Flandes, la hora de la verdad para el duque de Alba
Imperio español
Fernando Álvarez de Toledo no lograría imponer el orden que Felipe II deseaba en los Países Bajos. Pero los planes del duque no pasaban inicialmente por hacer uso de la fuerza
Cómo se hizo el duque de Alba imprescindible para Carlos V y Felipe II
La conjunción del particularismo político y de la disidencia religiosa había vuelto explosiva la situación en los Países Bajos, que Felipe II había heredado por vía paterna. Tras muchas dudas, el rey había llegado a la conclusión de que la fuerza era la única forma de restaurar el orden. Y el duque de Alba sería el encargado de llevar el plan a la práctica.
En los primeros meses de 1567, los Tercios se pusieron en marcha. El ejército de Alba constituía la maquinaria militar más poderosa que se había visto nunca en Europa, y los métodos expeditivos del duque eran sobradamente conocidos. A pesar de las dificultades que entrañaba el desplazamiento de semejante masa de hombres y soldados por territorios no siempre seguros, el duque volvió a demostrar sus dotes de organizador. A través de la ruta que pronto sería conocida como “el camino español”, llegó a Bruselas en agosto. Inmediatamente se puso manos a la obra.
En septiembre inició el castigo con el arresto ejemplar de algunos de los principales líderes locales, como los condes de Egmont y Horn, que más tarde serían ejecutados. Comenzaba lo que muchos llegaron a considerar un régimen del terror. Lo cierto es, sin embargo, que el plan del duque consistía en combinar la severidad con la clemencia.
En una carta dirigida al rey por estas fechas, le decía: “Hasta ahora, los grandes y los chicos muestran contentamiento de lo hecho; algunos me dicen que se van, pero yo no hago mucha diligencia por prenderlos, porque entiendo que no consiste la quietud de estos estados en descabezar hombres”. Palabras que desmienten la creencia tantas veces repetida de que el duque llegó a los Países Bajos sediento de sangre.
Pero sus planes se torcieron cuando pensaba que la situación estaba ya bajo control: en mayo de 1568, el noble Guillermo de Orange (que ya había abrazado abiertamente el calvinismo) hizo una tentativa de invasión desde Alemania que fue duramente repelida. En noviembre, fue su hermano Luis de Nassau quien lo intentó de nuevo, esta vez desde Francia.
Se internacionaliza el conflicto
Aplastadas las últimas revueltas, el monarca español tenía motivos para pensar que Alba había logrado con éxito considerable la pacificación en Flandes. Sin embargo, refuerzos exteriores a los rebeldes complicaron la situación de manera alarmante.
Tras su primer intento, las tropas dirigidas por Luis de Nassau promovieron, con el apoyo de los hugonotes franceses y los corsarios ingleses, la formación de una flota, “los mendigos del mar”, destinada a hostigar las comunicaciones marítimas entre España y los Países Bajos. En la noche del 1 de abril de 1572, los mendigos se hicieron con el pequeño puerto de Brill, en la costa de Zelanda. Minusvalorada por los españoles, esta escaramuza contribuyó de forma decisiva a cambiar el curso de los acontecimientos.
En las jornadas siguientes, los mendigos ocuparon algunos puertos clave prácticamente desguarnecidos en las provincias de Zelanda y Holanda. La pasividad de la población, en la que los calvinistas eran una ínfima minoría, era más un rechazo al gobierno de Alba que un apoyo a los rebeldes.
Desde sus posesiones, los mendigos sometieron el puerto de Amberes –esencial para las comunicaciones españolas– a un asfixiante bloqueo. En el mes de julio, los estados de ambas provincias dieron el primer paso para el cambio de soberanía, jurando a Guillermo como estatúder (jefe supremo).
Más que una consecuencia de su propia fortaleza, el éxito de los mendigos era el resultado de los múltiples frentes de la política internacional española. Por entonces, toda la atención de Felipe II estaba concentrada en el Mediterráneo, lo que le había obligado a recortar el presupuesto destinado a los Países Bajos. Alba no tenía otro remedio que medir sus recursos, de modo que decidió destinarlos principalmente al sur, mucho más rico, más contaminado por la herejía y más expuesto a los ataques desde la frontera francesa.
Por suerte para él, en un momento en el que tenía todas las de perder, dos acontecimientos intervinieron a su favor: Isabel de Inglaterra, en modo alguno dispuesta a permitir la creciente influencia gala en los Países Bajos, retiró su ayuda a los rebeldes; por otro lado, la matanza de casi seis mil hugonotes en París la noche del 23 al 24 de agosto alteró radicalmente el equilibrio del poder en Francia, que decidió cortar el apoyo a sus vecinos del norte.
Pero, en los meses siguientes, enfrentado con lo que se podía considerar ya como una revuelta generalizada, Alba reaccionó como un animal acorralado. Aunque no formara parte de sus planes iniciales, sus tropas se comportaron con una brutalidad despiadada. La primera víctima fue la ciudad de Malinas, ante la cual acamparon las tropas del duque en octubre. Cuando los soldados españoles doblegaron la resistencia de los defensores, la saquearon sin misericordia.
El rigor aplicado iba camino de convertirse en el principal enemigo del duque de Alba
A continuación les tocó el turno a Zutphen, Naarden y Haarlem. Entonces, y no antes, se extendió la fama de sanguinario del duque. En Zutphen, las tropas encontraron una férrea resistencia, y Alba decidió llevar a cabo un castigo ejemplar. Su ejército irrumpió en la ciudad y perpetró una de las peores masacres vistas hasta ese momento: “Degolláronse todos cuantos se pudieron haber”, escribió al monarca.
El rigor aplicado iba camino de convertirse en el principal enemigo de Alba. Aquel año, muchas ciudades holandesas habrían estado todavía dispuestas a rendirse y acatar la autoridad española, pero las noticias de los saqueos y la brutalidad de los Tercios aterrorizaron incluso a las más proclives a la obediencia.
Los habitantes de Haarlem juraron defenderse hasta la muerte antes que ser víctimas de la soldadesca. El sitio de la ciudad duró de diciembre de 1572 a julio de 1573. Finalmente, el hambre los mató. Pero su comportamiento fue un ejemplo de las dificultades españolas para seguir avanzando. A pesar de sus aparentes éxitos, Alba había conseguido arruinar por completo la causa hispana para la opinión pública de la región.
La manifiesta incapacidad del duque para imponer el orden por la fuerza volvió a desencadenar un acalorado debate en el Consejo de Estado en Madrid, donde los halcones se vieron arrollados por sus antagonistas. Desde Nápoles, donde ocupaba el cargo de virrey, Antonio Perrenot de Granvela, que había servido con anterioridad a Felipe II en Flandes, le escribía: “Todavía vamos perdiendo. Es el odio que la tierra tiene a los que agora goviernan, mayor de lo que se puede imaginar”. Poco después, en 1573, Alba era destituido y obligado a regresar a España.
De Madrid a Lisboa
El retorno a España abrió para el duque un período de ostracismo político. A pesar de su aspiración de seguir influyendo, lo cierto fue que el monarca se negó reiteradamente a escuchar sus consejos. Ni siquiera cuando se planteó la cuestión portuguesa, en la que el duque acabaría teniendo una participación decisiva.
En 1578 falleció sin descendencia Sebastián de Portugal, en la batalla de Alcazarquivir, durante el descabellado intento de conducir una cruzada en el norte de África. El rey español se decidió a presentar sus derechos sucesorios como hijo que era de Isabel de Portugal. Pronto se percató de que sus pretensiones solo podían triunfar si iban acompañadas de una intervención militar. Una intervención que, a pesar de sus 72 años y encontrarse “flaco y acabado”, únicamente el duque de Alba estaba en condiciones de dirigir.
El rey y su general se reunieron en Mérida para planificar una campaña que, finalmente, no resultó tan sencilla como ambos habían previsto. Aun así, a finales de agosto de 1580, los ejércitos del duque se plantaron frente a los muros de Lisboa. El éxito no impidió que muchos le acusaran de no controlar a las tropas como en sus mejores tiempos había hecho.
Su correspondencia durante el otoño de ese año revela a un hombre gravemente enfermo, cuyo único deseo era abandonar la capital portuguesa cuanto antes y reunirse con su esposa. A pesar de ello, el monarca se negaba a relevarle de sus obligaciones. “Los reyes –dijo el duque a uno de sus íntimos– no tienen los sentimientos y la ternura en el lugar donde nosotros los tenemos”. Murió en Lisboa el 12 de diciembre de 1582.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 554 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.