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El naufragio político de María Estuardo

En femenino

En una Europa altamente inestable, a la reina escocesa le faltó el necesario dominio de la intriga para conservar su trono

Así era Isabel I de Inglaterra, la Reina Virgen

La trama Babington para asesinar a Isabel I

Retrato de María Estuardo, realizado por François Clouet (c. 1558-1560).

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La dama entró en el salón elegantemente vestida de negro. Alta, majestuosa, casi alegre: nadie habría dicho que le quedaban unos minutos de vida. Subió al estrado, escuchó su sentencia y rezó. Los verdugos, como era costumbre, le pidieron perdón por el acto que iban a cometer. Por el salón viajó un murmullo: cuando la dama se hubo despojado del vestido de satén negro apareció un sayo de un chillón rojo sangre, el color del martirio para la Iglesia católica.

Le vendaron los ojos, se arrodilló sobre un cojín y puso su cabeza sobre el tajo. “En tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu”, dijo en latín. Cayó el primer hachazo, un golpe fallido que le dio en la nuca y que le arrancó una susurrada exclamación. Siguió rápidamente otro hachazo. Esta vez sí, el cuello quedó seccionado. María Estuardo, reina de Escocia, había sido ejecutada.

Con tan solo nueve meses, María Estuardo fue coronada en el castillo de Stirling

El 8 de febrero de 1587 se convertiría en uno de los momentos más dramáticos de la historia universal: la digna y católica monarca condenada al patíbulo por su no menos digna y protestante prima, la también reina Isabel I de Inglaterra . Un suceso explotado por la pintura, el teatro (Schiller) o la ópera (Donizetti).

Las artes, sin embargo, han preferido obviar el poco agradable epílogo: cuando el verdugo asió la cabeza decapitada por sus trenzas rojizas, estas se separaron del cráneo, que cayó rodando. María llevaba una peluca. Sus auténticos cabellos eran ralos y grises. Hacía 19 años que Isabel la tenía prisionera y, para su “martirio”, que tan llorado sería en la Europa católica, quería recuperar en lo posible su legendaria belleza.

La reina de Escocia

Tenía 42 años cuando falleció y pasó sus dos últimos decenios confinada, de modo que su vida pública fue muy breve. Aunque de una intensidad apabullante. A los seis días de haber nacido era de facto reina de Escocia. No había cumplido siete meses cuando quedaba prometida al heredero del trono inglés, Eduardo, hijo de Enrique VIII. Y apenas contaba nueve meses cuando fue coronada en el castillo de Stirling.

Isabel I, prima y enemiga de María Estuardo.

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María había llegado al mundo en 1542. Era la última hija del rey Jacobo V de Escocia y la francesa María de Guisa, y la única de los retoños que seguía con vida cuando falleció el monarca la semana siguiente. Así fue como, siendo un frágil bebé, pasó a ocupar uno de los tronos más incómodos de Europa. María Estuardo es una de las figuras más controvertidas de la historia británica, pero a su favor hay que decir que más que un reino heredó un vivero de problemas.

En política exterior, el dolor de cabeza de la pequeña Escocia lo constituían Enrique VIII y sus ansias de expandir su dominio a toda la isla. De puertas adentro, el inconveniente era la nobleza. Esta ostentaba grandes cuotas de poder, ganadas a costa de las minorías de edad de los cuatro últimos monarcas Estuardo.

Para complicar más las cosas, los prohombres escoceses se hallaban divididos entre la fe católica y el reformismo protestante, lo que en términos políticos se traducía en una separación entre los que favorecían una alianza con Francia para combatir al común enemigo inglés y los que propugnaban una unión pacífica con la Inglaterra de los Tudor.

Cuando María nació, la facción más poderosa la constituían los proingleses, y por ello se habló enseguida de boda con el hijo de Enrique VIII. Sin embargo, pronto giraron las tornas hacia los francófilos.

Tras cuarenta días de luto y cumplidos los 18 años, emergió una María dueña de sí misma

Los ingleses no dudaron en invadir Escocia para secuestrar a María, de solo cinco años, y obligarla a casarse con el ya rey Eduardo VI (su padre, Enrique VIII, había fallecido). El ataque fue repelido, pero quedó claro que el país era demasiado peligroso para la niña. Se firmó un compromiso de matrimonio con Francisco, hijo de Enrique II y heredero del trono francés, y María fue enviada a París.

Maniatada a Francia

La pequeña se crió entre algodones en la corte de los Valois, ajena a las zozobras del país sobre el que reinaba y que había quedado bajo la regencia de su madre.

Tenía decenas de ojos puestos en ella en todo momento. Por un lado, los de sus interesados familiares Guisa, que la consideraban una baza para incrementar su poder en palacio. Por otro, los de la soberana de Francia, Catalina de Médicis, la única que veía a María como lo que era, una futura rival en el reparto de poder, y no como una bellísima reinecita sacada de un cuento de hadas. La astuta Médicis, sin embargo, se cuidó siempre de que un mal ademán la delatara.

Cuando María cumplió los 15 años, Enrique II creyó llegada la gran hora de la Estuardo en Francia. Mandó llamar a delegados escoceses y se fijaron los términos de la boda. El tratado hecho público establecía que si María y Francisco no tenían descendencia, el trono de Escocia iría a parar al pariente más próximo a ella (se sobreentendía que a sus familiares escoceses).

Jacobo V de Escocia y María de Guisa, padres de María Estuardo.

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Sin embargo, los embajadores ignoraban que este tratado tenía una cláusula secreta, firmada por la mismísima María: en caso de que ella falleciera sin descendencia, sus derechos dinásticos pasarían a la Corona francesa.

¿Sabía María Estuardo lo que firmaba? ¿Es excusa aducir que durante los últimos diez años había sido criada con el marchamo de convertirse en reina consorte de Francia, casi omitiendo que ocupaba el trono de Escocia? Cada biógrafo aporta su respuesta, pero lo cierto es que la vida le exigía e iba a exigirle muchísimo a aquella adolescente.

Un nuevo torbellino de acontecimientos asolaría su existencia. En abril de 1558 se desposaba en la catedral de Notre Dame. En junio del año siguiente fallecía su madre, María de Guisa. Tres meses después, muerto Enrique II, su esposo se convertía en rey. En diciembre, el débil nuevo monarca fallecía también. En un tiempo récord, delfina, huérfana, reina de Francia y viuda.

La apuesta por don Carlos

Tras cuarenta días de luto y cumplidos los 18 años, emergió una María dueña de sí misma. La aguardaban dos decisiones: escoger marido y lugar de residencia, Francia o Escocia, que desde la muerte de su madre estaba en manos de un gobierno protestante.

Cada uno de sus pasos era seguido con expectación desde cualquier rincón de Europa: aquella jovencita cuya belleza cantaban los poetas fue uno de los personajes más famosos de su época.

Además, sin que ella hubiese intervenido, su figura ganaba enteros en las islas británicas. Muchos católicos veían a la recién coronada Isabel I como una usurpadora y a María Estuardo, su prima, como la reina legítima.

El monarca español, Felipe II, se negó a que su hijo, don Carlos, se casara con María Estuardo

Todo varón soltero y de edad adecuada fue objeto de chismorreos como posible marido: desde los reyes de Dinamarca y Suecia hasta el duque de Ferrara o el archiduque Carlos de Austria. Pero el pretendiente con mayúsculas, el que María y sus allegados favorecían, era don Carlos, hijo de Felipe II. Aquel joven algo deforme y enfermizo poseía, eso sí, dos magníficas cualidades: era católico y algún día sería dueño de un enorme ejército que podría poner las cosas en su sitio en Escocia.

Felipe II dijo que no. En la toma de esta decisión pesaron las presiones de Inglaterra y Francia. Isabel I no podía tolerar que su enemiga del norte consiguiera un aliado tan poderoso. La regente Catalina sabía que aquel matrimonio supondría un acicate para los ultracatólicos Guisa, parientes de María en Francia y a los que la Médicis pretendía mantener a raya. La Estuardo, en definitiva, no era tan valiosa para España como para que Felipe II se granjeara por ella semejantes enemigos.

María aparcó momentáneamente la búsqueda de marido y decidió abandonar Francia y volver a su país en 1561. Allí le esperaba el choque con uno de los protestantes más extremistas de Europa: el calvinista John Knox.

Desde la muerte de la regente María de Guisa, Knox había conseguido que el credo reformado se convirtiera en hegemónico: el Parlamento escocés había abolido la autoridad del papa en Escocia y condenado los credos y prácticas del catolicismo.

Su nuevo esposo no gustaba a casi nadie, ya fuera porque era católico o por la arrogancia de su carácter

El regreso de María, sin embargo, iba a suponer un serio revés para el predicador. Muchos nobles protestantes, capitaneados por lord Jacobo Stewart, futuro duque de Moray y medio hermano de María (era hijo del rey Jacobo V y su amante Margaret Erskine), abrazaron la llegada de su reina, a la que concedieron una dispensa para que asistiera a servicios religiosos católicos.

Aconsejada por su hermanastro, María mantuvo el predominio protestante y –pese a lo mucho que se criticaban sus misas papistas, sus bailes o atuendos parisinos– consiguió un milagroso equilibrio, cuatro años de cierta paz. Se paseó por las aldeas, vistió el kilt y bailó danzas tradicionales. Cuando estallaba algún conflicto no dudaba en conducir al galope al frente de sus soldados para sofocarlo.

Mala elección

Todo se fue al traste, sin embargo, por una pésima y apresurada elección de marido. María empezaba a considerar seriamente sus derechos sucesorios al trono inglés y vio la manera de reforzarlos: en 1565 se casó con su primo Henry, lord Darnley, biznieto como ella de Enrique VII. Era un hombre enormemente atractivo, y a la Estuardo no le costó encapricharse de él.

Pero Darnley no gustaba a casi nadie. A unos porque era católico, a otros por su arrogancia y a unos terceros porque, por la ley del reparto de poderes, si aumentaba la influencia de su familia decrecería la de otras. Se urdió una revuelta para impedir el matrimonio en la que estaba implicado el mismísimo Moray, pero fue neutralizada y los conspiradores enviados al exilio.

María Estuardo con su segundo esposo, lord Darnley.

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Amigo de borracheras y de carácter altivo, Darnley nunca llevó bien ser el segundón de una mujer. María le nombró duque de Albany y le concedió la Orden del Cardo, pero él quería más: perseguía la llamada corona matrimonial, es decir, equipararse a ella. Caída la venda de Cupido, ella se negó a otorgarle más prerrogativas.

Los enemigos de la reina –Moray y los conspiradores exiliados, más los protestantes recalcitrantres como Knox– descubrieron en la vanidad de Darnley un talón de Aquiles. Solo necesitaban un punzón para herirlo, y ese papel lo desempeñó involuntariamente un joven italiano: David Riccio.

La conjura

Llegado a Escocia con el séquito del embajador de Saboya, la voz de bajo de Riccio cautivó a María, tan continental en sus gustos y refinamientos. Enseguida lo contrató como camarero y músico, para después elevarlo a la categoría de secretario y hombre de confianza. A los que querían desestabilizar a la reina les bastó con verter el rumor –al parecer, infundado– de que ella mantenía una aventura con su subordinado al oído de Darnley para herir su orgullo.

María tal vez estuvo implicada en el asesinato de su marido, pero jamás podrá probarse

La noche del 9 de marzo de 1566, la soberana cenaba en su castillo de Hollyrodhouse, a las afueras de Edimburgo. Entró en el comedor lord Darnley y se sentó a su lado. Tras él llegó una tropa de conjurados, entre ellos el canciller de Escocia, el conde de Morton. Un momento de confusión. María inmovilizada y apuntada con un arma. Candelabros por el suelo. Oscuridad. Y Riccio muerto con 56 puñaladas en el cuerpo. María quedó prisionera.

Le quedaban algunos nobles leales y se planeó una fuga. La reina, en un alarde de sagacidad, decidió que era peligroso dejar atrás a su taimado marido. Era mejor tenerlo bajo control y, por ello, hizo ver que olvidaba el asesinato de Riccio, se mostró melosa y le convenció para escapar con ella.

Lo hicieron a la medianoche del segundo día de cautiverio, a través de las dependencias del servicio, formado principalmente por franceses muy fieles a María. Cabalgaron toda la noche hasta el castillo de Dunbar, en la costa. Una gesta increíble, teniendo en cuenta que María estaba embarazada de cinco meses.

Ya a salvo y rodeada de un pequeño ejército, la reina de Escocia narró lo acontecido a su prima Isabel en una carta. En Londres, sin embargo, el asesinato de Riccio ya era conocido cuando solo era un plan: el primer ministro de Isabel, el protestante radical William Cecil, poseía informadores que le relataban todo lo que acontecía en torno a María, la aspirante católica al trono de Inglaterra, su enemiga número uno.

María en su cautividad en Inglaterra. Retrato anónimo del siglo XVII.

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Nueve días después de la conjura, María regresó a Edimburgo al frente de 8.000 hombres y restableció el orden sin encontrar oposición alguna. Tres meses después ingresaba en su cámara de maternidad para aguardar la llegada del heredero.

El parto fue largo y difícil, tanto que María se saltó sus convicciones católicas y accedió a que la futura nodriza de su hijo, una tal lady Reres, yaciera a su lado para que una bruja le traspasara –sin mucho éxito, claro está– los dolores de las contracciones. El 19 de junio llegó al mundo un varón, Jacobo. Se comunicó a la población con el encendido ritual de 500 hogueras por todo Edimburgo y colinas circundantes.

Del amor a la guerra

La llegada de un hijo no mejoró la situación del matrimonio. La relación entre María y Darnley estaba muerta. Él la había traicionado y ella, que ya tenía un heredero, no le necesitaba. Además, la Estuardo disponía de otro caballero que la colmaba de atenciones, uno de los capitostes protestantes, James Hepburn, conde de Bothwell. Un nubarrón se cernía sobre aquel potencial triángulo amoroso: María nunca se divorciaría de Darnley, so pena de que su hijo fuera declarado ilegítimo.

Con solo 25 años, María llevaba a sus espaldas un carrerón de conflictos y desgracias

Una demasiado casual y oscura providencia acudió en su ayuda. En febrero de 1567, mientras Darnley convalecía de una viruela, su residencia de Kirk O’Field saltó por los aires. En el jardín se encontró su cadáver, con signos de haber perecido estrangulado antes de la explosión.

¿Responsables? Aún hoy no está claro, aunque todo el mundo tenía un motivo. Bothwell, para tener el camino libre y desposarse con la reina (de hecho, se sabe que sus criados depositaron los barriles de pólvora). Los lores protestantes, porque veían a Darnley como un traidor, después de que huyera con la monarca. María tal vez estuvo implicada, pero jamás podrá probarse, así que cada biógrafo la juzga según sus simpatías.

Lo cierto es que el suceso pareció importarle poco. No se molestó demasiado en perseguir a los responsables y solo tres meses después del atentado se casó con Bothwell... por el rito protestante. Quizá estaba muy enamorada. O necesitaba desesperadamente energías para seguir reinando aquel caótico país, algo que su flamante marido, todo un hombre de acción, le prometía.

La popularidad de María tocó fondo. Perdió el favor de los católicos, aquellos que siempre la habían apoyado, y, para empeorar las cosas, a los lores protestantes no les gustó nada la boda: ellos querían una viuda a la que manejar a sus anchas. Otra vez estalló un polvorín. Con solo 25 años, María llevaba a sus espaldas un carrerón de conflictos y desgracias. No en vano ha pasado a la historia con el epíteto que le confeccionó Jane Austen: “The ill-fated queen”, la reina desdichada.

Dibujo del juicio al que fue sometida María Estuardo.

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Para evitar derramamientos de sangre, María se entregó a los nobles y fue llevada prisionera a la fortaleza insular de Lochleven. Se le facilitó un documento que debía firmar: su abdicación. A finales de ese mes de julio, su hijo Jacobo, de un año de edad, era coronado rey. Moray, el hermanastro de María, se encargaría de la regencia.

Los partidarios que le quedaban la ayudaron a escapar, reunieron un ejército y todo se decidió en el campo de batalla de Langside, Glasgow. María cayó vencida y no le quedó más remedio que huir. Se decidiría por el peor de los refugios.

El peor refugio

Desembarcó en Workington, en el norte de Inglaterra, convencida de que su prima la podía ayudar. Isabel se quedó perpleja. En todo momento había sabido de las conspiraciones contra la Estuardo –incluso las había alentado, dando cobijo a los conjurados–, y ahora esta le pedía amparo.

De ningún modo podía permitir que María caminara a sus anchas por Inglaterra: habría sido la sentencia de muerte de la Reina Virgen, pues la soberana del norte era mucho más popular entre los ingleses de lo que la posterior leyenda negra da a entender. Además, tenía una gran ventaja: un heredero. Había solucionado el problema número uno que debe afrontar todo monarca.

Así pues, fue llevada de prisión en prisión, hasta terminar en la del castillo de Fotheringhay, en el noreste de Londres. Veinte años después, el jefe del espionaje isabelino, sir Thomas Walsingham, había recabado suficiente material –cartas interceptadas– con que demostrar que la Estuardo estaba al corriente de las conjuras que los católicos urdían para liberarla e, incluso, de algún que otro plan para atentar contra Isabel.

Tumba de María Estuardo en la abadía de Westminster.

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El juicio, en octubre de 1586, duró dos días y finalizó con sentencia de muerte, aunque sin fecha fija. Estaba escrito de antemano: María debía morir. Los consejeros de Isabel tenían claro que el mayor delito de la Estuardo era seguir viviendo: “Mientras haya vida en ella habrá esperanza [para los católicos]; mientras ellos vivan con esperanza, nosotros viviremos con miedo”. El 7 de febrero de 1587 se notificó a María que el patíbulo la esperaba al día siguiente.

Un epílogo de ficción

Nápoles, 1834. Donizetti estrena María Estuardo. El punto culminante de la ópera es el momento previo a la ejecución, el encuentro entre las dos reinas. María pide clemencia. Isabel se muestra impasible. María se enfurece y la insulta: “Hija de prostituta”, “vil bastarda”. ¡Escándalo! Por un tiempo aquellas líneas fueron censuradas, aunque la escena quedaba tan pobre sin ellas que no tardaron en incluirse de nuevo en el libreto. Los espectadores siguen acudiendo a la ópera para vibrar con el tour de force de las soberanas. Un encuentro tan popular que uno casi olvida la farsa: María e Isabel jamás llegaron a verse las caras.

Este artículo se publicó en el número 449 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.