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Echegaray, el primer Nobel español

Nombres olvidados

El primer Premio Nobel de nuestro país, en la categoría de Literatura, fue en realidad un científico a quien muchos colegas de letras despreciaban

Retrato de José de Echegaray, por Joaquín Sorolla.

Dominio público

Fue el primer Nobel español, pero en la actualidad José Echegaray (1832-1916) es casi un completo desconocido. Aunque en su tiempo triunfó con sus dramas románticos, hoy se tiende a aceptar que su obra resulta, en el mejor de los casos, mediocre. Él mismo no se hubiera tomado el asunto demasiado en serio, porque se dedicaba a la literatura por afición.

Su verdadero oficio era la ingeniería, pero con la ciencia no había forma de alcanzar un buen sueldo. En el teatro encontró, por lo que podemos suponer, el instrumento para obtener ingresos sustanciosos con los que dar estabilidad a su economía doméstica. Esta debe de ser la explicación de su muy prolífica producción: una media de dos obras por año.

La faceta científica

En su momento, la fama de Echegaray procedía también de su actividad como científico y como político. Hijo de un médico, obtuvo el título de Ingeniero de Caminos con el número uno de su promoción. Con el tiempo, llegaría a formar parte de la Real Academia de las Ciencias Exactas.

Tras el fin de la monarquía de Isabel II, en 1868, intervino en un plan para hacer rey de España al duque de Génova

Estaba convencido de que la modernización de España solo se podría conseguir a través de la introducción de los saberes más modernos. Él mismo se ocupó de divulgar, por ejemplo, los últimos avances en matemáticas, tal como ha señalado el historiador José Manuel Sánchez Ron. Se considera, de hecho, que las matemáticas españolas del siglo XIX comienzan con su obra.

Este camino, el de la educación, era el único que podía sacar al país de su atraso. A su juicio, la traumática derrota militar en la guerra de 1898 frente a Estados Unidos no se debía tanto a la responsabilidad del Ejército como a la inferioridad española en riqueza y ciencia.

Político, conspirador y liberal

Mientras tanto, como hombre público, defendió desde el Congreso ideas progresistas. Se pronunció contra la existencia de la esclavitud en Cuba y Puerto Rico y defendió también la libertad religiosa. Pero tampoco fue ajeno a las intrigas políticas de su época.

Tras el fin de la monarquía de Isabel II, en 1868, intervino en un plan para hacer rey de España al duque de Génova, Tomás de Saboya. Se pretendía casarlo con la hija del duque de Montpensier, otro de los aspirantes al trono. La idea quedó en uno de los muchos fracasos que precedieron a la instauración de Amadeo I en el trono.

Echegaray recibió el Premio Nobel de Literatura en 1904.

Dominio público

Echegaray fue ministro de Hacienda durante un intervalo de pocos meses, entre el 19 de diciembre de 1872 y el 24 de febrero de 1873. Ocupó igualmente la cartera de Fomento, desde la que procuró impulsar las obras públicas.

Aunque defendía una versión radical del liberalismo, era consciente de que su apuesta por el libre mercado resultaba impracticable en un país con un desarrollo económico insuficiente. Sus convicciones individualistas le llevarían a polemizar, en el Ateneo de Madrid, con el fundador del PSOE, Pablo Iglesias. El socialismo le parecía “la absorción del individuo por la sociedad y el Estado”.

Con los escritores en contra

En 1904, la Academia Sueca le otorgó el Premio Nobel por haber revivido las tradiciones de la dramaturgia española. Al parecer, tras unos cuantos galardones procedentes del norte de Europa, había llegado el momento en la academia de mirar al sur.

Entre las reacciones más beligerantes, la de Valle-Inclán fue muy agresiva. Llamó a Echegaray “viejo idiota”

Se pensó entonces en Echegaray, que compartió la distinción con Frédéric Mistral, poeta francés en lengua occitana. Para los escritores más renovadores de la península, el éxito de Echegaray no fue motivo de la alegría, sino más bien el equivalente a una bofetada.

Los literatos de la generación del 98, como Azorín, Pío Baroja o Miguel de Unamuno , le despreciaban por considerarle el representante de la España más rancia. Por eso publicaron en la prensa un escrito en el que se distanciaban de la propuesta de un homenaje nacional contra el flamante Nobel. “Nuestros ideales artísticos son otros y nuestras admiraciones muy distintas”, proclamaba el texto.

Entre las reacciones más beligerantes, la de Ramón María del Valle-Inclán se distinguió por su agresividad verbal. Llamó a Echegaray “viejo idiota”. Incluso corría una historia, lo más seguro apócrifa, sobre una carta que le había dirigido empleando estas palabras en lugar del nombre del destinatario. La correspondencia, significativamente, habría llegado sin problemas.

Se cuenta, incluso, que Echegaray ofreció donar su sangre, con ánimo conciliatorio, en una ocasión en la que Valle-Inclán estaba enfermo de gravedad. Sin embargo, el autor de Luces de Bohemia no habría aceptado esa posibilidad. “No quiero la sangre de ese. La tiene llena de gerundios”, dijo supuestamente al doctor.

El escritor Ramón María del Valle-Inclán fue uno de los más vigorosos enemigos de Echegaray.

Dominio público

¿Por qué esta animadversión tan desaforada? Una hipótesis apunta al resentimiento. Valle-Inclán se habría presentado a un premio literario y Echegaray, miembro del jurado, habría resultado decisivo para evitar su victoria.

Infatigable

Es un lugar común, cuando se trata de Echegaray, mencionar que su producción dramática, buena parte ella en verso, no ha resistido el paso del tiempo. En su momento, en cambio, vio cómo sus obras triunfaban y se traducían en otros países.

Contaba con la admiración de escritores internacionales tan reconocidos, ayer y hoy, como el italiano Luigi Pirandello y el irlandés George Bernard Shaw. Cuando Mariana, un drama influenciado por el teatro renovador de Ibsen, se estrenó en Londres en 1897, Shaw lo calificó de obra maestra.

Pese a su avanzada edad, nuestro primer Nobel pasó la última etapa de su vida en medio de un ritmo incesante de trabajo. A los 83 años aseguraba que no podía morirse porque necesitaba, como mínimo, un cuarto de siglo más para completar su Enciclopedia elemental de Física matemática.