Los tercios españoles y el porqué de su eficacia en la guerra
España de los Austrias
Buena condición física, adiestramiento a cargo de veteranos, disciplina y un alto grado de compañerismo, entre los factores que explican el éxito de este cuerpo
Tercios españoles: las 'legiones' de los Austrias
René Quatrefages, especialista en los siglos XVI y XVII, define los tercios como un conjunto ligado por una serie de líneas de fuerza: permanencia, ideal común, homogeneidad étnica y religiosa y obediencia a un poder político único. “La calidad del tercio –escribe el historiador francés– valía su precio en el más amplio sentido. Cuando España ya no pueda o no quiera pagarlo, vendrá la decadencia, activada por factores recurrentes, el más importante de los cuales es la indisciplina”.
La cohesión del tercio no solo es resultado de la severa instrucción y de la sumisión a las normas, sino también del sentimiento compartido del concepto de honor, tanto en el plano de la relación con los mandos como a la hora de combatir. Sobre este sentimiento se establece la confianza mutua y la fraternidad que hacen del tercio una gran familia.
La larga serie de victorias en batallas decisivas, como las de Mühlberg, San Quintín, Breda, Nördlingen o Gravelinas, avala la eficacia del sistema que distingue a los soldados del tercio. Además de una máquina guerrera, el tercio es un crisol de compañerismo, un microcosmos con usos y costumbres propios.
El reclutamiento
Cuando el tercio necesitaba alistar soldados, el rey concedía un permiso especial firmado de propia mano (“conducta”) a los capitanes designados, que tenían señalado un distrito de reclutamiento y debían reunir el número de hombres suficiente para componer una compañía. El capitán, entonces, desplegaba bandera en el lugar convenido y alistaba a los voluntarios.
El alistamiento era por tiempo indefinido, hasta que el rey concedía la licencia, y establecía una especie de contrato tácito entre la Corona y el soldado.
Aparte del rey, únicamente los capitanes generales tenían la potestad de licenciar a las tropas. Contrariamente a los soldados de otros países alistados en el ejército de la Corona hispana, el infante español no estaba obligado a jurar fidelidad y lealtad a su rey. Se daba por hecho que el juramento era tácito y efectivo desde el reclutamiento.
Los hombres del tercio incluían casi toda la escala social: desde labriegos hasta hidalgos o segundones de familias nobles. No solían ser admitidos ni los menores de veinte años ni los ancianos, y estaba prohibido reclutar a frailes, clérigos y enfermos contagiosos.
En España, las mayores zonas de reclutamiento fueron Castilla, Andalucía, Levante, Navarra y Aragón
La condición física era importante. Todos debían ser sanos y fuertes, y los que servían en tercios embarcados debían contar con buena dentadura, para poder alimentarse con el duro bizcocho. En situaciones de urgencia los capitanes solían hacer la vista gorda sobre estos requisitos, aunque, en general, al menos hasta las primeras décadas del siglo XVII, no hubo escasez de alistados mientras las arcas del rey dispusieron de dinero.
En España, las mayores zonas de reclutamiento fueron Castilla, Andalucía, Levante, Navarra y Aragón. Las motivaciones para alistarse eran muy diversas. Influían, desde luego, la seguridad de la paga, la oportunidad de hacer carrera militar y la perspectiva del botín, pero también había quien se enrolaba por la fama y el deseo de combatir. Honor y servicio eran conceptos muy arraigados en la sociedad española de aquel tiempo, y el tercio se consideraba una buena escuela en tal sentido.
Los reclutas solo adquirían condición de soldados tras pasar la primera revista, cuando el veedor comprobaba sus cualidades y desechaba a todos aquellos alistados que no reunían las condiciones exigidas. Los que eran aceptados cobraban un sueldo por adelantado para equiparse, y los que ya disponían de equipo recibían un “socorro” a cuenta de su primer mes de sueldo.
Ni en armamento ni en vestimenta existía verdadera uniformidad. El equipo habitual, en cuanto al atuendo, lo componían una ropilla (vestidura corta sobre el jubón), unos calzones, dos camisas, un jubón, dos medias calzas, un sombrero y un par de zapatos, pero cada soldado podía vestir como quisiera si se lo pagaba de su bolsillo.
Entre los no combatientes había mochileros, comerciantes, cantineros, sirvientas y prostitutas
En cuanto a las armas, los soldados recibían las proporcionadas por el rey (munición real), que se descontaban de futuras pagas, y además podían adquirir y utilizar cualquier otra que les conviniera. Todo soldado podía llevar consigo los mozos y criados que pudiera costear, de acuerdo con su posición social y recursos. Eran los encargados de cuidarle las armas y el caballo, llevarle la pica y montarle la tienda de campaña.
Eso hacía que existiera un elevado número de personas no combatientes que acompañaban al tercio en su marcha. Entre ellos había mochileros para transportar los equipajes, comerciantes con carros de comestibles y bebida, cantineros, sirvientas y prostitutas. Estas, aunque muy numerosas, no podían pernoctar con la tropa, y debían abandonar el campamento a la caída de la tarde.
“Siguiendo a la artillería –decía el cadete Roland de Guyon describiendo el ejército del duque de Alba a su llegada a los Países Bajos– se prolongaba hasta perderse de vista, aparte de los furgones de equipaje, una fila de vehículos, carros, literas y mulas, transportando mujeres en cantidad de varios miles”.
Las camaradas
En las compañías se formaban grupos denominados camaradas, de cinco o seis soldados unidos por lazos especiales de amistad, que hacían vida en común y compartían todas las vicisitudes de las campañas. La camarada reforzaba la unidad y la moral en combate y era un agrupamiento muy favorecido por el mando, hasta el extremo de que se llegó a prohibir a los soldados vivir solos.
No existían los centros de instrucción. El adiestramiento era responsabilidad de los sargentos y cabos de escuadra, pero en realidad los soldados novatos del tercio se formaban sobre la marcha. Continuamente solían realizar ejercicios para perfeccionar el manejo de sus propias armas, que exigían destreza y mucha práctica, y las maniobras de formación de los escuadrones se llevaban a cabo en absoluto silencio y con precisión geométrica.
Para facilitar su adaptación, se repartía a los principiantes entre las compañías, y allí aprendían de los veteranos
De todas formas, la mejor escuela era la guerra, donde cualquier fallo individual ponía en peligro la vida del conjunto. Para facilitar su adaptación, se repartía a los principiantes entre todas las compañías, y allí aprendían de los veteranos sus virtudes y técnicas de combate (aunque también sus vicios). A la hora del ascenso no solo contaban la aptitud y los méritos, sino también la antigüedad y el rango social.
Los períodos mínimos para ascender solían ser cinco años de soldado a cabo, uno de cabo a sargento, dos de sargento a alférez y tres de alférez a capitán. De esta forma, el que sobrevivía a más de diez años de campañas tenía casi asegurado llegar a oficial.
Al soldado español se le inculcaba ante todo fidelidad: a Dios, a la Iglesia católica, al rey, a la nación y a los mandos. La expresión de esa fidelidad era la disciplina, concretada en la obediencia. “Entenderán los soldados del capitán –escribía el cronista Marcos de Isaba– que el más alto precio de la milicia es la obediencia”.
En lo tocante a la instrucción, el factor moral siempre se colocaba por encima de la técnica. Los soldados del tercio eran profesionales que cobraban un salario por sus servicios, pero de ese salario debían pagarse la ropa, la manutención, las armas y algunas veces hasta el alojamiento, aunque excepcionalmente había voluntarios de la nobleza que costeaban los gastos de una guerra concreta.
Los sueldos eran bajos, pero lo peor eran los retrasos en la paga, que en ocasiones superaban los 30 meses. Cuando esto ocurría, el motín podía estallar en cualquier momento, y los tercios eran capaces de lo peor, aunque nunca se pusiera en entredicho la fidelidad al rey.
En ocasiones los capitanes adelantaban dinero de su propio fondo, pero cuando no era así los oficiales poco podían hacer para controlar a los soldados. Con frecuencia, la penuria por la falta de paga se suplía con el saqueo, que podía proceder de la captura de los bagajes enemigos o del pillaje en pueblos y ciudades.
El botín estaba prohibido cuando una ciudad pactaba la rendición antes de que los sitiadores instalasen la artillería, pero si esto no se producía la plaza quedaba a merced del vencedor. El cardenal Bentivoglio, refiriéndose al saqueo de Malinas en Flandes, da una idea de lo que solía ocurrir: “El furor se extendió a todo sexo y edad; la codicia no perdonó a las iglesias; y la deshonestidad con dificultad a los monasterios”.
Otra página negra fue el saqueo de Amberes, que duró más de tres días y donde la crueldad llegó a extremos de locura furiosa. Las calles estaban sembradas de cadáveres con los dedos y las orejas cortados para llevarse las joyas, y familias enteras fueron torturadas en busca de dinero.
Supervivencia
Para la asistencia sanitaria, cada tercio tenía un médico, un cirujano y un boticario. El dispositivo sanitario estaba bien estructurado. Todas las compañías disponían de un barbero para los primeros auxilios, y los heridos graves pasaban al hospital general, que contaba con enfermeros, médicos y cirujanos. El mantenimiento del hospital corría a cargo de los soldados mediante el denominado “real de limosna”, que se les descontaba del sueldo, la venta de los efectos personales de los enfermos que fallecían sin testar y las donaciones voluntarias.
La guerra en Flandes, donde los desórdenes militares eran frecuentes, devoró el Tesoro Real
Por término medio, había un médico y un cirujano por cada 2.200 soldados, proporción muy aceptable para el siglo XVI, pero los heridos eran muchos. La mayoría de los veteranos estaban cubiertos de cicatrices, y muchos quedaban mutilados o lisiados sin pensión alguna.
Las amputaciones iban seguidas de la cauterización, y las curas de las heridas se hacían con maceraciones de vino o aguardiente y ungüentos, lo que con frecuencia no conseguía eliminar las supuraciones y desembocaba en gangrenas.
En cuanto a la alimentación, la ración comprendía un kilo aproximado de pan o bizcocho, una libra de carne o media de pescado y una pinta de vino, más aceite y vinagre, lo que aportaba de 3.300 a 3.900 kilocalorías diarias. El soldado debía ser capaz de hacerse su propia comida, y la preparación de los alimentos corría a cargo de cada una de las camaradas en los fogones del campamento.
El fin del cuerpo
Con el declive del Imperio a mediados del siglo XVII, la estructura de los tercios se resintió y su vulnerabilidad se hizo evidente. El mal resultado en la guerra de los Treinta Años marcó el ocaso de la hegemonía española y el despegue de la francesa.
Por lo que respecta a los tercios, a la crisis política española se sumaron factores demográficos y económicos, junto con la propia guerra, que pusieron contra las cuerdas a una fuerza militar costosa de mantener. Decaería durante algo más de medio siglo, hasta desaparecer con los cambios motivados por la subida al trono de Felipe V, el primer Borbón español.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 450 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.