Cuando España y Portugal compartían rey
En 1580, en tiempos de Felipe II, Portugal pasó a formar parte de la monarquía hispánica. En 1640, en los de su nieto Felipe IV, el país vecino decidió luchar por otro soberano. ¿Qué pasó en esos sesenta años?
El viajero que se acerque a Tomar podrá ver el castillo que albergó el corazón del Temple portugués. Tras la disolución de los templarios en 1314, el rey Dionís I creó la orden de Cristo, y los caballeros de la extinta hermandad entraron en ella en masa. En aquel castillo se reunieron las Cortes portuguesas que, más de dos siglos después, en 1581, reconocieron a Felipe II como soberano de Portugal, de modo que el reino entró a formar parte de la monarquía hispánica.
El rey español era hijo de la infanta portuguesa Isabel de Avís –esposa del emperador Carlos V– y nieto de Manuel I de Portugal. Sus derechos dinásticos tomaron cuerpo al morir sin descendencia su sobrino, el rey Sebastián I, en el desastre portugués en Alcazarquivir. Su muerte dejó el trono en manos de otro de sus tíos, el cardenal don Enrique, que al fallecer puso fin a la casa de Avís. Don Enrique dejó la compleja cuestión sucesoria en manos de una junta de juristas.
Felipe II hubo de enfrentarse a las aspiraciones del prior de Crato, don Antonio, hijo bastardo del infante Luis de Portugal y, por tanto, también nieto de Manuel I. En junio de 1580, el prior se proclamó rey. Estuvo apoyado por el bajo clero y las clases populares, que lo aclamaron como el candidato “natural”, frente a Felipe II, un extranjero. El bastardo, por el contrario, concitaba el rechazo de la aristocracia, el alto clero y la burguesía mercantil lusitana.
Esta división social se explica porque, mientras el bajo clero y las clases populares esperaban poco de la incorporación a la monarquía hispánica, la nobleza, los prelados y los burgueses la consideraban beneficiosa para sus intereses. La proclamación de don Antonio y el rechazo de Felipe II a que la junta de juristas dictaminara sobre la sucesión –alegando que ponía en duda la legitimidad de sus derechos dinásticos– llevaron al monarca español a invadir Portugal con un ejército a las órdenes del duque de Alba.
La división social existente contribuyó al éxito militar de Alba. Tras la victoria de Alcántara, a las puertas de Lisboa, sus tropas entraron sin problemas en la capital portuguesa, y el prior de Crato tuvo que huir. Pese a la rápida victoria militar, la proclamación de Felipe II como soberano de Portugal no fue una empresa fácil. Existían sospechas de que pudiera suponer la anexión del reino a la Corona de Castilla.
Eso explica que el reconocimiento de las Cortes, donde estaban representados los estamentos del reino (clero, nobleza y povo, las ciudades), fuera un proceso complejo. Las Cortes se reunieron en Tomar por padecer Lisboa una epidemia de peste. Allí se establecieron las condiciones en que se aceptaba a Felipe como monarca y Portugal entraba a formar parte de la monarquía hispana.
Muchos portugueses se aferraron a la creencia de que el rey aparecería en el momento oportuno para expulsar al monarca extranjero.
Se partió de los acuerdos firmados ochenta años antes, cuando se fijaron los requisitos para que el príncipe Miguel, nieto de los Reyes Católicos e hijo de Manuel I, fuera jurado heredero de las Coronas de Castilla, Aragón y Portugal. Aquellos acuerdos suponían la aceptación de las particularidades lusas en el seno de la monarquía. Portugal se regiría por su leyes y mantendría sus instituciones, y en modo alguno su incorporación podría ser considerada una anexión a la Corona de Castilla.
El ejercicio del poder quedaba en manos del rey. En caso de no encontrarse este en Lisboa, lo ejercería un virrey de sangre real, y en su defecto un natural del reino. Se constituiría un Consejo de Portugal, integrado solo por portugueses. Se refrendaron los privilegios de la Iglesia y la nobleza y, aunque de forma poco explícita, se estipuló la posibilidad de que los mercaderes lusitanos participaran en el comercio de las Indias españolas. Con el acuerdo alcanzado nacía el llamado Portugal de los Felipes: Felipe II, Felipe III y Felipe IV, que para los lusitanos serán Felipe I, Felipe II y Felipe III.
El pueblo en contra
Las negociaciones fueron muy complicadas. De hecho, la leyenda que pone en boca de un orgulloso Felipe II la frase “Lo heredé, lo compré, lo conquisté”, referida a su proclamación como rey de Portugal, no responde de ningún modo a la realidad. Ni su derecho dinástico, ni la victoria de sus tropas ni los recursos utilizados para ganarse voluntades habrían servido de mucho si no se hubieran alcanzado los acuerdos de Tomar. Aun así, la interpretación de lo pactado dio lugar a un pulso desde fecha muy temprana.
Por otra parte, la resistencia a la nueva dinastía no desapareció nunca. La mala disposición de las clases populares, las más reacias desde el principio a reconoce ra los Felipes, dio lugar al mito del sebastianismo. Se trataba de una especie de mesianismo, alentado por el hecho de no haberse encontrado nunca el cadáver de don Sebastián. Muchos portugueses se aferraron a la creencia de que el rey aparecería en el momento oportuno para expulsar al monarca extranjero.
El Portugal que se incorporaba a la monarquía de Felipe II contaba con un millón de habitantes, de los que una quinta parte vivía en Lisboa y sus alrededores. La sociedad mantenía estructuras feudales, pese a que la expansión colonial había creado una poderosa clase mercantil, asentada en la capital. Como ocurría en Castilla y Aragón, sus estamentos distaban mucho de ser homogéneos.
Las diferencias entre losfidalgos (un puñado de familias con gran poder económico y político) y los nobres (que constituían la baja nobleza) eran equiparables a las de los grandes y los hidalgos de Castilla. Pero, como en ella,l as disparidades económicas no eran obstáculo para que defendieran fieramente sus privilegios estamentales.
Felipe II buscó atenuar el repudio de las clases populares y evitó herir la sensibilidad de los naturales del reino.
En cambio, su posición respecto a la unión dinástica fue muy diferente. Los fidalgos la secundaron, esperando los cargos y que podía ofrecerles la monarquía más poderosa. Los nobres, por elcontrario, que no los esperaban, se mostraron mucho más recelosos.
Otro tanto ocurría con el alto y el bajo clero. Los separaba un abismo económico y social. Las grandes dignidades eclesiásticas, ligadas familiarmente a los fidalgos apoyaron a la nueva dinastía. El bajo clero se opuso a ella desde el primer momento. Mención aparte, por su rechazo a los Felipes, requieren los jesuitas portugueses. Algunos de sus miembros fueron castigados e incluso desterrados. Sin duda, influyó en su posición la fortísima rivalidad que mantenían con sus compañeros de orden castellanos a cuenta de la evangelización en Oriente.
La heterogeneidad del estamento popular era aún mayor que entre los grupos privilegiados, al tener cabida en él desde campesinos sin tierra (la mayoría sometidos al régimen señorial) hasta pequeños y medianos propietarios (escasos, dada la distribución de la propiedad de la tierra), pasando por los artesanos y la burguesía, que acaparó el gobierno de las ciudades. Los estratos más bajos rechazaron desde el principio a Felipe II. Primero, respaldando las aspiraciones del prior de Crato, y después mostrando su descontento en los numerosos motines con que respondieron a una fiscalidad creciente.
Felipe II, que permaneció en Lisboa de finales de 1580 a febrero de 1583, procuró mostrarse como un portugués en sus costumbres. Buscó atenuar el repudio de las clases populares y evitó herir la sensibilidad de los naturales del reino. Su pretensión era que los lusitanos vieran en él a su abuelo materno, don Manuel I, en cuyo reinado se establecieron los grandes momentos del imperio ultramarino luso, gracias a acciones como las de Vasco da Gama, Pedro Álvares Cabral o Afonso de Albuquerque.
Con la marcha del monarca se inauguró el gobierno de los virreyes. Casi nunca fueron de sangre real; se recurrió a portugueses de la más alta esfera. Madrid trató de evitar que el gobierno quedara en manos de las juntas de gobernadores –una posibilidad contemplada en los acuerdos de Tomar–, que solo servían a los intereses locales por encima de los del Imperio. La lejanía del monarca fue un argumento de los enemigos de la dinastía, que lo consideraron un abandono de los intereses lusitanos.
Un alejamiento creciente
La situación en Portugal evolucionó a peor a lo largo de los sesenta años que van de 1580 a 1640, fecha en que se produjo la rebelión contra Felipe IV. Durante el reinado de su abuelo Felipe II (1580-98) puede considerársela armoniosa, pese a la resistencia de ciertos sectores a la unión. Sin embargo, en el de Felipe III la tensión no dejó de aumentar, y bajo Felipe IV el creciente malestar terminaría por estallar en la apuntada revuelta.
El escaso apego de los nobres a la nueva dinastía fue cada vez más patente. Un momento clave lo encontramos en 1609, durante el reinado de Felipe III, cuando se firmó la Tregua de los Doce Años entre la monarquía hispánica y los holandeses. El acuerdo provocó en Lisboa grandes protestas, porque no contemplaba la salvaguarda de las colonias portuguesas en Oriente.
Sucedía en unas fechas en las que el imperio colonial lusitano sufría los ataques de ingleses y holandeses, y la llamada Carreira da Índia soportaba cada vez peor la competencia de las compañías privadas de estos países.
Con la disminución de los cargos de gobierno coloniales, los nobres, empobrecidos, veían mengua rsus posibilidades de prosperar. También se fue enfriando el apoyo inicial de una aristocracia que deseaba un tratamiento específico de las cuestiones portuguesas, cuando desde la corte se las consideraba dentro del marco general de la monarquía. A ello se sumaron las contribuciones, cada vez más onerosas, que imponía la política de prestigio impulsada por el conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV.
Se pretendía restablecer la hegemonía del Imperio como potencia internacional, para lo que se recurría a un programa agresivo, que representaba la incursión en unos siempre caros conflictos bélicos. A la actitud del bajo clero y los jesuitas se agregó la de las altas dignidades eclesiásticas. Las razones de su desafección hay que buscarlas en el desasosiego que generaron los impuestos con que la Corona gravó a la Iglesia lusitana, argumentando que, si tenía que defenderse la labor de los misioneros en Oriente, la Iglesia debía colaborar en esa defensa.
Por otro lado,estaba la cuestión de los judíos conversos, sobre la que la Corona adoptó una política de integración social similar a la impulsada en Castilla. La Iglesia portuguesa abogaba por su expulsión, al considerar ficticias sus conversiones. Madrid apostó por mantenerlos, e incluso permitió que se instalase en Castilla un notable grupo de hombres de negocios y banqueros judíos conversos, provocando una ruidosa protesta de los altos eclesiásticos lusos.
El valido recortó privilegios a la nobleza, y en 1626 puso en práctica la llamada Unión de Armas.
Una manifestación palpable de las tensiones bajo el reinado de Felipe III la hallamos en 1619, cuando el monarca hubo de viajar a Lisboa. Iba acompañado de su hijo, y su propósito era serenar los exaltados ánimos contra la monarquía austríaca. En la capital, las Cortes juraron al futuro Felipe IV y expusieron sus quejas. El rey se comprometió a atenderlas, pero su muerte en 1621 las dejó pendientes, y el nuevo reinado, con Olivares en el poder, significó un aumento de los problemas.
El valido recortó privilegios a la nobleza, y en 1626 puso en práctica la llamada Unión de Armas. En virtud de ella, cada reino debía aportar un número de hombres para la defensa de la monarquía. A Portugal le correspondieron 16.000, dentro de la planta de 140.000 soldados que se exigirían al conjunto de los territorios. Tal disposición, que era un primer paso hacia la conversión de la monarquía en un esta-do centralizado, provocó una reacción muy negativa en Portugal.
Era el rechazo a lo que el valido había expuesto a su rey en su Instrucción secreta de 1624: “Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de la Monarquía el hacerse rey de España: quiero decir, Señor, que no se contente Vuestra Majestad con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia, que si Vuestra Majestad lo alcanza será el príncipe más poderoso del mundo”.
Camino del motín
En los años siguientes la situación empeoró. En 1630, la Real Hacienda intentó recuperar ciertas rentas que no llegaban a sus arcas “por estar siempre proveídas en los vasallos”. Se refería a unos capitales (los derivados de medio millar de encomiendas de las órdenes militares; capillas, mayorazgos y pensiones de arzobispados y obispados cuyas rentas quedaban enpoder de seglares; cargos militares ficticios; y ciertos fondos destinados a la caridad ) que se habían convertido en asignaciones recibidas por fidalgos como mercedes regias.
La Corona quería esos ingresos para la defensa de las colonias, como era el caso de Pernambuco, que había caído en manos de los holandeses. En 1632 se exigió un impuesto extraordinario, que suponía la mitad del salario anual, a todos los oficiales de justicia del rey en Portugal. Fue calificado como “tributo indecente” en un escrito elevado a Felipe IV por uno de los afectados, y con él el malestar contra la monarquía de los Austrias se extendió todavía más.
En 1634, cuando llegó a Lisboa la virreina Margarita de Saboya, Madrid priorizaba sus compromisos exteriores por encima de los particularismos de cualquiera de sus reinos. Dos años más tarde estalló en Évora, la segunda ciudad lusa, un motín contra un impuesto que gravaba el trigo en un momento de carestía. Los amotinados expulsaron al corregidor y liberaron a los presos de la cárcel. Otras ciudades siguieron el ejemplo, y la insurrección se prolongó durante varios meses, con el apoyo de los jesuitas y la pasividad de los gobernantes.
Finalizó cuando Madrid otorgó un perdón general, con algunas excepciones, pero se mantuvo el impuesto. Era un serio aviso de que la situación podía repetirse. Dada la incapacidad de respuesta, la imagen del rey había quedado muy quebrantada. Olivares decidió sustituir el Consejo de Portugal por dos juntas, una en Madrid y otra en Lisboa, que actuarían oordinadas. También se planteó el relevo de la virreina Margarita, que había mostrado una total incompetencia para hacer frente a la revuelta.
Insurrección y guerra
Ese ambiente imperaba en Portugal cuando se produjo la revuelta catalana de junio de 1640. Felipe IV hizo un llamamiento a la nobleza lusa para ayudar a aplastarla. La inquietud aumentó y desencadenó el levantamiento del 1 de diciembre, cuando un grupo de fidalgos ynobre sasaltó el palacio de la virreina. Mataron al secretario Miguel de Vasconcelos, que en Lisboa era la personificación del poder real.
Muchos hablaban del “rey de invierno” para referirse al duque de Braganza, asumiendo que en primavera los castellanos marcharían sobre Lisboa.
El arzobispo de la ciudad, Rodrigo da Cunha, salió en procesión para bendecir lo ocurrido, y el pueblo aclamó al duque de Braganza, que aguardaba acontecimientos, como Juan IV. Tanto la nobleza y el clero como el estamento popular, por causas muy diferentes, habían protagonizado la rebelión, pero su principal problema no era lo ocurrido, sino cómo hacer frente a la reacción de Madrid cuando llegase,aunque esta había brillado por su ausencia en el motín de Évora.
Sin embargo, quienes impulsaron la rebelión habían escogido el momento adecuado. La derrota de Las Dunas frente a los holandeses el año anterior había debilitado el poderío naval hispano, y la sublevación catalana concentraba las tropas de Felipe IV en el principado. Pese a ello, muchos hablaban del “rey de invierno” para referirse al duque de Braganza, asumiendo que en primavera los castellanos marcharían sobre Lisboa.
La propaganda bragancista desempolvó el mito del sebastianismo.Juan IV era el “rey oculto” elegido para expulsar a los castellanos del país. La guerra contra los holandeses, la lucha con Francia y la revuelta catalana, a la que se dio prioridad, hicieron que la temida marcha no se produjera. Felipe IV carecía de medios para hacer frente a la sublevación de Portugal.
Durante dos decenios, la guerra se limitó a operaciones que tuvieron más de bandidaje y extorsión a la población ccivil de ambos lados de la frontera que de choque militar. Solo cuando los conflictos en que estaba inmersa la monarquía fueron cerrándose (el fin de la guerra con Holanda en 1648, la entrada en Barcelona de las tropas de Felipe IV en 1652 y la Paz de los Pirineos con Francia en 1659) se volvieron los ojos hacia Lisboa.
Pero ya era demasiado tarde. La nueva casa real, a la que los portugueses consideraban restauradora de la legitimidad dinástica, se había asentado. El ejército dirigido por generales como Juan José de Austria no pudo vencer la resistencia local, y, tras descalabros como el de Villaviciosa, los lusitanos consolidaron su independencia.
Solo quedaba aceptar formalmente aquella realidad, lo que se hizo en el Tratado de Lisboa, firmado en 1668. Así acababa de iure lo que en 1640 se había roto de facto. La unión del reino a la monarquía hispánica fue para muchos portugueses un paréntesis en su legitimidad dinástica.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 562 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .
Todo apunta, sin embargo, a que era un imperio demasiado extenso para defenderlo de sus enemigos.
Quienes se rebelaron hablaban de restauración. Así lo consideró la historiografía tradicional lusa, especialmente la romántica, ligada al nacionalismo. A finales del siglo XIX se produjo un giro, y tomó fuerza la idea del iberismo como proyecto de unificación de los territorios peninsulares.
En Castilla, por otra parte, el Portugal de los Felipes suponía la culminación de una política matrimonial que perseguía la unidad peninsular, una idea con raíces históricas muy fuertes. Su materialización hizo que en los dominios de los Austrias no se pusiera el sol. Todo apunta, sin embargo, a que era un imperio demasiado extenso para defenderlo de sus enemigos.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 562 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .