Cuando Goya quiso codearse con la alta sociedad
En unos años en los que Francisco de Goya buscaba el trato con la aristocracia, se convirtió en pintor de cabecera de una de las familias más importantes de España, la de los condes de Altamira.
No había en la alta sociedad neoyorquina de los años cincuenta mujer más cotilla que Elsa Maxwell, afamada columnista del corazón. Conocía, o creía conocer, a todo el mundo. Por eso quedó perpleja al recibir un tarjetón en el que la adinerada Kitty Bache Miller la invitaba a un cóctel para “conocer a don Manuel Osorio de Zúñiga”. Intrigada, telefoneó de inmediato a Margaret Case, editora de ecos de sociedad en Vogue, para preguntarle quién era aquel enigmático aristócrata español. “Lo reconocerás en cuanto lo veas”, respondió su colega. “Siempre viste de rojo y siempre lleva consigo dos gatos [eran tres, de hecho], una urraca y una jaula de jilgueros”.
La invitación se refería, en realidad, a un popular óleo de Goya, conocido como El niño de rojo, legado al Metropolitan Museum de Nueva York por el magnate Jules Bache. A Kitty, la hija de este, le costó tanto desprenderse del cuadro que llegó a un acuerdo con el museo: durante unos meses al año, podría colgar la pintura en el salón de su casa y mostrarla a sus huéspedes. Su pasión aún es compartida por miles de visitantes del Metropolitan.
Un Goya muy distinto al liberal gruñón de su vejez se vanagloria de sus contactos con las altas esferas.
Desde los años ochenta del siglo pasado, la postal de El niño de rojo es la más vendida en la tienda del museo. Sin embargo, pocos saben que esta obra forma parte de un conjunto más amplio de efigies de la familia del conde de Altamira. Los retratos no solo permiten conocer a los Altamira, sino también al propio Goya, cuya ambición y vanidad por entonces no conocían límites.
En sucesivas cartas a su amigo Martín Zapater, un Goya muy distinto del liberal gruñón de su vejez se vanagloria de sus contactos con las altas esferas: “... siempre logro muchas satisfacciones del ministro de Estado, y algunos días paso dos horas en su compañía y me dice que él ha de hacer por mí sea como sea...”, escribe en 1783.
Tres años más tarde, la aristocracia hace cola para contratar sus servicios: “Me había yo establecido un modo de vida envidiable; yo no hacía antesala ninguna, el que quería algo mío me buscaba; yo me hacía desear más y si no era personaje muy elevado, o con empeño de algún amigo, no trabajaba nada para nadie”. Nada de esto sucedió por azar.
La carrera de Goya despega como cartonista en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara. En 1779 rechazan su solicitud de reemplazar a Mengs como pintor de corte, pero el aragonés no se rinde. Empieza a autorretratarse en los encargos que recibe. Por ejemplo, aparece en el retrato del ministro Floridablanca sosteniendo un lienzo ante él, una sutil estrategia para promocionarse como pintor de la nobleza. A través de Floridablanca, probablemente, conoce a don Luis de Borbón, el díscolo hermano menor de Carlos III, quien le abre unas puertas cada vez más exclusivas.
Un “grande” minúsculo
Para Vicente Osorio, conde de Altamira, trabaja por primera vez hacia finales de 1786. El recién creado Banco Nacional de San Carlos, precursor del actual Banco de España, encarga a Goya una serie de retratos de su equipo directivo, entre ellos, el del conde. Altamira aparece sentado a su escritorio, tal vez para disimular su corta estatura. El barón Holland, un político inglés, lo caricaturizó en sus memorias como “el hombre más mínimo que jamás he visto en sociedad, y más pequeño que muchos enanos que se exhiben por dinero”. La descripción de la baronesa fue más benévola: “Es notable por la bajeza de su estatura y la grandeza de su familia”.
En efecto, Altamira reunía en su escueta persona nada menos que seis ducados, cinco marquesados, cuatro condados y una larga ristra de cargos honoríficos, entre ellos, los de caballero del Toisón, consejero de Estado y alférez mayor de Castilla y Madrid. Osorio debió de quedar satisfecho con el trabajo de Goya, puesto que le pidió que retratara a su esposa con su hija lactante (imagen que abre este artículo) y a dos de sus hijos.
El contraste entre los dos niños es brutal. Vicente, como primogénito y heredero, parece un hombre en miniatura: pose rígida, traje de adulto, peluca empolvada. Únicamente el perro, añadido después, aligera la total formalidad de la escena.
El pequeño Manuel, de unos cuatro años de edad, estaba libre de tan elevadas responsabilidades futuras, y Goya pudo retratarle como lo que era, un niño inocente. En El niño de rojo lleva el atuendo típico de las criaturas de la aristocracia española durante la segunda mitad de la década de 1780 –traje ceñido en la cintura por un fajín anudado a un lado–, y cuenta con un buen conjunto de mascotas. La tarjeta en el pico de la urraca contiene la firma del pintor, otro truco promocional.
La encantadora criatura de ojos negros falleció a la edad de ocho años, dando pie a toda clase de conjeturas. ¿Fue un retrato póstumo? ¿Están los gatos a punto de devorar a los pájaros, prefigurando así una muerte prematura? En realidad, es casi seguro que el óleo fue pintado entre 1787 y 1788, cuando nada presagiaba tan amargo final.
Un caso distinto es el del segundo hermano, Juan María Osorio, fallecido también en la infancia y retratado con anterioridad por otro artista, el valenciano Agustín Esteve, colaborador ocasional de Goya. En ese cuadro, la jaula del pájaro, que contiene inscrita la palabra “Dios”, está abierta. El ave podría simbolizar el alma del niño volando hacia el cielo.
La grandeza de los Altamira también resultó breve. La pérdida de las colonias americanas acabó con su fortuna, y los cuadros, vendidos por sus herederos, se dispersaron a finales del siglo XIX. Antes de llegar a América, El niño de rojo incluso formó parte de la escenografía de una obra teatral de Henri Bernstein.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 556 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .