¿Cómo vivía la plebe en Roma?
Historia social
La vida en la antigua Roma no era ni tan sencilla ni tan idílica como pintaban las películas de Hollywood.
Para un romano cualquiera entre los sesenta millones de habitantes anónimos del Imperio, la vida era corta, las libertades limitadas y la incertidumbre económica muy elevada. Ahora bien, no era lo mismo vivir en el campo que las ciudades. Si era urbanita, podía socializarse y disfrutar de una oferta de ocio abundante, apta para casi todos los bolsillos, y tenía un sistema de servicios públicos sin parangón en la Antigüedad.
Estos son trece de los aspectos más destacados de la vida de la plebe en época romana:
Venir al mundo en un hogar romano no auguraba una vida larga y próspera. Aproximadamente un tercio de los bebés morían antes del año, y la mitad, antes de cumplir cinco. La esperanza de vida de un hombre rozaba los cuarenta años, la de una mujer apenas rebasaba la treintena, debido a los riesgos del parto. Tan solo un 7% de la población superaba los sesenta; llegar a octogenario no era imposible, pero sí excepcional.
Con semejante mortalidad infantil, para obtener suficientes adultos productivos se necesitaban muchos bebés. En época de Augusto se premiaba a las madres de familia numerosa: las ciudadanas romanas con más de tres hijos se emancipaban de la tutela legal de su padre o marido. Si eran libertas o itálicas no romanas, este privilegio les costaba cuatro hijos, y si vivían en provincias, cinco.
Ocho de cada diez romanos vivían en el campo, donde casi todo el mundo era analfabeto. Pero en las ciudades el panorama era muy distinto. Los muros estaban repletos de publicidad: eslóganes electorales, carteles de combates de gladiadores y anuncios de viviendas en alquiler. Sin duda, quienes escribían estos mensajes prácticos esperaban que un buen número de gente los entendiera. Había incluso grafitis en las calles. Las clases de educación primaria se impartían en la calle, con ayuda de pizarras, tablillas de cera, punzones y piedrecitas (que los romanos llamaban cálculos, de ahí el verbo calcular). Los niños (en la imagen, junto a un profesor) de las clases populares, si estudiaban fuera de casa, lo hacían solo hasta los doce años.
Para los comerciantes era imprescindible manejar pesas, medidas y números. Las grandes transacciones se anotaban. En el mercado (en la imagen, el mercado de Trajano en Roma) se contaba con los dedos, pero no solo hasta diez: los romanos eran capaces de expresar hasta 10.000 números distintos adoptando diferentes posiciones con las manos. Muchos de los mejores contables y pedagogos eran esclavos.
La romana era una sociedad fuertemente jerarquizada. Los bloques de viviendas (en la imagen) de Roma reflejaban a la perfección esta pirámide social, solo que al revés. Los más ricos vivían en la planta baja, en pisos amplios y bien decorados; a medida que se subía por la escalera, el hacinamiento aumentaba y menguaban las comodidades. Los esclavos urbanos carecían de espacio propio; dormían en los pasillos, directamente en el suelo. Cada seis meses se renovaban los alquileres y durante esos días era habitual ver familias desahuciadas durmiendo en la calle.
Para la élite romana, trabajar era de mal gusto. Artesanos (en la imagen, trabajadores del textil) y soldados, en cambio, estaban orgullosos de su oficio, hasta el punto de que solían alardear de él en sus lápidas. El salario de un pastor, un peón o un jornalero no bastaba para alimentar a una familia de cuatro personas, así que mujeres y niños trabajaban para redondear los ingresos de la casa. La precariedad era enorme. En el campo, una sola mala cosecha ponía en peligro la supervivencia de los campesinos. En Roma, el paro y los trabajos temporales estaban a la orden del día, aunque los ciudadanos siempre podían acogerse al famoso subsidio de cereales.
El grado de autonomía personal del romano medio era muy limitado. Ni siquiera los libres eran libres del todo. Formalmente, un varón alcanzaba la mayoría de edad en la adolescencia, cuando vestía la toga viril, pero seguía sujeto a la autoridad del pater familias hasta que este fallecía. Entretanto no podía administrar su propio patrimonio ni decidir con quién casarse, aunque fuera ya un venerable cuarentón. Una mujer siempre dependía de un tutor legal, que podía ser su esposo, su suegro, su padre o, a la muerte de este, cualquier otro pariente varón. Únicamente podía aspirar a emanciparse si era madre de familia numerosa. Estas limitaciones afectaban incluso a las clases altas.
Las restricciones de los esclavos (en la imagen, dos de ellos junto a su dueña) eran mucho mayores. En realidad, carecían por completo de derechos. No podían casarse, aunque a veces sus dueños les permitían formar parejas de hecho. Sus propiedades pertenecían formalmente al amo, aunque este podía autorizarles a ahorrar o a invertir en pequeños negocios. No podían heredar, ni hacer testamento ni oponerse a la venta de sus propios hijos. En ocasiones, el antiguo amo podía heredar los bienes de un liberto, y, en caso de necesidad, ambos estaban obligados a alimentarse mutuamente. Dependiendo del procedimiento seguido en su manumisión, los libertos obtenían de manera automática la ciudadanía romana, o bien una versión reducida de la ciudadanía. Sus descendientes nacían plenamente libres.
Los romanos de a pie (en la imagen, una mujer pide justicia al emperador Trajano) no compartían la admiración que despierta hoy el derecho romano. La gente evitaba los tribunales. Si pescaba a un ladrón, era probable que lo linchara. Y prefería resolver los conflictos recurriendo a mediadores, si era posible. Es fácil entender por qué: los romanos no eran en absoluto iguales ante la ley. Un ciudadano no podía ser azotado, un “peregrino” procedente de provincias, sí. El mismo crimen que a un patricio le costaba el destierro, a un ciudadano corriente le podía suponer ser arrojado a las fieras. Muchos delitos no lo eran si se cometían contra esclavos: solo los ciudadanos estaban protegidos de palizas y abusos sexuales.
En Roma, la higiene era un asunto de Estado. El agua, omnipresente en las ciudades, corría en fuentes públicas, en los atrios de los potentados, en el fregadero de algunas tabernas y casas de comidas y, por supuesto, en las termas. La orina (en la imagen, unas letrinas públicas) se recogía organizadamente para reutilizarla en tareas de tintorería y curtido. Las letrinas desembocaban en alcantarillas. Además, estaban expresamente prohibidos los entierros dentro de las ciudades. Todas estas medidas intuitivas ofrecían a la población una protección contra las epidemias excepcional para la Antigüedad, muy superior a la de muchas ciudades medievales.
En cuestiones de medicina, los griegos llevaban la delantera. Fueron ellos quienes introdujeron en Roma la teoría de los humores, la práctica de la anamnesis (que consistía en observar los síntomas del paciente y tomar nota de su historia clínica) y las principales técnicas quirúrgicas de la época. La mayoría no podía permitirse los servicios de un médico particular, pero la plebe tenía a su alcance otro invento griego: los templos dedicados al dios Esculapio (en la imagen). Eran una mezcla entre lugar de culto y centro sanitario; los más grandes incorporaban dependencias para los enfermos y escuelas de medicina donde se enseñaban, entre otras cosas, las distintas aplicaciones de las hierbas medicinales.
Aunque en la Roma rural se trabajaba de sol a sol, en los núcleos urbanos la jornada laboral no pasaba de seis horas. La mayoría de los comercios cerraba poco después del mediodía. En tiempos de Claudio había 159 días festivos. Los romanos urbanitas tenían una amplia oferta lúdica para aprovechar ese tiempo libre. Algunas diversiones eran gratuitas, como el teatro, los juegos y las carreras de carros. El baño era el placer diario por excelencia, y estaba al alcance de casi todos. El precio de entrada al recinto de las termas era simbólico, aunque una vez dentro era preciso pagar por todos los servicios extra. Las grandes termas imperiales funcionaban como auténticos centros de ocio, que contaban con biblioteca, puestos de comida, instalaciones deportivas, centros de estética y masaje... En las de Trajano, incluso era posible saborear un picnic en los jardines.
Cualquier lugar era bueno para dibujar un tablero de juego: un pórtico, las gradas del circo, los escalones de una basílica... Se jugaba a las damas, al tres en raya o a antecedentes del ajedrez y el backgammon. Los dados eran el juego estrella, aunque estaban prohibidos, como todos los juegos de azar que implicaran apostar dinero. Tal vez por eso se reservaban para el interior de las tabernas, donde, de paso, por el precio de una consumición, los clientes podían pasar a la trastienda y jugar a los médicos con la camarera. Por supuesto, había también burdeles corrientes.
Si los romanos no eran iguales en vida, tampoco lo eran en la muerte. El rito más habitual hasta el siglo II, la cremación, no estaba al alcance de todos los bolsillos. Los indigentes y muchos esclavos eran arrojados a fosas comunes sin mayor ceremonia. La gente humilde, que no podía costearse un funeral con sus propios medios, se asociaba en collegia, cooperativas funerarias (en la imagen, una estela funeraria) integradas por artesanos, libertos y esclavos, que a menudo compartían barrio o profesión.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 540 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.