Stalin, de cura a bolchevique
Unión Soviética
El líder soviético tuvo una infancia y juventud difíciles que le acercaron a la causa revolucionaria. La astucia y una exagerada susceptibilidad explicarán en gran parte su posterior trayectoria
El pasado de Stalin como revolucionario es fácilmente mitificable. Su infancia y juventud están tan llenas de sucesos y particularidades que parecen casi los de un héroe de novela. Iósif Vissariónovich Dzhugashvili nació el 18 de diciembre de 1878 (y no en 1879, como consta en su biografía oficial) en la pequeña localidad georgiana de Gori, en una región apartada dentro del Imperio ruso. Era hijo de un zapatero alcohólico y maltratador y de una sirvienta devota cristiana, que se preocupó de que el pequeño Soso, como lo llamaban, estudiara para hacer carrera en el sacerdocio.
Iósif fue el único de los cuatro hijos de la pareja que sobrevivió. Y no lo tuvo fácil. En 1884 contrajo la viruela, una enfermedad mortal en la época, que le dejó profundas marcas en el rostro. Y en 1890 fue atropellado por un carruaje, provocándole la atrofia del hombro y el brazo izquierdos.
El joven Stalin tuvo un primer contacto con la dura realidad del proletariado ruso cuando su padre lo sacó de la escuela, en la que había destacado como buen estudiante, y se lo llevó a la fábrica de zapatos donde trabajaba para que aprendiera el oficio. Sin embargo, al poco tiempo, su madre consiguió que le concedieran una beca en el seminario de Tiflis.
Durante sus estudios en la capital, en los que aprendió ruso (aunque siempre conservó un fuerte acento georgiano, que influyó en su reticencia a pronunciar discursos), empezó a interesarse por la poesía (publicó varios poemas de estilo romántico nacionalista) y el socialismo. No tardó en unirse a varias organizaciones marxistas del Cáucaso. Para ello utilizó un nombre de guerra: Koba, en honor al protagonista de la popular novela de Alexander Qazbeghi El parricida (1882), una suerte de Robin Hood georgiano que luchaba contra los imperialistas rusos.
En 1901, tras dejar los estudios, decidió dedicar su vida a la causa revolucionaria. Con veintitrés años, vestido y peinado con ese estilo socialista –pelo largo, traje negro y pañuelo o corbata rojos– que tan atractivo resulta en la actualidad (no hay que desdeñar la influencia que la difusión de las fotos del joven Stalin está teniendo en la “romantización” de su imagen entre la juventud rusa), Koba pasó a la clandestinidad, de la que no saldría hasta la Revolución de 1917.
Dieciséis años de intensa actividad política en los que se unió a los bolcheviques, abrazó la doctrina leninista (conoció a Lenin en 1905), escribió obras marxistas, organizó huelgas, perpetró robos para recaudar fondos, fue detenido y exiliado y se fugó en diversas ocasiones. Una agitada vida como revolucionario que se interrumpió en 1913, cuando fue condenado a cuatro años de exilio en Siberia. Ese largo período de cautiverio le permitió librarse de combatir en la Primera Guerra Mundial, pero también le impidió participar en el inicio de la revolución.
Llamadme Stalin
El joven revolucionario Koba llegó a Petrogrado convertido en un veterano y ambicioso político llamado Stalin (“hecho de hierro”). Su llegada a la capital, en 1917, coincidió con la decisión del gobierno provisional de Kerensky, que se había formado tras la abdicación del zar en la Revolución de Febrero, de arrestar a los líderes bolcheviques después de las violentas protestas ocurridas en Petrogrado a principios de julio.
La huida del país de la cúpula del bolchevismo fue aprovechada por Stalin para escalar posiciones dentro del partido. El georgiano se había ganado la reputación de ser un líder astuto, metódico y con una extraordinaria capacidad organizativa, pero también de ser un hombre muy susceptible, intolerante y enormemente vengativo.
A partir de ese afianzamiento en el partido, su ascenso será imparable. Tras la Revolución de Octubre, en la que Stalin, poco dotado para la oratoria y la acción, actuó en un discreto pero muy productivo segundo plano, el futuro mandatario se convirtió en uno de los líderes del recién bautizado Partido Comunista de Rusia.
En 1922 fue nombrado secretario general. En 1924, tras la muerte de Lenin, protagonizó una lucha sucesoria –especialmente dura contra sus dos principales rivales políticos, León Trotski y Nikolái Bujarin– de la que salió ganador. Y en 1929, tras conseguir derrotar a toda la oposición (Trotski fue expulsado del país y asesinado una década después por orden suya, y Bujarin fue apartado de la dirección del partido y ejecutado en 1938 por “alta traición”), se convirtió en el líder absoluto de la Unión Soviética.
Despejado el camino a izquierda (Trotski) y derecha (Bujarin), Stalin tuvo vía libre para ejecutar sus planes: construir el “socialismo en un solo país”, en contra de la opinión del bloque trotskista, partidario de la “revolución permanente”, internacionalista; y poner en marcha la colectivización de la agricultura y la industrialización acelerada, en oposición a la postura que defendía el bloque de Bujarin, partidario de continuar con la Nueva Política Económica, una suerte de “capitalismo de Estado” que había promovido Lenin tras la crisis provocada por la guerra civil. De esta manera, el “estalinismo” se había puesto en marcha.
Construyendo el estalinismo
Stalin, a través de sus “planes quinquenales”, consiguió industrializar la atrasada y agraria Unión Soviética en un tiempo récord. Pero ¿cuál fue el precio que pagó la población? El énfasis puesto en la industria pesada provocó una disminución de fabricación de bienes de consumo. Para abastecer a los centros industriales, a partir de 1928 se colectivizó la agricultura. Los campesinos vieron cómo sus condiciones de vida sufrían un drástico deterioro, y se generaron pobreza, epidemias y hambrunas, incluida la que arrasó Ucrania.
El año 1934 fue clave en la consolidación del estalinismo en la Unión Soviética. El segundo plan quinquenal fue más equitativo que el primero con todos los sectores productivos. La propaganda estatal se esforzó en ensalzar los logros del régimen y glorificar la figura de su líder. La reciente llegada de Hitler al poder, con su agresivo discurso antibolchevique y antieslavo, fue utilizada también por la propaganda para reforzar el sentimiento patriótico.
Fue justamente en 1934 cuando se creó el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD), o de seguridad del Estado, incluyendo la policía secreta y la gestión de los campos de trabajo. Stalin desató una auténtica cacería de disidentes y contrarrevolucionarios, ya fueran reales o imaginarios, que alcanzó su punto culminante entre los años 1937 y 1938. Su natural desconfianza se transformó en paranoia. También hubo purgas en el Ejército. En general, cualquier ciudadano podía ser víctima de la persecución estatal. Estas medidas generaron un ambiente de terror social.
El tratado de no agresión firmado con la Alemania de Hitler en 1939, conocido como el Pacto Ribbentrop-Mólotov, le reportó a la Unión Soviética sustanciales ganancias territoriales. Stalin consiguió hacerse con su ansiado “cinturón de seguridad” –Estonia, Letonia, Lituania, Besarabia, la mitad oriental de Polonia– sin tener que entrar oficialmente en guerra. Pero, a la larga, el precio que pagó fue muy alto.
La falsa sensación de seguridad que le proporcionó el pacto (acrecentada después por el tratado de no agresión que firmó con Japón en 1941), provocó que el Ejército Rojo desperdiciara la ventaja estratégica inicial. El 22 de junio de 1941, Hitler lanzaba la Operación Barbarroja, la mayor ofensiva terrestre de la historia. Ese mismo día, Italia y Rumanía declaraban la guerra a la URSS. Días después se unirían Eslovaquia, Finlandia y Hungría. A pesar de las advertencias, el ataque pilló completamente desprevenido a Stalin.
La escasez de buenos y experimentados oficiales, causada por las purgas estalinistas perpetradas en el Ejército años atrás, y los fallos a la hora de prever los objetivos de las fuerzas alemanas pusieron a los rusos contra las cuerdas. Serán los posteriores errores de los germanos, que se dispersaron en un amplísimo frente, el invierno ruso y la final reacción del Ejército Rojo los que lograrían cambiar las tornas.
La victoria de la URSS en la Segunda Guerra Mundial fue extraordinaria, aunque sus costes humanos desafían lo imaginable (la suma de bajas de militares y civiles soviéticos pudo alcanzar los 27 millones, según algunas fuentes). Fueron cuatro años de guerra brutal, con enfrentamientos tan colosales y sangrientos como la batalla de Stalingrado, el sitio de Leningrado o la toma de Berlín.
Tras la derrota del Eje en 1945, la URSS emergió convertida en una superpotencia mundial, que no tardaría en obtener su propio armamento atómico. La muerte de Stalin ocho años después desencadenaba una lucha por la sucesión y ponía momentáneamente en cuestión su legado.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 636 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.