general británico decidió restituirlos a España.
A través de su hermano Henry Wellesley, entonces embajador británico en España, escribió al “deseado” Fernando VII, que había vuelto ya a ocupar el trono en Madrid, comunicándole su intención de devolverle las pinturas. No recibió respuesta. Lo volvió a intentar por medio del embajador de España en Londres. En esta ocasión sí recibió contestación.
Fue esta: “Su Majestad, conmovido por vuestra delicadeza, no desea privaros de lo que ha llegado a vuestra posesión por cauces tan justos como honorables”. De esta forma, a través de este acto de generosidad, ochenta y tres pinturas robadas por José Bonaparte de las colecciones reales, entre ellas, tres de Velázquez, cuelgan hoy de las paredes del Wellington Museum en la Apsley House de Londres.
Este artículo se publicó en el número 609 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.