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El accidentado camino al trono de Enrique VIII

Los Tudor

El futuro Enrique VIII se crió lejos de la corte de su padre: era un segundón no destinado a reinar. Su formación política llegaría tarde, cuando el azar lo situó en la línea de sucesión

Enrique VIII en un retrato a los 18 años.

Dominio público

Ocurrido a unos ocho kilómetros de Londres, en el palacio de Greenwich, el nacimiento del futuro Enrique VIII no causó demasiado revuelo ni en su hogar ni en el resto de Inglaterra. Era el segundón de una dinastía recién fundada. Pese a que la nueva rosa Tudor unía la blanca de los York con la roja de los Lancaster, en el país seguía fresco el recuerdo de la larga guerra civil que enfrentó a ambas ramas Plantagenet.

El padre del pequeño, Enrique VII, había estabilizado el reino al casarse con Isabel de York, sobrina del monarca previo (Ricardo III, derrotado y muerto en la batalla de Bosworth) y heredera principal de este linaje, al ser hija del soberano al que Ricardo había usurpado el cetro. La muerte del polémico Ricardo, la boda de Enrique con la bella Isabel y el ascenso de una nueva estirpe al frente del Estado habían pacificado Inglaterra, pero este mosaico de factores no componía más que una fachada.

Enrique VII, el rey que había acabado con la guerra de las Dos Rosas, se llamaba Tudor. Pero Tudor era simplemente el apellido de un oscuro caballero galés que, años antes, había emparentado con los Lancaster, de quienes heredó Enrique el derecho a la Corona. Esto no escapaba a los nobles del otro partido, los yorkistas, que nunca verían como suyo al monarca, por más que se hubiera casado con la princesa de su bando.

No iban muy errados. El soberano, tras su triunfo en la batalla de Bosworth, purgó a conciencia la casa de York, y después, avanzado su gobierno, no se cansó de atosigar fiscalmente a los que quedaron para mantenerlos debilitados. Cuando, en 1491, nació el segundo hijo varón de Enrique VII, la posición de los Tudor era consistente, pero no sólida. Como una piedra porosa.

Aunque su bautismo gozó de boato, la educación del niño volvió a subrayar que no contaba demasiado

De hecho, una década más tarde, al negociarse la boda entre Arturo, el primogénito, y Catalina, la hija menor de los Reyes Católicos, Fernando de Aragón alegó dicha fragilidad para obtener un descuento en la dote.

Un príncipe de segunda

Si así de ambiguo se veía el futuro político de la estirpe, el del niño recién nacido era aún más incierto. Ocupaba un lugar menor en la línea sucesoria. Por un lado, ya había un heredero, su hermano Arturo (su hermana Margarita, también mayor que él, no contaba en este sentido). Por otro, los bebés valían poco en ese entonces, porque apenas la mitad superaban la infancia.

Bien lo sabrían Enrique VII e Isabel de York, que solo verían crecer a cuatro de sus siete hijos. Entre ellos, el segundo varón, Enrique. Llevaba, sí, el nombre de su padre, pero tan irrelevante era de cara al trono que una de sus abuelas, encargada de anotar los acontecimientos importantes de la familia, solo apuntó la fecha en que el pequeño vino al mundo. Encima, la anotó mal, y la tuvo que corregir después. Otra muestra de la poca trascendencia que se dio al advenimiento de quien sería el Tudor más influyente en la historia.

Aunque su bautismo gozó de la pompa de estas ocasiones (después de todo, se trataba de un hijo del rey, y el nacimiento aumentaba las probabilidades sucesorias del clan), la educación temprana del niño volvió a subrayar que no contaba demasiado. Fue criado ajeno a la corte y no disfrutó ni por asomo de los privilegios concedidos a su hermano Arturo, que desde la edad más tierna poseyó séquito propio en su condición de príncipe de Gales. Enrique no.

El palacio en Greenwich donde nació Enrique, en un dibujo del siglo XVII.

Dominio público

Pasó los primeros años en compañía de su madre y de su hermana Margarita, compartiendo un entorno cotidiano distante del poder fáctico. Creció en la guardería real, a la que se sumarían con el tiempo otras princesas –sus hermanas María, Isabel y Catalina– y solo un niño más, Edmundo, que vivió apenas unos meses.

Era una situación muy distinta de la experimentada por el primogénito Arturo, enviado a Gales ya a los seis años para que se formara como gobernante. Enrique se crió en un entorno femenino, una auténtica rareza en un clan de personalidades aguerridas como el de los Tudor.

La madre del pequeño, además, cabeza de la guardería real, era una mujer dulce, afectuosa y contemporizadora en comparación con su ambiciosa familia. Pese a la imagen tiránica y también de caprichoso barbazul que daría durante su mandato, el futuro Enrique VIII disfrutó de una infancia bien arropada en términos emocionales. Es posible que su madre, aparte de brindarle cariño, fuera su primera maestra y le enseñara a leer y escribir.

Mientras tanto, un incidente vino paradójicamente a mejorar las posibilidades de Enrique de ascender al trono. Cuando contaba dos años, empezó a intrigar por las cortes europeas un joven, Perkin Warbeck, que decía ser uno de los dos príncipes supuestamente asesinados en la torre de Londres por el usurpador Ricardo III. De ser cierta la versión de Warbeck sobre su fuga de la prisión antes de la tragedia, el trono de los Tudor corría un serio peligro.

El pretendiente, por lo pronto, ya se había ganado la confianza de la duquesa de Borgoña, una York, e incluso había dirigido una carta al aliado principal de Enrique VII, la poderosa Isabel de Castilla. Consciente de la gravedad de esta amenaza –él mismo había conquistado la Corona inglesa con el apoyo de fuerzas extranjeras–, el monarca echó mano de un recurso casi olvidado en la guardería real: su segundo varón.

La influencia de Skelton sería crucial, al proporcionarle modelos caballerescos reales e imaginarios

Decidió nombrar al pequeño Enrique duque de York, en lugar de otorgarle el título habitual y de menor influencia política de duque de Clarence, con la esperanza de que este guiño atrajera hacia su causa las simpatías yorkistas. La investidura de Enrique fue una ceremonia mucho más ostentosa que la de su bautismo. Entró en Londres a caballo haciendo gala de una gran destreza como jinete, lo que impresionó a la corte y al pueblo –tenía apenas tres años–.

Iba seguido por numerosos caballeros en “la mejor ordenada y más aclamada de todas la procesiones que yo haya oído en Inglaterra”, según el bando oficial que el rey se encargó de difundir por cada rincón del país. La primera aparición pública del futuro monarca no podía haber sido más espectacular.

Sueños caballerescos

No mucho después comenzó su educación formal. Fue encomendada a John Skelton, un poeta de estilo ampuloso, pensamientos banales y latines anticuados, pero que fomentó en el alumno el amor por la historia y la literatura épica y le enseñó la conveniencia del rigor al analizar un texto. Esto último sería visible cuando, convertido en Enrique VIII, corrigiera de su puño y letra la correspondencia, memoriales o incluso poemas que dictaba a los escribas cortesanos.

La influencia de Skelton también resultaría crucial al proporcionarle, entre los cinco y los diez años, el período a su cuidado, modelos caballerescos reales (Enrique V de Inglaterra) o imaginarios (el rey Arturo) en los que ver reflejada una quimera que persiguió toda la vida: cosechar fama. Además de instruirlo con libros históricos y clásicos literarios, el tutor también compuso tratados pedagógicos para su ilustre estudiante.

Arturo y su esposa partieron a su señorío de Gales. Allí fueron felices... apenas cinco meses

En el Espejo para un príncipe incluyó consejos en latín como “No desflores vírgenes; no violes viudas” o “Apártate de la borrachera”, cuya ramplonería terminaría costándole el puesto al profesor, no precisamente brillante. Aun así, fue en compañía de Skelton como el pequeño Tudor conoció a un auténtico titán intelectual de la época, Erasmo de Róterdam, al que sorprendió con su personalidad.

Heredero por azar

Entretanto, la corte se preparaba para festejar por todo lo alto un acontecimiento vital para los asuntos exteriores de la casa real. El primogénito de Enrique VII, Arturo, iba a casarse con Catalina de Aragón, la hija menor de los Reyes Católicos. Es decir, la infanta de un imperio que ya se extendía por la España reconquistada y el recién descubierto Nuevo Mundo. Pronto abarcaría Nápoles, y con el tiempo, como consecuencia del enlace de la princesa Juana –la mal llamada Loca– con el Habsburgo Felipe el Hermoso, también Austria, los Países Bajos y su esfera de dominio.

Tras duras negociaciones para concertar las condiciones de un matrimonio de semejante conveniencia para la Corona británica, la boda tuvo lugar en la catedral londinense de San Pablo. Los fastos se prolongaron varios días. Eso sí, solo tras quedar bien atadas las peticiones de una dote suculenta por parte de Enrique VII y a cambio de que a Fernando e Isabel se les garantizara la seguridad de su hija en un reino que, a pesar de las apariencias, seguía siendo inestable. Pero todo salió bien.

Enrique, entonces de 10 años, condujo del brazo a Catalina hasta el novio, se consagró la unión y, después de muchas fiestas en las que el joven duque de York sobresalió en el baile, Arturo y su esposa partieron a su señorío de Gales. Allí fueron felices... apenas cinco meses. El marido, quinceañero, murió de forma repentina.

Catalina de Aragón fue la primera esposa de Enrique VIII.

Dominio público

Sus padres quedaron destrozados. La sensible Isabel de York, por la pérdida de su hijo mayor. Enrique VII, por sentirse culpable (creía, como muchos de sus contemporáneos, que el muchacho había muerto por mantener relaciones sexuales prematuras) y por la revolución que implicaba para su casa la defunción del heredero. En cambio, el príncipe Enrique ni se inmutó. Su hermano era casi un desconocido para él y, por otro lado, sabía las consecuencias dinásticas de su desaparición.

Más cuando un examen confirmó que Catalina no estaba encinta. Ahora el príncipe de Gales, el futuro rey, era él, Enrique Tudor hijo. Pero mientras saboreaba ese momento, antes de oficializarse su nueva posición, la vida lo golpeó con toda la fuerza. No había pasado un año desde el fallecimiento de Arturo cuando también murió su madre, a la que Enrique estaba muy apegado. La mujer, que rozaba la cuarentena, había fallecido tras un parto difícil, en un intento desesperado por consolidar la debilitada línea sucesoria.

Esta vez el príncipe lloró hasta extenuarse. Diría después que la muerte de su madre, con quien todavía compartía techo, había sido el mayor revés de su existencia. Quizá responsabilizara de ella a su padre, por tratarse de un embarazo tardío buscado con fines políticos. En cualquier caso, en una carta que escribió a Erasmo años más tarde, calificó este suceso de “odiosa inteligencia”. Como lo fue que no pudiera asistir al funeral por razones de Estado.

Ser un Tudor no era fácil. El tiempo pasó y le trajo la alegría, a los 12 años, de ser coronado príncipe de Gales. De pronto contaba con un presupuesto y sirvientes propios. Entre ellos, tutores mejores que el inefable Skelton. El latín caduco de este fue suplantado por el erasmista de John Holt, un pedagogo avanzado. Amigo del humanista Tomás Moro, había desarrollado un método para aprender el idioma que ayudaba a recordar los elementos lingüísticos empleando los dedos y las falanges de la mano.

Enrique también recibió lecciones de laúd y francés del flamenco Giles Duwes, así como de instrumentos de viento por parte de un tal Guillam. La música sería una afición que lo acompañaría de por vida. Lo mismo que la composición de versos y de prosa o, incluso, el diseño arquitectónico. A estos intereses artísticos sumó por estas fechas el aprendizaje de la caballerí a, de manos del experto Thomas Simpson, y la práctica de deportes nobiliarios como la caza o un tenis primitivo.

También, por supuesto, modos de entretenimiento más ociosos, como los dados y las apuestas, a los que se dedicaría con idéntica pasión. Todo un príncipe renacentista. Pese a su flamante condición de heredero de la Corona, Enrique seguía compartiendo la guardería real con sus hermanas. Esta situación se prolongó durante 18 meses, hasta que fue llamado a la corte por su padre.

Muchos, como Moro, Dudley –consejero de Enrique VII– o el embajador español, creyeron que este acercamiento afianzaría la hasta entonces distante relación entre el monarca y su hijo. En definitiva, se abría un panorama esperanzador de continuidad política para Inglaterra, vapuleada no hacía mucho por la guerra civil de las Dos Rosas. En parte ocurrió así. El soberano mantuvo al príncipe estrechamente a su lado. Las dependencias de Enrique lindaban con las suyas en palacio y no había lugar adonde viajara el rey al que no fuera su heredero.

Y en las reuniones ministeriales y diplomáticas, el joven –que tenía el buen juicio de estarse callado, mostrando una prudencia elogiada por todos– se sentaba al lado de su padre. Pero no había más que observarlos para percibir que eran personas muy distintas. Lo proclamaba incluso su fisonomía. El príncipe de Gales era todo un York, como su madre.

Tomás Moro fue un reconocido humanista con gran influencia en la corte del joven Enrique.

Dominio público

Muy parecido a Eduardo IV, su abuelo materno, destacaba por su altura, corpulencia y abundante cabellera pelirroja. Nada que ver con los rasgos de su progenitor, que como buen Lancaster eran huesudos y más delicados. Las diferencias en el carácter eran aún más notables. Ambos eran –Enrique lo sería– hombres valientes, sagaces y despiadados, en el campo de batalla y en las luchas de salón, pero con estilos completamente opuestos.

El soberano, cauteloso, había prohibido a su hijo batirse en justas y torneos, precisamente la gran ilusión de Enrique, repleto de sueños caballerescos. Y si el muchacho heredó de su madre el gusto por el lujo, el monarca se había vuelto mezquino con los años, hasta el punto de someter, sobre todo a sus antiguos rivales yorkistas, a un auténtico terrorismo fiscal.

Con achaques de salud, envejecido antes de tiempo y desencantado, Enrique VII también contrastaba con la vitalidad y las ambiciones radiantes de su sucesor. Pero el Enrique joven sabía reprimirse. Obedecía en silencio cada decisión de su padre, lo que no hacía sino alentar aquellas esperanzas de continuidad albergadas por tantos en la corte.

Aun cuando significara renovar la máxima alianza exterior de Inglaterra, la española, a costa de que lo casaran con la viuda de su hermano: meses después de muerto el príncipe Arturo, el rey comprometió a su otro hijo con Catalina de Aragón. La infanta quizá se vio forzada a mentir para que el enlace se llevara a cabo, diciendo que el matrimonio previo no se había consumado.

Catalina también padeció la tacañería del monarca mientras esperaba, durante siete años interminables, que las negociaciones entre su padre, el del novio y la Santa Sede anularan la unión anterior o confirmaran el interés británico en España, donde la muerte de Isabel la Católica eliminó a Castilla del pacto.

A lo largo de aquel período, Catalina penó en Inglaterra sin llegar a tener “para camisas”, o “solo para comida”, según explicaba en su correspondencia privada. Y tuvo que sufrir la ofensa de Enrique, que, leal a su progenitor, afirmó que su compromiso se había hecho sin consultar su opinión.

Adiós a la prudencia

El chico Tudor no incluía los escrúpulos entre sus numerosas virtudes. Cualquier duda que quedara al respecto se esfumó cuando, no mucho después de concertada por fin la boda, falleció su padre. Fue el 21 de abril de 1509, y en apenas 48 horas Enrique VIII despejó las incógnitas políticas sobre el relevo en su dinastía.

Disolvió el Consejo de Estado, encarceló a los dos ministros más impopulares del régimen anterior –Dudley y sir Richard Empson, ejecutados más tarde por alta traición–, ordenó una amnistía general que fue recibida entre vítores y detuvo la sangría económica de los yorkistas, que por primera vez en décadas sintieron que uno de los suyos asumía de nuevo el poder.

Ahora sí podía darse por zanjado el conflicto de las Dos Rosas. Inglaterra estaba unida sin fisuras. Pese a la purga del gabinete, hacía casi un siglo que no se vivía en el país una sucesión sin guerras. Atrás quedaban los años del príncipe prudente. Comenzaba el mandato más individualista en la larga historia de la Corona británica.

Este artículo se publicó en el número 500 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.