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Farsalia, la perdición de Pompeyo

César contaba con un número inferior de hombres, pero aun así venció a su enemigo. La batalla de Farsalia supuso el fin de Pompeyo.

Julio César cruzó el Rubicón con muy pocas tropas ya que la mayoría permanecieron en la Galia.

La batalla de Farsalia Julio César

La República romana, en el siglo I a. C., había entrado en una crisis terminal. La agenda política venía marcada por la actuación de hombres fuertes procedentes del estamento militar, que a menudo se enfrentaron entre sí por la supremacía. Primero, el choque entre Mario y Sila provocó una guerra civil sangrienta. Pocas décadas más tarde, las hostilidades se repetirían con rostros nuevos. Julio César disfrutaba entonces de un gran poder tras haber conquistado las Galias y llegado hasta Britania. Mientras se ocupaba de organizar los territorios recién incorporados, sus enemigos conspiraban en Roma para arrebatarle el mando de sus tropas.

Sin la menor intención de someterse, César tomó una decisión radical: se presentaría al frente de su ejército en la capital del Tíber. Sabía que eso lo convertiría, inmediatamente, en un proscrito. Atravesar el río Rubicón en 49 a. C. al frente de sus hombres implicaba un punto de no retorno, por lo que en ese momento decisivo pronunció esta célebre frase: “Alea iacta est” (La suerte está echada). Al menos, eso es lo que dice la leyenda.

Nada más cruzar el Rubicón, César se dio cuenta de que era recibido con los brazos abiertos por la mayor par­te de la población en Italia. Su avance hacia Roma fue un auténtico paseo y, ante el apoyo popular, Pompeyo y los senadores consideraron mucho más prudente huir hacia el sur. Consumido por la enfermedad y la indecisión, Pompeyo decidió em­barcar con su ejército en Brindisi y tras­ladarse a la otra orilla del Adriático, a Dyrrachium (Durazzo), en la actual Al­bania.

Tras entrar en Roma, César se dirigió a Hispania para asegurarse el avituallamiento de grano. Luego decidió derrotar a Pompeyo, que estaba acampado en Ma­cedonia y que, al dominar todo Oriente, seguía contando con más hombres y ri­quezas.

Pompeyo come­tió un gran error: quiso acabar con su ri­val y darle el golpe de gracia.

El 5 de enero de 48 a. C., César desembarcó sus legiones a unos 130 kilómetros al sur de Dyrrachium. Pompeyo, al enterarse del desembarco de su enemigo, volvió a toda prisa a la ciudad para evitar perderla, cosa que consiguió por poco. No obstante, la flota pompeyana logró des­trozar a la cesariana en sus puertos adriá­ticos. César quedó absolutamente incomunicado con Italia. Aislado, en in­ferioridad de número, sin víveres, su suerte parecía decidida.

Durante meses los bandos sostuvieron una guerra de desgaste, con abundantes escaramuzas y agotadoras marchas y contramarchas, así como con combates en torno a los campamentos fortificados. Julio César no podía evitar que Pompeyo cruzase a Italia. Sin embargo, este come­tió un gran error: quiso acabar con su ri­val y darle el golpe de gracia.

Busto de Pompeyo el Grande. Foto: WIkimedia Commons / Alphanidon / CC BY-SA 4.0.

TERCEROS

Cuándo:

9 de agosto de 48 a. C.

Dónde:

La llanura de Farsalia, en la actual Grecia.

Fuerzas implicadas:

César contaba ocho legiones, que sumaban un total de 22.000 hombres y 1.000 jine­tes. Sus soldados eran veteranos curtidos y disciplinados, mejor adiestrados que los de Pompeyo y absolutamente en­tregados a su jefe. El bando contrario estaba constitui­do por once legiones, y contaba con más tropas auxiliares, lo que sumaba casi 50.000 hombres y 7.000 jinetes.

Bajas:

Las bajas de César en la batalla rondaron los 1.000 muertos, mientras que las de Pompeyo fueron de cerca de 10.000, más unos 20.000 prisioneros a los que César trató bien y enroló en su ejército.

Julio César dispuso a sus legiones para contrarrestar la caballería de Pompeyo.

TERCEROS

Transcurso de la batalla:

Pompeyo colo­có a su ejército en tres líneas y tres blo­ques: el ala derecha, el centro y el ala iz­quierda. En ese extremo situó a 6.400 jinetes, junto a su infantería ligera, com­puesta por arqueros y honderos. El plan pompeyano era claro y sencillo: aprovechar la superioridad de su caballería para des­bordar, por su izquierda, al adversario y envolverlo por la retaguardia.

César, que observó atentamente ese or­den de batalla, comprendió sus inten­ciones y desplegó a sus tropas también en tres líneas y en las correspondientes tres alas. En el extremo derecho situó a sus 1.000 jinetes, dando a entender que pensaba contener con ellos a la muy superior caballería pompeyana.

Pero era un tre­ta: sabiendo que su ala derecha sería inevitablemente desbordada por la ca­ballería enemiga, sacó a varias cohor­tes de la tercera línea de batalla y las ubicó tras su caballe­ría, sin que el enemigo pudiese verla y situada oblicuamente para poder hacer frente a la maniobra de envolvimiento. Esta cuarta línea que formó con ocho cohortes, unos 3.000 hombres, fue la clave de la batalla.

Pompeyo, al saber del desastre total en la batalla, abandonó su capa de general y escapó a Egipto.

Efectivamente, Pompeyo lanzó su caballería y su infantería ligera contra la derecha de César. En ese momento César or­denó a su agazapada cuarta línea avan­zar y atacar a la caballería enemiga. És­ta no esperaba encontrarse con la fuerza atacante de legionarios, por lo que, sor­prendida, emprendió la huida hacia unas alturas próximas. Fue perseguida hasta allí, y como arqueros y honderos quedaron sin su protección, acabaron exterminados.

Mientras tanto, los veteranos legio­narios rompieron el frente central, pro­vocando la fuga de los pompeyanos. Pompeyo se había retirado a su campamento al comprobar la derrota de su caballería, y al saber del desastre total abandonó su capa de general y escapó junto con los ricos senadores que habían emprendido la aventura con él.

Julio César fue asesinado por los senadores que creían que iba a proclamarse rey.

TERCEROS

Las consecuencias:

Pompeyo huyó a Egipto, estado vasallo de Roma, con la intención de re­organizar las fuerzas que le quedaban en Asia y África. Pero en Alejandría, el rey Ptolomeo, que quiso ganarse el favor del vencedor, ordenó asesinarlo. Pompeyo fue apuñalado por la espalda y su cabeza llevada a César como regalo.

César se trasladó a Asia para sofocar rebeliones en Siria, y finalmente llegó a Italia. Muchos de los antiguos partida­rios de Pompeyo fueron a recibirle con ceniza sobre la cabeza, pidiéndole per­dón, a lo que él accedió.

El 15 de marzo del año 44 a. C., Julio César fue asesinado por los que temían que se proclamase rey.

Su tardanza en volver de Egipto había permitido que los pompeyanos se rea­grupasen, por lo que en 46 a. C. regresó de nuevo a África, a Túnez. Primero fue derrotado en Ruspina, pero luego venció en la decisiva batalla de Tapso. Allí acabó con el ejército que habían reunido sus enemigos (unos 60.000 hombres), a los que se había sumado Juba, el rey de Nu­midia, con sesenta elefantes.

Algunos de los pompeyanos lograron huir a Hispania, y en Andalucía reorgani­zaron sus fuerzas con la ayuda de los hi­jos de Pompeyo. A ellos tuvo que enfren­tarse César en la última gran batalla, la de Munda, en 45 a. C., en la que lucha­ron casi 100.000 hombres. Toda Hispania quedaba someti­da, y la guerra civil había terminado.

En esos años el Senado, o lo que queda­ba de él, le había dado a César el título de dictador. Primero por un decenio, pero poco después de forma vitalicia. Durante todo ese tiempo combi­nó la guerra con la acción política. No impulsó ninguna medida revoluciona­ria, pero sí reformas.

Tras la batalla de Munda, en la que lucharon casi 100.000 hombres, Hispania quedó sometida y la guerra civil terminó.

Lo cierto es que la acumulación de atri­buciones, tanto legales como protocola­rias, fue propia de un poder totali­tario. Por ello, muchos comenzaron a pensar que quería convertirse en monarca, algo de infausto recuerdo para los romanos. El 15 de marzo del año 44 a. C. fue asesinado por los que temían que se proclamase rey. Pa­radójicamente, sus asesinos (con su hijo Bruto entre ellos), que anhelaban mante­ner las esencias democráticas de la Repú­blica, abrirían la puerta a un poder mu­cho más omnipotente: el del Imperio.

Este texto se basa en un artículo publicado en el número 492 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.