El triunfo de Helena Rubinstein sobre el machismo y el antisemitismo
En femenino
Helena Rubinstein hizo de ella misma una marca. Su imperio cosmético fue sinónimo de su independencia
En sus memorias, Mi vida por la belleza, Helena Rubinstein (c. 1872-1965) abordó por primera vez el asunto de su edad, al declarar que tenía 94 años. Alegó que una mujer tiene derecho a eludir el tema hasta que rebasa los 90. Aunque aquella confesión parecía una declaración de intenciones, no le preservó de verter en el libro alguna que otra mentira. Sostuvo, por ejemplo, que había nacido en un caserón del centro de Cracovia (Polonia), en una zona acomodada, y que su padre se dedicaba a la venta al por mayor de alimentos.
Rubinstein sabía que el negocio de los cosméticos apelaba a los sueños de las mujeres, y nunca juzgó de más añadir un poco de fantasía a su propia figura. Al fin y al cabo, su tez limpia de arrugas y su elegante porte habían sido el mejor reclamo publicitario de su firma.
Un escaparate de fantasía
Rubinstein nació, en efecto, en Cracovia, pero lo hizo en el barrio judío de Kazimierz. Fue la primera de ocho hermanas y no tuvo mayor expectativa de futuro que un buen matrimonio. Sin embargo, cuando su padre escogió para ella a un próspero viudo, lo rechazó sin dudarlo y abandonó el seno familiar.
Helena se asentó con unos tíos maternos en Coleraine, un pueblo rural australiano donde su cutis suave y lechoso resaltaba entre las pieles curtidas y atezadas de las demás mujeres. Vislumbró enseguida el negocio y empezó a vender sus cremas caseras adornándolas de cierto misterio. Aseguraba que las fabricaba un compatriota suyo, un tal doctor Lykusky, con plantas medicinales de los montes Cárpatos.
Pronto se trasladó a Melbourne, una ciudad perfecta, pues no había otro lugar donde las mujeres fuesen más independientes. A principios del siglo XX, el 40% de las australianas en edad de trabajar tenían empleo y, aunque sus salarios eran muy inferiores a los de los varones, podían disponer libremente de su dinero.
En pocos años, Helena abrió salones en Londres, París y Nueva York y se alzó en la primera magnate de la industria cosmética. Su fama mundial se debió también a sus eslóganes eficaces y directos: “No hay mujeres feas, sino perezosas”.
Vendió su rama estadounidense a Lehman Brothers y tras el crac del 29 lo recuperó por cinco veces menos
Trabajadora infatigable –“el trabajo ha sido mi mejor tratamiento de belleza”, decía–, prolongaba sus jornadas más allá de las dieciocho horas, a costa de desatender su vida personal. No obstante, ello no le impidió casarse dos veces. La primera fue con Edward Titus, un periodista de aires cosmopolitas e inquietudes intelectuales que nunca pudo evitar –ni superar– su estatus de consorte. Llevaría con más complacencia esta etiqueta su segundo marido, el presunto príncipe georgiano Artchil Gourielli-Tchkonia.
Fue Edward quien, en 1928, le aconsejó vender a Lehman Brothers la rama estadounidense de su imperio por 7,8 millones de dólares, en un vano intento de salvar su matrimonio. Con el crac del 29 , las acciones pasaron de 60 a 3 dólares, y la empresaria recuperó el control invirtiendo cinco veces menos de lo ganado. Una jugada maestra desde el punto de vista económico que le llevó a perder a su primer marido.
Edward no pudo soportar el regreso de la Helena ambiciosa e hiperactiva, aunque, en realidad, nunca existió otra. En una ocasión, ella le preguntó a Coco Chanel por qué no se casaba con el duque de Westminster, y la diseñadora respondió: “¿Para convertirme en su tercera duquesa? No, yo soy mademoiselle Chanel, y usted es madame Rubinstein. Esos son los únicos títulos que nos convienen”.
Rubinstein recondujo enseguida el rumbo de su empresa. Comprendía el negocio mejor que nadie porque, en gran medida, sus productos proyectaban su éxito, su elegancia y su independencia. Cuando falleció, su empresa facturaba 22 millones de dólares solo en Estados Unidos y figuraba entre las diez más importantes del país.
Contribución a la causa hebrea
Cuenta Ruth Brandon en La cara oculta de la belleza (Tusquets, 2013) que Rubinstein tuvo su primera experiencia antisemita poco antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando un propietario no aceptó su oferta por un tríplex en Park Avenue. Enfurecida, compró el edificio entero.
Helena compartió su éxito con su familia, un nutrido grupo de hermanas, primas y sobrinas que trabajaron para ella. Solo su hermana Regina optó por quedarse en Cracovia, y allí murió en un campo de exterminio. Fue entonces cuando Helena se comprometió con la causa judía.
Al terminar la guerra, apoyó al nuevo estado de Israel, donde construyó un pabellón de arte contemporáneo y una fábrica. Esta le permitió materializar de forma póstuma su último servicio a la causa, pues puso el foco sobre algunos directivos de L’Oréal que habían sido activos colaboracionistas nazis.
En 1988, al adquirir Helena Rubinstein Inc., esta empresa francesa descubrió que figuraba en la lista negra del comité de boicot a Israel. Al tratar de desenredar la situación, se destapó el oscuro pasado de algunos de los directivos de la firma, como Jacques Corrèze o el propio André Bettencourt, marido de la heredera de L’Oréal.
Este artículo se publicó en el número 563 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.