Circo Máximo: ¿cómo era el mayor estadio de Roma?
Arqueología
Hubo un espectáculo que despertó tanta pasión, o más, que el de los gladiadores, sin implicar tanta sangre: las carreras. De entre todos los estadios, el Circo Máximo en Roma fue el rey
El poeta Juvenal, con su célebre “pan y circo”, se refirió a él en sus Sátiras, aunque probablemente como ejemplo de toda la gama de diversiones de las que disfrutaba el pueblo romano. Y también en este caso el séptimo arte ha elaborado escenas que han calado en el imaginario colectivo, en producciones como Ben-Hur. Nos referimos al mundo del circo y sus carreras de carros, si bien el término “circense” a veces se confunde erróneamente con el del anfiteatro, donde discurrían las luchas.
Fijándonos en las múltiples referencias textuales, epigráficas e iconográficas, salta a la vista que, para la civilización romana, este tema fue muy relevante. Las mismas estructuras que se han conservado hablan a las claras del tiempo y el esfuerzo que le dedicaron, en no pocas ocasiones, mayores que los destinados a los anfiteatros. De hecho, parecen haber sido los edificios de espectáculos más grandes y caros del repertorio latino; los disfrutaban menos ciudades que las que poseían una arena gladiatoria.
A principios del siglo IV de nuestra era llegaron a existir en la capital cuatro circos
Los conductores de carros, o aurigas, llegaron a figurar como auténticas estrellas en la sociedad romana, y algunos acumularon fortunas astronómicas, en la línea de los ases del fútbol, el tenis o la Fórmula 1. Una inscripción recuerda a un hispano del siglo II d. C., Cayo Apuleyo Diocles, que durante unos veinte años de actividad acumuló más de mil cuatrocientas victorias y una fortuna de casi treinta y seis millones de sestercios, algo que más de un adinerado senador habría observado con envidia.
Ludi circenses
El gusto por la velocidad y la competición parece una constante en algunos pueblos, como el griego, que gozaba de las carreras a pie, a caballo o en carro. Quizá por influencia helena o por mera similitud, esta misma afinidad hacia la combinación de los elementos de torneo y rapidez caló muy pronto en la mentalidad de los romanos. A principios del siglo IV de nuestra era llegaron a existir en la capital (sin contar el Estadio de Domiciano, no apto para carreras de carros, ni el que levantó en su palacio, de uso privado) cuatro circos.
El menos importante seguramente fue el de Majencio (siglo IV d. C.), más reciente y alejado del centro urbano, siendo superado por el de Flaminio (s. III a. C.) y el Vaticano (s. I d. C.). Aunque ninguno pudo hacer sombra al Circo Máximo. Debido a sus dimensiones y a su temprana construcción, el Circo Máximo fue el preferido para las grandes ceremonias y actos multitudinarios. Fue realmente un edificio multifunción.
Suetonio relata que Julio César celebró un gran combate en el que dos ejércitos de 500 gladiadores hicieron disfrutar al pueblo romano. También existen referencias a desfiles triunfales, competiciones artísticas, carreras a pie y exhibiciones ecuestres. Pero las pugnas entre aurigas por ver quién era el más veloz fueron allí los eventos más usuales. Cuatro equipos (blanco, rojo, azul y verde) rivalizaban entre sí, y no exclusivamente con un vehículo cada uno. La existencia de doce puntos de salida deja entrever la posibilidad de que participaran hasta tres carros por equipo.
Los restos del coloso
A pesar de su grandiosidad y riqueza, o más bien precisamente por ellas, muy poco es lo que nos ha quedado de esta construcción, bastante menos que del vecino Coliseo. Según autores como Tito Livio o Dionisio de Halicarnaso, ya en el siglo VII a. C., Tarquinio Prisco habilitó un lugar entre el Palatino y el Aventino, llamado Valle Murcia, para varios menesteres, entre ellos, las carreras. De orígenes supuestamente modestos, durante sus primeros siglos pudo consistir en un terreno allanado y nivelado con un graderío de madera.
Algunos incendios, cosa nada extraña en la ciudad del Tíber, acabaron motivando su conversión a estructura de piedra, aunque tardó siglos en completarse. Sus reconstrucciones lo asemejaron a una suerte de ave Fénix que crecía en tamaño, complejidad y monumentalidad con cada renacimiento. Durante la República, las mejoras fueron patentes, pero hasta el siglo II d. C. no se completó su remodelación en piedra.
Si hacemos caso de sus palabras, el estadio superaba los 610 metros de longitud y los 108 de anchura
Parece que ya en 329 a. C. se levantaron, en el extremo norte, las carceres, o puestos de salida de los carros, pero no se realizaron con piedra hasta 174 a. C. En el otro extremo, una gran puerta, la porta pompae, delimitaba la parte sur del edificio, magnificada en 196 a. C. con un arco triunfal dedicado a Lucio Estertinio y posteriormente al emperador Tito (s. I d. C.). Partiendo la pista, probablemente en el siglo IV a. C., se configuró la sp ina, posteriormente enriquecida con monumentos.
Uno de ellos, ni más ni menos que un obelisco de Ramsés II de casi veinticuatro metros de alto, fue trasladado del recién conquistado Egipto por Augusto en torno a 10 a. C. También se levantó un palco, o pulvinar, para las autoridades en el lado del Palatino, y a los viejos “contadores” de las siete vueltas –sendos huevos de piedra– se añadieron siete delfines de bronce. Por aquellos años, el griego Dionisio de Halicarnaso lo contempló sin que llegara todavía a su máximo esplendor.
Si hacemos caso de sus palabras, el estadio superaba los 610 metros de longitud y los 108 de anchura, con un graderío de tres pisos de altura y capacidad para 150.000 espectadores. También menciona un canal existente, aunque hoy desaparecido, entre la pista y las gradas, posiblemente encargado por César, para evitar que los carros impactaran contra los espectadores.
Entre finales del siglo I a. C. y el I de nuestra era, la erección del anfiteatro de Tauro y más tarde el Flavio, o Coliseo, podrían haber restado importancia al Circo Máximo, pero no solo no se lo relegó, sino que siguió aumentando en tamaño y magnificencia. Si Roma tenía ahora edificios específicos para los combates de gladiadores, fieras e incluso barcos, el gran estadio de carreras continuó atrayendo a legiones de fervorosos seguidores.
Incluso después del pavoroso incendio de Roma en la época de Nerón (64 d. C.), que duró seis días, no se abandonó la idea de tener el mayor circo de todo el Imperio. Reconstruido más grande aún a finales del siglo I, el aforo, según el testimonio de Plinio el Viejo, había aumentado hasta los 250.000 asistentes, aunque seguramente incluía en la cifra a los que observaban desde las colinas del Palatino y el Aventino.
Nuevos incendios dieron lugar a nuevas reconstrucciones, sobre todo en tiempos de Trajano, y hasta dos siglos después el complejo recibió tributos en forma de elementos ornamentales, como el obelisco de Tutmosis III que hizo colocar Constancio II en el año 357. Sin embargo, esto resultó ser un canto del cisne para una edificación que perdía su atractivo en un mundo cada vez más alejado de los gustos clásicos.
Se cree que el rey godo Totila celebró las últimas competiciones de carros en el siglo VI; a partir de entonces, el lugar se empleó como una lujosa cantera. Pese a ello, las primeras centurias de la Edad Media disfrutaron de unas ruinas mayores que las que vemos hoy, y entre 1140 y 1150 fueron recicladas como fortaleza, uso que también fue abandonado. En el Renacimiento, el interés del papa Sixto V por embellecer la ciudad le llevó a realizar excavaciones, aunque más centradas en el rescate de monumentos que en su estudio.
En 1587, los dos obeliscos se extrajeron del recinto y se colocaron en dos plazas: el de Ramsés II en la del Popolo, y el de Tutmosis III en la de San Giovanni. Después el estadio recibió poca atención. En el siglo XIX se realizaron en él algunos trabajos arqueológicos. Poco antes de la Segunda Guerra Mundial se limpió el área de arbustos y se habilitó como parque, siendo explorado por los especialistas de nuevo hasta finales de los años ochenta.
Con el nuevo milenio, tuvieron lugar algunas campañas de excavación y restauración entre 2009 y 2016. Desde entonces, escasamente visitado por los turistas, languidece lo que queda del Circo Máximo, ese gigante dormido y casi olvidado.
Este artículo se publicó en el número 606 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.