KGB: qué es, cuándo nació y qué relación tiene con Vladímir Putin
Unión Soviética
El KGB espió a los enemigos fuera de las fronteras y a gobernados dentro de ellas. Para amigos y rivales fue, sencillamente, “el Centro”
El tirano agoniza. Iósif Stalin, “el Zar Rojo”, el hombre de acero que ha dirigido los destinos de la Unión Soviética durante tres decenios, lleva días al filo de la muerte. No ha nombrado sucesor, y sus cortesanos más poderosos esperan a que muera para ocupar su trono.
Entre ellos está el temido Lavrenti Beria, el jefe de la policía secreta soviética. “En cuanto Stalin mostró señales de conciencia en el rostro y nos hizo pensar que se recuperaría, Beria se arrodilló, se apoderó de la mano de Stalin y comenzó a besársela. Cuando Stalin perdió de nuevo el conocimiento y cerró los ojos, Beria se incorporó y escupió”, contará Nikita Jruschov en sus memorias.
Es el relato del vencedor. Stalin muere el 5 de marzo de 1953. En las siguientes 24 horas, Beria fusiona el MGB (Ministerio de la Seguridad del Estado) y el MVD (Ministerio del Interior) en un MVD ampliado bajo su mando.
Pero el control de la Seguridad del Estado y de los servicios secretos no le permite suceder a Stalin. El 26 de junio, Beria es arrestado durante una reunión de los líderes soviéticos. Desde finales de 1938 dirige con mano de hierro el servicio de seguridad soviético.
Fiel servidor de Stalin, ha ordenado la ejecución arbitraria de miles de soviéticos y el envío a los campos de trabajo, al temible gulag, de centenares de miles, millones. Beria ha logrado sobrevivir a las purgas estalinistas e, intocable, se ha convertido en el gran sátiro de Moscú.
Kruschev lideró la conjura para acabar con Beria y, tras su muerte, apenas tardó unos meses en hacerse con el poder
Es un secreto a voces que rapta y viola a las jóvenes que desea. No le ejecutan por estos crímenes, sino por una conjura inexistente para restaurar el capitalismo y el régimen burgués.
Jruschov ha liderado la conjura para acabar con Beria. Tras su muerte, apenas tarda unos meses en hacerse con el poder. En marzo de 1954 reorganiza los servicios de seguridad y espionaje soviéticos y pone al frente a uno de sus hombres, Iván Serov. Nace el Komitet Gosudarstvennoi Bezopasnosti, el Comité de la Seguridad Estatal, que pasará a la historia por sus siglas: KGB.
Los espías atómicos
Mientras todos estos cambios se suceden en la cúpula soviética, Estados Unidos carece de ojos y oídos en Moscú. En 1953, el primer agente que la CIA envía a la ciudad es seducido por su criada rusa, que en realidad es coronel del servicio secreto soviético.
Al año siguiente, otro agente es descubierto, arrestado y expulsado de la URSS casi nada más llegar. El presidente Dwight Eisenhower le ha pedido a Allen Dulles, director de la CIA, no tener “otro Pearl Harbor”.
Es una orden tan clara como difícil de cumplir, porque los estadounidenses carecen de espías que puedan avisar de un posible ataque nuclear. Su fracaso contrasta con el gran éxito del KGB, una victoria que en realidad ha heredado de sus antecesores y que permite el ataque sorpresa que tanto teme Eisenhower: el acceso y robo de la información más secreta de su gran adversario, el proyecto atómico estadounidense.
Tras la explosión de Hiroshima, Stalin había puesto a Beria al frente del proyecto atómico soviético. No es una elección arbitraria. Más que un secreto que debe ser protegido, se trata de un robo que se alimentará del uranio capturado a los nazis en Berlín y, sobre todo, de la información del gran aliado.
Klaus Fuchs, un físico alemán emigrado a Gran Bretaña, fue el primero y el más importante de los espías atómicos soviéticos
Sin que los estadounidenses lo sospechen, los soviéticos penetran en el Proyecto Manhattan casi desde el principio. Klaus Fuchs, un físico alemán que había emigrado a Gran Bretaña tras el ascenso de Hitler al poder, fue el primero y, quizá, el más importante de los espías atómicos soviéticos.
En 1941 comenzó a trabajar en Aleaciones de Tubo, nombre en clave del proyecto nuclear británico. El MI5, el servicio de contraespionaje inglés, desconfía inicialmente de él porque ha militado en el partido comunista alemán, pero da su visto bueno. Es un grave error.
Fuchs accede a informes reservados estadounidenses que pasa a su controladora, una agente soviética que finge ser una refugiada judía huida de la Alemania nazi. En diciembre de 1943 llega la gran oportunidad: Fuchs parte hacia Estados Unidos para unirse al Proyecto Manhattan.
En el laboratorio de Los Álamos, Fuchs descubrirá datos clave sobre el sistema de ensamblaje y detonación de Fat Man, la bomba de plutonio que destruirá Nagasaki el 9 de agosto de 1945.
Su aportación es tan importante que la RDS-1, la primera bomba atómica soviética, será una copia exacta de Fat Man. La detonarán con éxito el 29 de agosto de 1949. Para entonces, el contraespionaje estadounidense ha roto el código de cifrado de los mensajes soviéticos.
Con el denominado Proyecto Venona se logra descubrir a Fuchs y a los otros espías del anillo de espionaje atómico. El físico es condenado a catorce años de cárcel. Después le llega el turno a David Greenglass. Aunque es un simple sargento mecánico, accede a detalles técnicos que Fuchs ignoraba, lo que permite ampliar y corroborar su información. “Era joven, tonto e inmaduro, pero era un buen comunista”, se justificará Greenglass años después.
Este transmite la información a su cuñado, Julius Rosenberg. Miembros del partido comunista estadounidense desde su juventud, Julius y su mujer Ethel siempre negarán ser espías soviéticos. Ni el gobierno ni la justicia estadounidense les creen. Mientras Greenglass es sentenciado a quince años de prisión (cumplirá nueve), los Rosenberg son electrocutados en la prisión de Sing Sing el 19 de junio de 1953.
El senador Joseph McCarthy lleva años embarcado en una caza de brujas, convencido de que los soviéticos se han infiltrado en toda la sociedad estadounidense
Para entonces, el senador Joseph McCarthy lleva años embarcado en una paranoica caza de brujas, convencido de que los soviéticos se han infiltrado en toda la sociedad estadounidense. Ignora que su mayor éxito tras el robo de la información atómica lo han logrado, en realidad, en Gran Bretaña.
Los cinco de Cambridge
El anillo de espionaje atómico se completaba con otros tres espías para la URSS. Los dos primeros eran los científicos Alan Nunn May y Bruno Pontecorvo, que trabajaban en Canadá en el proyecto atómico británico. El tercero era Donald Maclean, uno de los miembros del grupo más selecto, famoso y efectivo de espías soviéticos: los cinco de Cambridge.
A la cabeza del quinteto estaba Harold Adrian Russell Philby. “Kim” Philby estuvo en Berlín en marzo de 1933 y contempló con sus propios ojos la represión nazi. Volvió a Cambridge para terminar sus estudios de Economía con “la convicción de que debía dedicar mi vida al comunismo”. Es lo que hizo, mucho más allá de lo que había soñado.
Fue Philby quien descubrió a Guy Burgess, otro universitario con simpatías comunistas. Brillante conversador, seductor nato, homosexual y alcohólico, Burgess reclutó a Anthony Blunt, a Donald Maclean y al último miembro del grupo, el que más tardó en ser descubierto, John Cairncross.
Aunque Philby fue el más brillante del grupo, su carrera tardó en arrancar. En 1934 recibió la orden de infiltrarse en el servicio secreto británico. Su intento directo fracasó, ante los recelos que despertaban sus contactos comunistas.
En 1944, Philby se convirtió en el jefe de la sección antisoviética del espionaje británico y pudo boicotear los esfuerzos anglosajones por frenar la infiltración de Moscú
Emprendió entonces un largo rodeo. Cortó sus lazos con simpatizantes comunistas e inició una fulgurante carrera periodística. En 1937 llegó a España como corresponsal. Pronto comenzó a escribir elogiosas crónicas de los avances franquistas. Estuvo a punto de morir por un cañonazo que voló el coche en el que viajaba, pero sus heridas permitieron que el propio Franco le condecorase en marzo del año siguiente.
Desde entonces, su camino para entrar en el espionaje británico se allanó. Lo logró en 1940. Su golpe maestro llegaría a finales de 1944, cuando se convirtió en el jefe de la sección antisoviética del espionaje británico. Desde ese puesto, Philby boicoteará todos los esfuerzos anglosajones por frenar la infiltración de Moscú.
Blunt y Cairncross trabajarían en el MI5 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, aportando información vital para el esfuerzo de guerra soviético y un valiosísimo quién es quién del espionaje británico.
Mientras, Burgess y Maclean se infiltraron en el Foreign Office, el Ministerio de Asuntos Exteriores, hasta que escaparon a la URSS en primavera de 1951. Para entonces, Burgess estaba convencido de que iba a ser desenmascarado gracias al Proyecto Venona.
No era así, pero Maclean sí había despertado demasiadas sospechas. Nunca desde 1945 el quinteto había estado tan expuesto. Aquel año, Konstantin Volkov, el segundo residente del KGB en Estambul, reveló a los británicos la existencia de un topo.
Sintiéndose descubierto, Philby avisó al KGB, y Volkov fue eliminado antes de delatarle. Pero la deserción de sus compañeros Burgess y Maclean, con quienes se le relacionaba, puso punto final a la carrera de Kim Philby como espía.
A finales de 1951 fue expulsado del servicio secreto británico. Ante sus amigos se presentó como la víctima de una caza de brujas, pero doce años después se marchó a Moscú. Uno más tarde, Anthony Blunt confesó ser un topo de la URSS. No será juzgado, porque ni británicos ni estadounidenses tienen interés en revelar que han roto el código de cifrado soviético.
Se espía por dinero, por miedo o por idealismo. “Los cinco magníficos” –como les apodaron en el KGB tras el estreno de la película Los siete magníficos– mantuvieron durante años su fe en el comunismo.
En la construcción y el mantenimiento de los regímenes comunistas de la Europa “liberada” el papel del espionaje soviético fue clave
“A mediados de los años treinta me parecía a mí y a muchos de mis contemporáneos que el Partido Comunista y Rusia constituían el único baluarte firme contra el fascismo, puesto que las democracias occidentales estaban tomando una actitud dubitativa y transigente hacia Alemania”, escribirá Anthony Blunt después de que Margaret Thatcher revelara en 1979 su pasado como espía y ocultase para siempre su brillante labor como historiador del arte.
Si él y sus cuatro compañeros de Cambridge estuvieron alguna vez en lo cierto, en los años cincuenta ya no había ninguna duda de que la dictadura nazi había sido sustituida por la comunista en toda la Europa “liberada” por las tropas soviéticas. En la construcción y el mantenimiento de ese régimen de países satélites, el espionaje soviético desempeñará un papel clave.
Berlín, la capital de los espías
“Está bastante claro: tiene que parecer democrático, pero todo debe quedar bajo nuestro control”. En una sola frase, Walter Ulbricht, futuro líder de la República Democrática Alemana, resumía en 1945 cómo los partidos comunistas dirigidos por Moscú debían conquistar el poder en todos los países liberados por las tropas soviéticas en su victoria sobre el Tercer Reich.
Se repitió el mismo patrón en los ocho países europeos ocupados por el Ejército Rojo. El NKVD, antecedente del KGB, creaba una fuerza policial secreta a su imagen y semejanza con la colaboración del partido comunista local.
Controlada por el Ministerio del Interior, comenzaba una rápida e inexorable destrucción de la oposición, que incluía el desplazamiento masivo de minorías étnicas, la toma de los medios de comunicación y la dirección de asociaciones y movimientos juveniles.
Pese a todo, los partidos comunistas perdieron las elecciones en Alemania, Austria y Hungría por un amplio margen, y no se presentaron en Polonia.
Fue entonces cuando la represión de la Stasi en la República Democrática Alemana, de la UB en Polonia o de la ÁVO en Hungría se hizo imprescindible para tomar el poder. De estas tres policías políticas y secretas, “la Stasi imitó al KGB hasta un punto extraordinario”, cuenta la periodista Anne Applebaum.
Sus agentes no solo utilizaban sus mismos códigos de cifrado, sino que se referían a sí mismos como chequistas (en referencia a la Checa, precedente del KGB a principios de la era soviética).
La represión de la Stasi en Alemania, de la UB en Polonia o de la ÁVO en Hungría se hizo imprescindible para tomar el poder
En octubre de 1949 nace la RDA. Durante los siguientes cuarenta años, Berlín, dividida entre soviéticos y occidentales, será el campo de batalla entre, por un lado, el KGB y el HVA (servicio de espionaje de la Stasi, que, dirigido por Marcus Wolf, Misha, penetró en el gobierno de la Alemania del oeste), y, por otro, las agencias occidentales.
Es una guerra secreta y literalmente subterránea. En 1954, estadounidenses y británicos inician la Operación Gold, la construcción de un túnel de casi medio kilómetro bajo Berlín oriental.
Durante cerca de un año interceptan un millón de llamadas telefónicas, hasta que, el 21 de abril de 1956, los soldados soviéticos entran en el túnel. Moscú lo calificó de acto mafioso y lo mostró a la prensa internacional.
Los estadounidenses tardarían más de dos años en procesar todas las llamadas. Una de ellas descubrió la existencia de un topo soviético en la inteligencia británica, pero no su identidad.
Se trataba de George Blake, un agente del MI6 –el servicio de inteligencia exterior– en Berlín. No fue descubierto hasta 1961. Para entonces había delatado a la mayor parte de los agentes occidentales en Berlín y provocado decenas de muertes.
Mientras en el subsuelo se libraba una batalla técnica e invisible, el puente de Glienicke, que comunicaba el Berlín occidental con el oriental, se convirtió en el cinematográfico escenario de intercambio de espías entre ambos bandos.
Uno de los más célebres se produjo el 10 de febrero de 1962, cuando el estadounidense Gary Powers, piloto de un avión espía U2 abatido sobre la URSS, fue canjeado en “el puente de los espías” por William Fischer, alias Rudolf Abel para los soviéticos.
La red de espías que había creado Fischer en EE. UU. y varios países sudamericanos contó con el importante papel de la agente española África de las Heras, 'Patria'
Bajo la tapadera de un galerista de arte neoyorquino, Fischer había creado desde finales de 1948 una red de espías en EE. UU. con conexiones con varios países sudamericanos. En ella desempeñó un importante papel la agente española África de las Heras, Patria.
El FBI detuvo a Fischer en junio de 1957. Tras su liberación, el KGB convirtió al coronel Abel en “un maestro de espías” y le dedicó incluso un sello. Mientras sentía vencer esta batalla propagandística, el Centro iba a sufrir una de las deserciones más graves de toda su historia. Tan valiosa que parte de la CIA pensó que se trataba de una jugada maestra del KGB para destruirla.
El primer gran desertor
Apenas cuatro meses después del victorioso regreso de Rudolf Abel a Moscú, Yuri Nosenko se convirtió en traidor. Niño mimado de la élite soviética –su padre estaba enterrado en los muros del Kremlin–, Nosenko se había incorporado al espionaje soviético en 1953.
Cuando inicia su carrera, es uno de los pocos agentes del KGB que tiene un título universitario y habla inglés. En junio de 1962, Nosenko comete el gran error que cambia su vida. En un viaje a Ginebra se emborracha y, a la mañana siguiente, descubre que la prostituta con la que ha pasado la noche le ha robado 900 dólares (unos 7.100 hoy en día).
Temiendo las represalias por haber perdido el dinero, contacta con un diplomático estadounidense al que cree erróneamente agente de la CIA. Es así como empieza a espiar para los estadounidenses en Moscú.
Gracias a Nosenko, los americanos descubren una cincuentena de micrófonos en su embajada en Moscú, empotrados en las paredes y ocultos en tubos de bambú para eludir los detectores de metales.
Nosenko desveló que había leído el expediente de la KGB sobre Oswald, el asesino de Kennedy, y que nada implica a la URSS en el magnicidio pero no le creyeron
A principios de 1964, Nosenko siente que está a punto de ser descubierto y aprovecha un viaje a Ginebra para desertar. Su información parece demasiado buena para ser verdad. Identifica a unos trescientos agentes soviéticos y a casi quinientos occidentales en los que el KGB está interesado. También revela cómo el KGB chantajea a diplomáticos y periodistas occidentales, pero su información más relevante es la que proporciona sobre Lee Harvey Oswald, el asesino del presidente John F. Kennedy.
Nosenko desvela que ha leído el expediente sobre Oswald de la KGB y que nada implica a la URSS en el magnicidio. No le creen. Con la aprobación del fiscal general Robert F. Kennedy, hermano de JFK, se incomunica a Nosenko en una celda minúscula. Cinco años después de su deserción, la CIA concluye que no ha mentido, le da 80.000 dólares y una nueva identidad.
Aunque el KGB ya ha planeado su asesinato por traición, el servicio de inteligencia estadounidense revisará su caso hasta en siete ocasiones durante las siguientes décadas. La exoneración definitiva de Nosenko llegará tras la guerra fría.
Demasiado tarde, cuenta el periodista Tim Weiner en Legado de cenizas, su magistral historia de la CIA, porque “la búsqueda del traidor desgarró la división soviética de la agencia y paralizó las operaciones rusas [de esta] durante toda una década, hasta bien entrada la de 1970”.
A mediados de esa misma década, un Vladímir Putin de 23 años se unía al KGB, para el que iba a trabajar más de tres lustros antes de dar el paso a la política tras la desintegración de la URSS. Lo aprendido en la agencia de espionaje soviética (y en su sucesora, la rusa FSB, de la que fue director) iba a marcar muchas facetas de sus futuros desempeños.
Este artículo se publicó en el número 559 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.