Isabel I de Inglaterra, una reina a la moda
La monarca lucía una vestimenta repleta de oropoles y boato. Con ello quería representar el poder de su posición una vez que ascendió al trono de Inglaterra.
Cuando la cabeza de su madre, Ana Bolena, rodó en la torre de Londres, y su padre, Enrique VIII, volvió a desposarse y concebir, Isabel fue declarada hija bastarda. Una bastarda que, no obstante, y por designios de su padre, ocupaba el tercer puesto en la línea de sucesión, tras sus hermanastros Eduardo y María.
En 1551, cuando Eduardo VI ya había sucedido a Enrique VIII, Isabel remitió al nuevo monarca su retrato. La princesa luce un vestido púrpura en el que, por acá y por allá, afloran hilos de oro. Esta costosa tela, según la ley, solo podían vestirla el rey y sus más inmediatos allegados. Isabel le estaba recordando sutilmente a Eduardo que, por muy bastarda que fuera, por sus venas también fluía sangre azul.
De la discreción al boato
Hoy en día, ni el más optimista de los críticos de moda calificaría el modo de vestir la actual reina británica, Isabel II, de osado. Durante los siglos XVI y XVII, sin embargo, en la corte inglesa era donde se contemplaban los más atrevidos atuendos, estrafalarios comparados con la sobriedad española que estaba en boga en el continente.
Los diplomáticos destacados en Londres hablaban de aristócratas “más ricamente vestidos que orgullosos persas” e incluso el propio Shakespeare bromeó sobre el batiburrillo de estilos continentales que podían encontrarse en un caballero de las islas. En El mercader de Venecia, Porcia dice de su pretendiente, el barón Falconbridge: “Yo creo que compró el jubón en Italia, las calzas en Francia, el bonete en Alemania y sus modales en todas partes”.
Isabel I, mientras reinaron sus hermanos Eduardo y María, mantuvo una manera de vestir exquisita, pero recatada. Se trataba de otro mensaje político: ella representaba la modestia y el decoro protestante. Pero cuando ascendió al trono no le quedó más remedio que apuntarse a las tendencias: su vestimenta representaba su poder, y era su obligación sobrepasar en boato y oropeles a sus muy presumidos cortesanos.
En privado vestía ropas sencillas, a veces hasta las mismas durante tres días seguidos. En público, sin embargo, creó a Gloriana, la Reina Virgen. La suya es una de las más opulentas e icónicas maneras de vestir de todos los tiempos, con sus kilos de perlas –su joya favorita, símbolo de su virginidad– y piedras preciosas, sus exquisitos tejidos y, sobre todo, sus gigantescas gorgueras hechas de reticella, un tipo de encaje italiano que costaba el salario anual de un trabajador y que un ejército de sirvientes equipado con hierros calientes debía mantener tieso.
La introducción del almidón en la década de 1560 fue la salvación: los cuellos se volvieron más alargados y puntiagudos, para horror de los vigías de la virtud protestante, que proclamaban que “Belcebú y Cerbero son archidiablos con grandes gorgueras”. Otra prenda de ropa que Isabel favorecía, pero que estaba censurada por los puritanos, era el verdugado, un armazón de alambres y madera que confería al faldón una forma cónica.
Aquellos consideraban que la prenda servía para disimular embarazos no deseados. Se trataba de una moda traída desde España por Catalina de Aragón. A finales del siglo XVI sería sustituida por los guardainfantes en forma de tambor o globo. Que una prenda de ropa fuera tan poco práctica incluso para sentarse era un indicativo de muy alta cuna. Las prendas cómodas eran para sirvientas y campesinas.
Etiqueta estricta
Isabel, al igual que su padre, era una obsesiva de la uniformidad en el vestir, e implementó leyes al respecto. Nadie por debajo de un barón podía usar calzas de terciopelo o satén. Los que no pertenecieran a la corte tenían totalmente prohibido el uso de pieles, y no podían abrochar su ropa con botones, por entonces muy caros de manufacturar. La soberana, sin embargo, fomentó una moda que en otras partes no se consideraría en absoluto cortesana: que sus caballeros lucieran un pendiente.
Se conserva el que la propia Isabel regaló a un cortesano con el retrato en miniatura de ella. Parte imprescindible del aspecto de la reina era su llameante pelo rojizo, del que se sentía tan orgullosa que mandaba teñir de este color la cola del caballo que tuviese que cabalgar. Sus flamígeros rizos contrastaban con la blancura de su rostro, que, a partir de los 29 años, cuando el sarampión lo sembró de marcas, cubrió con gruesas capas de maquillaje blanco.
La Reina Virgen creó la ilusión de no envejecer. Su rostro parecía el mismo. La caída del pelo se ocultaba detrás de una colección de 60 carísimas pelucas de pelo natural. Y los ampulosos vestidos y gigantescas joyas completaban el efecto. El inventario oficial de su ropero en el momento de su muerte, a los 69 años, listaba hasta 1.900 piezas, algunas con la etiqueta de tesoro de Estado. Pero los vientos políticos soplaban muy racheados en aquella Inglaterra de continuos sustos sucesorios. Ana de Dinamarca, la consorte de Jacobo I, primo y sucesor de Isabel, saqueó aquellos arcones con el fin de coser vestidos para un baile de máscaras navideño.
Unos guantes nada prácticos
Isabel I estaba muy orgullosa de sus manos, y presumía de ellas en casi todos sus retratos. Sin embargo, el arte no siempre refleja la cotidianeidad. La monarca llevaba guantes casi siempre para proteger sus blancos tesoros, unos guantes que le impedían sostener o realizar tarea alguna, pues tenían los dedos excesivamente largos. Eran, por supuesto, un símbolo de que no se ganaba la vida con sus manos.
Los guantes se manufacturaban principalmente de piel de ante, de cordero o decabra. Los guanteletes –la parte que cubre la muñeca– estaban ricamente bordados y decorados con plumas, piedras preciosas y, a veces, trozos de tapiz cosidos. Solo existe un cuadro en el que la reina lleve guantes, Isabel y las tres diosas, pintado por Hans Eworth en 1569 (al comienzo del texto). Se trata de una reinterpretación muy sui géneris del Juicio de Paris. Este es un episodio mitológico en el que el pastor Paris debía entregar una manzana de oro del jardín de las Hespérides a la diosa que considerara más hermosa: Afrodita, Herao Atenea.
Isabel ejerce de Paris y se queda con el premio: el orbe, en lugar de una manzana. La soberana se hizo pintar en esta escena dos veces. Se trataba a alegoría que dejaba a Isabel muy bien parada. En el juicio mitológico, la decisión de Paris, que escogió a Afrodita porque esta le prometió el amor de Helena de Troya, hizo estallar una guerra, la de Troya. La decisión de Isabel de elegirse a sí misma como la merecedora del orbe –símbolo del poder real– traería como resultado la paz a su país, después de la sangre derramada durante el reinado de su hermana, María I.
Este texto se basa en un artículo publicado en el número 546 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .