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¿Por qué cayó la República romana?

Antigüedad

Roma se acogió a la república como el mejor sistema político posible. ¿Qué pasó para que el régimen acabara abocado al fracaso?

El Foro romano, centro de la ciudad y de la República.

Dominio público

Roma no quería reyes. Los padres de la patria lo habían dejado claro al expulsar al último monarca de la ciudad del Tíber, Tarquino el Soberbio, en 509 a. C. Desde entonces, la urbe fue gobernada por el Senado y una serie de magistrados a cargo de las labores ejecutivas. Los cónsules, de renovación anual, estaban a la cabeza de estos. Pero la República, como sistema político, resultó eficiente mientras Roma fue un espacio más o menos controlable. El engranaje empezó a trabarse a medida que las anexiones territoriales complicaron la administración del Estado.

El resto de la península itálica fue conquistada en el siglo III a. C. Las guerras púnicas hasta 146 a. C. dieron a la ciudad el dominio del Mediterráneo al destruir a su competidora en la región, Cartago. Se invadió Grecia, Asia Menor, Judea, Siria, Hispania y las Galias durante los siglos II y I a. C. Esta expansión inusitada de la que fuera una sencilla aldea del Lacio hizo sentir en ella los dolores inherentes a un crecimiento apresurado, violento, inarmónico. Se había adueñado de medio mundo sin contar con instituciones adecuadas para regirlo.

La República estaba desfasada respecto a sus nuevas responsabilidades. Su ejército ya no podía sostenerse a hombros de campesinos que abandonaran el arado por las armas a la llamada de la patria. Ahora l as campañas duraban años interminables en los confines del mundo conocido. Los soldados, cuando regresaban de toda una vida batallando en el extranjero, se encontraban sin tierras ni trabajo. Porque las conquistas, además, habían proporcionado masas ingentes de esclavos que desplazaban de sus actividades a la plebe.

Casi los únicos beneficiarios de la Roma colosal eran los órdenes que lideraban la sociedad: el senatorial, formado por los patricios, dueños de los asuntos públicos; y el ecuestre, compuesto por los équites (caballeros), que ostentaban el poder económico. Pero también estos órdenes estaban enfrentados. Los primeros ocupaban magistraturas para enriquecerse. Los intereses de los caballeros se oponían a la voracidad pecuniaria de los patricios.

La ciudad de Roma durante los tiempos de la República. Grabado de Friedrich Polack, 1896.

Dominio público

El conflicto se extendía a la categoría de ciudadano. No era lo mismo ser un habitante de Roma que uno del resto de la península o de las provincias. Así, los problemas políticos y sociales caracterizaron la República tardía. Muchos campesinos, pequeños propietarios, se habían arruinado y habían ido a Roma a engrosar la plebe. No tenían ocupación, por lo que estaban dispuestos a ponerse al servicio de los ambiciosos.

Los italianos deseaban la igualdad con los romanos, los caballeros querían los mismos honores que los senadores, las instituciones no lograban abarcar los amplios dominios conquistados... Estallaron crisis, y una serie de hombres intentaron imponer sus soluciones, normalmente apoyados en un sólido ejército.

Un sistema en deterioro

En el terreno político, el enfrentamiento estaba representado por un lado por los optimates, conservadores, que buscaban continuar gobernando Roma de modo oligárquico como si acabaran de echar a Tarquino. Los adversarios de los optimates eran los populares, partidarios de una República con mayor injerencia de la plebe para asegurar la paz interna y el funcionamiento fluido del Estado. En la guerra civil que enfrentó al popular Mario y al optimate Sila a principios del siglo I a. C., ambos apoyaron sus causas en el ejército, fundamentando su autoridad en la fuerza.

Tanto César como Pompeyo sacaron provecho de los honores, pero fue el primero quien supo rentabilizarlos

Hacía tiempo que las legiones confiaban más en sus jefes que en la patria, ese ente abstracto simbolizado por el Senado. Una generación después, la crisis dio un paso más hacia la agonía. Julio César y Pompeyo, hijos de familias romanas distinguidas, aunque respectivamente defensores de los populares y los optimates, se enzarzaron en una nueva guerra civil, la segunda, entre 49 y 45 a. C., tras haber compartido el poder con Craso.

Esto había ocurrido en el llamado primer triunvirato, iniciado en 60 a. C. y que supuso un verdadero golpe de Estado. Era ni más ni menos que una alianza privada para dominar la cosa pública, la res publica, la República. Resulta significativo que César y Pompeyo, como antes Mario y Sila, basaran su autoridad en los ejércitos. Ambos eran admirados por sus tropas, aclamados por el pueblo y premiados por el Senado con proconsulados y otras dignidades por sus éxitos en las Galias, Hispania, Asia...

Tanto César como Pompeyo sacaron provecho de los honores, pero fue el primero quien supo rentabilizarlos. En 48 a. C. venció al segundo en el campo de batalla, tras lo cual se ahorró cualquier oposición, al menos en la capital. Empieza la mutación Julio César fue nombrado dictador. El puesto, oficialmente, se asumía por seis meses para afrontar problemas que la República no podía superar con un remedio menos potente. Y aquí la palabra potente no es un simple adjetivo. Era una realidad rotunda: casi todo el poder de Roma se concentraba en una sola persona.

Vercingétorix depone sus armas a los pies de César. Cuadro de Lionel Royer, c. 1899.

Dominio público

César ocupó el cargo por bastante más de medio año. Sila también lo había hecho; sin embargo, no aceptó una dictadura vitalicia. César sí, además de recibir el título de padre de la patria y otras dignidades excepcionales a la vez. Es decir, se sirvió de las instituciones republicanas para catapultarse a alturas muy poco republicanas. Sin embargo, había más que mera ambición personal en su postura. Creía firmemente en que la República, como llegó a proclamar, ya era “solamente un nombre sin forma ni sustancia”.

En 44 a. C., los senadores tradicionalistas que apuñalaron a César a los pies de la estatua de Pompeyo mataron únicamente a un hombre: Roma seguía sin aceptar reyes. Sin embargo, los conjurados no lograrían detener un proceso inexorable. Porque César solo fue un anticipo de una regeneración cada vez más patente: hacía tiempo que la República estaba mutando en Imperio.

Este artículo se publicó en el número 429 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.