Van Gogh en busca del ‘look’ japonés
Arte
El pintor holandés se enamoró del arte tradicional de Japón y se inspiró en él, aunque sus conocimientos de la cultura nipona eran bastante superficiales
Japón, para Vincent van Gogh, no era exactamente un país. Era más bien una ensoñación, un sentimiento, una búsqueda estética. Y también, por qué no decirlo, una puerta a la independencia económica. Es sabido que el artista únicamente logró vender un cuadro en toda su vida, pero no por ello hay que atribuirle un desinterés ascético por los bienes terrenales.
Van Gogh aspiraba a triunfar. Ansiaba reconocimiento y estabilidad financiera. Ser el hermano mayor de un próspero marchante de arte que, sin embargo, parecía incapaz de colocar su obra en el mercado era una fuente de frustración para él.
Fue su hermano Theo quien le sugirió trasladarse a Montmartre en 1886 y explorar el Impresionismo , que ya empezaba a tener cierto éxito de público. Hasta entonces, la de Van Gogh había sido una paleta sombría, heredera de Rembrandt, Vermeer, Millet y Daumier.
Cuando el pintor llegó a París, descubrió que la ciudad entera estaba sumida en la nipomanía. Apenas hacía dos décadas que el Japón de la era Meiji había abierto sus fronteras. Los artistas nipones empezaron a adoptar técnicas occidentales, como la perspectiva; en Europa, en cambio, hacían furor la simplicidad y la elegancia del arte oriental.
Van Gogh partió hacia Arles en 1888, no sin antes decorar con ukiyo-e las paredes del piso de su hermano
Tras conquistar los más exclusivos salones burgueses, el japonismo, como lo llamaba la prensa, saltó a galerías y grandes almacenes. Japón empezó a abaratar materiales y a producir en masa objetos decorativos adaptados al gusto occidental y a todos los bolsillos.
Llave a la libertad
En un arranque impulsivo muy propio de él, Van Gogh adquirió 660 xilografías japonesas, con la intención de exponerlas en el café que su amante, Agostina Segatori, regentaba en Montmartre. La idea era venderlas a los artistas del barrio como fuente de inspiración. Aunque la operación mercantil fue un fiasco, aquellas japonaiseries se convertirían en una obsesión para el pintor.
Vio en ellas el camino hacia un arte genuinamente emotivo, liberado de la obligación de imitar la realidad. Un nuevo enfoque que le permitiría, pensó, vivir de la pintura, y que debía ir acompañado de un nuevo estilo de vida, alegre y armonioso.
Japón, el Mediterráneo, la utopía de fundar una hermandad de artistas, todo se mezclaba en su mente. Van Gogh partió hacia Arles en 1888, no sin antes decorar con ukiyo-e las paredes del piso que compartía con su hermano, para que este sintiera menos su ausencia.
En el sur de Francia aspiraba a encontrar una réplica luminosa del Japón de sus sueños. Todo lo que veía lo interpretaba en clave oriental. No necesitaba cruzar el océano, como su amigo Gauguin, en pos de aventuras exóticas. Su portentosa imaginación era suficiente para traer la magia de Oriente a la puerta de su estudio.
En realidad, Van Gogh no tenía ni idea de cultura nipona. Un libro y un par de revistas eran sus únicas fuentes de información. Estaba erróneamente convencido, por ejemplo, de que las mujeres japonesas gozaban de una gran libertad sexual, tanto las geishas como las jóvenes solteras. Su colección de ukiyo-e, por otra parte, distaba mucho de ser la de un sibarita.
En su mayor parte estaba compuesta por estampas corrientes, baratas, de la escuela más reciente, ideadas para satisfacer un gusto occidental poco exigente. Van Gogh las escogió sin consultar a ningún experto, no tanto por su calidad como por su capacidad para intrigarle y sorprenderle. Fueron para él, ante todo, una herramienta de inspiración y de trabajo.
Relectura personal
Las xilografías japonesas animaron al artista holandés a experimentar con nuevas composiciones: líneas diagonales, árboles y objetos truncados, vistas cenitales en las que desaparecía el horizonte. Simplificó los elementos de sus cuadros y se atrevió a contornear las figuras con trazos gruesos y visibles. No obstante, su interpretación de lo oriental siempre fue una reelaboración personal, en ningún caso una imitación.
Para empezar, el medio era completamente distinto: la textura del óleo nada tenía que ver con la de las tintas estampadas. La pincelada de Van Gogh es enérgica y nerviosa, con gruesas capas de pintura que sobresalen de la tela. Sus colores, mucho más vivos que los de los maestros japoneses.
Van Gogh transformó la delicadeza oriental en pasión y extrajo de su admiración por ella el impulso para crear un lenguaje propio e inédito. Un arte que no era japonés, pero que había logrado romper muchas ataduras del clasicismo occidental.
Japón correspondió al homenaje de Van Gogh. Fragmentos de sus cartas y algunas reproducciones en blanco y negro de sus obras despertaron el interés de artistas y coleccionistas del país asiático. Entre 1920 y 1939, más de 245 aficionados nipones peregrinaron a la tumba de los hermanos Van Gogh en Auvers-sur-Oise y visitaron el pequeño museo adyacente. A él le habría encantado.
Este artículo se publicó en el número 603 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.