¿Qué fue de los templarios en España?
Edad Media
El Temple corrió en la península un destino muy distinto al que sufrió en Francia. ¿Por qué se benefició la orden de la indulgencia de los reinos hispanos?
Los templarios siempre han fascinado tanto a historiadores como a novelistas. Sin duda, su dramático final, con hoguera incluida para muchos por las terribles acusaciones lanzadas contra ellos, tiene mucho que ver. Sin embargo, los templarios presentes en los reinos de la península ibérica apenas sufrieron castigo, a diferencia de sus hermanos franceses.
Incluso se puede decir que, en general, salieron indemnes de la situación, pese a la firme hostilidad del papado hacia ellos y la inquina de la Corona francesa. Ello fue posible porque contaron con la protección de las monarquías locales, que supieron maniobrar ante Roma contra los deseos del rey de Francia, el gran instigador de la conjura contra la orden del Temple. ¿A qué se debió la indulgencia con que fueron tratados los templarios hispanos? ¿Por qué su suerte fue tan dispar a la del resto de la orden?
Una implantación temprana
El Temple se creó en 1119 en Jerusalén para defender los Santos Lugares y luchar contra los infieles. Sus fundadores fueron caballeros franceses, y fue lógico que casi todos sus grandes maestres y la mayor parte de sus caballeros fuesen galos, y que Francia se constituyese en el gran centro de su poder.
Solo nueve años después de su fundación ya se tiene conocimiento de la presencia de la orden en la península
Precisamente su influencia en el reino vecino, así como el tesoro acumulado en París tras casi dos siglos de existencia, sería la causa de su perdición a manos del monarca francés. Pero los templarios también se fueron asentando, desde los primeros momentos, fuera de Francia, donde muchos caballeros decidieron ingresar en la orden fascinados por su espíritu cruzado .
Reyes y nobles de toda Europa donaron propiedades como ayuda a su misión. No obstante, la península tenía unas características especiales: era el único lugar, aparte de Tierra Santa, donde se podía luchar contra el infiel. No tenía el atractivo místico de los Santos Lugares ni reportaba los botines que se obtenían allí, pero era un segundo frente interesante. Además, para los reyes hispanos resultaba vital la participación de las órdenes militares, templarios o no.
Eran una importante fuerza de choque, formada por soldados profesionales en permanente pie de guerra, y además facilitaban las repoblaciones estables de las zonas conquistadas. Solo nueve años después de su fundación, antes de que los templarios entrasen en combate en Tierra Santa, ya se tiene conocimiento de la presencia de la orden en la península.
La condesa Teresa de Portugal les dejaba en herencia el castillo de Soure, Coimbra, en 1128. Estaba en un enclave recién conquistado, y el rey de León Alfonso VII, al que la condesa debía obediencia, se mostró favorable a la decisión. Poco antes de morir en 1131, el conde de Barcelona Ramón Berenguer III se adhirió a la orden y testó a favor suyo. Le cedió un castillo con todos sus bienes y rentas ubicado en la zona fronteriza del sur.
Al año siguiente, el conde de Urgell donaba otra fortaleza, también en primera línea de combate. En Aragón y Navarra, por entonces unidos bajo el cetro de Alfonso I el Batallador, la presencia del Temple también es temprana. El reino tenía jurisdicciones al norte de los Pirineos, en la Provenza, por lo que la corte estaba muy influenciada por la presencia de caballeros y nobles galos.
Estos trajeron consigo, fruto de sus experiencias en la primera cruzada, la novedad de las órdenes militares, y en concreto la del Temple, que se expandía de la mano del Cister. No en vano, Bernardo de Claraval, que fue el impulsor de esta orden monástica, fue quien redactó la regla de los templarios. Alfonso I, en plena guerra de reconquista de las comarcas zaragozanas, contagiado de entusiasmo cruzado, fundó las órdenes de Belchite y Monreal para contribuir a la sagrada misión.
Poco después, varios de sus amigos, veteranos de las luchas en Tierra Santa, dejaron sus posesiones en testamento al Temple. Esta inclinación, junto con la falta de descendencia, condujo a Alfonso I en 1131 a testar también a favor de los templarios, lo que suponía dar entrada por la puerta grande a la orden en su reino.
El caso castellano
En Castilla, sin embargo, el Temple tardó más en implantarse y nunca alcanzaría tanta presencia como en los reinos vecinos, a pesar de contar con la frontera musulmana más extensa.
Hasta 1146 no se encuentran datos de donaciones en la provincia de Soria, pero, además, se hacen a nombre del maestre de Provenza, Aragón y Cataluña, lo que revela que no existía tal cargo para Castilla, León o Portugal. Tres años después se cedió a los templarios Calatrava, importante enclave manchego en el camino de Toledo a Córdoba, pero estos lo abandonaron en 1157, devolviéndolo a la Corona.
Existe controversia sobre el motivo. Según algunos autores, lo hicieron por verse incapaces de defenderlo ante las ofensivas musulmanas. Su pérdida habría supuesto un desprestigio para el Temple. Otros afirman que pudo ser fruto del pacto de la orden con el nuevo rey castellano, Sancho III, que quizá desconfiaba de un cuerpo sometido a obediencia exterior. Lo cierto es que el enclave pasó a manos de una orden nueva, castellana, que se llamó precisamente de Calatrava.
En su testamento dejaba su reino de Aragón y Navarra a las órdenes del Santo Sepulcro, del Hospital y del Temple
Años después surgirían las de Santiago y Alcántara, que asumirían la vanguardia combatiente de la frontera. En este entramado, solo los hospitalarios tuvieron presencia como orden exterior, aunque moderada. Los templarios acumularon posesiones en retaguardia. El resultado fue un menor papel militar en la Reconquista. Como el Temple no tenía suficiente entidad, al menos durante el siglo XII, el maestre del reino de Aragón dirigía las encomiendas de Castilla.
Posiblemente esto acentuó la resistencia castellana a apoyar a una orden gobernada por autoridades foráneas. Además, el hecho de estar comandada por un gran maestre extranjero y su sujeción a la autoridad papal podían suponer que, en un momento dado, los templarios fuesen llamados a luchar en Tierra Santa, con los graves problemas militares que ello acarrearía para el reino. Con órdenes locales, en las que sus maestres estuviesen controlados por el monarca, el peligro de dobles lealtades desaparecía.
Testamento conflictivo
Alfonso I el Batallador murió en 1134, días después de fracasar en el sitio de Fraga, no se sabe si a causa de alguna herida. En su testamento dejaba su reino de Aragón y Navarra a las órdenes militares del Santo Sepulcro, del Hospital y del Temple, esta la única que en ese momento se dedicaba al combate contra el infiel. Aún se debate el motivo de tan excéntrica decisión, que supuso ceder la soberanía a órdenes extranjeras. Cierto que el difunto rey estaba muy influido por el espíritu cruzado y que no tenía descendencia.
Pero también sabía que su aplicación sería muy compleja por la tradición jurídica de sus reinos y muy difícil de asumir para la nobleza local, lo que podía desencadenar graves disturbios. ¿Por qué lo hizo? La historiadora Elena Lourie ha aportado una controvertida explicación. En su opinión, Alfonso sabía que, a su muerte, Aragón podía caer en manos de su hijastro Alfonso VII de Castilla o de sus aliados franceses, como el conde de Tolosa.
Las malas relaciones con el rey castellano y la falta de hijos hacían prever maniobras anexionistas. Para evitarlo, habría diseñado la ingeniosa estrategia de dejar el reino a las órdenes militares, y de este modo, comprometiendo a la autoridad papal, lo salvaba de su desaparición. Castilla no se hizo con Aragón, pero la nobleza impugnó el testamento.
La de Navarra nombró un nuevo rey, García Ramírez, desgajándose para siempre de Aragón. La de Aragón sacó del convento al hermano del difunto, Ramiro, y lo coronó como Ramiro II el Monje. Este, tras casarse con Inés de Poitiers y engendrar a Petronila, volvió a la vida monacal, nombrando como regente al futuro esposo de la niña, el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV.
El noble catalán, como príncipe de Aragón, tendría que solucionar el tema de la herencia de un modo satisfactorio para que su autoridad fuese reconocida por el papa, que abogaba por el cumplimiento del testamento de Alfonso. En 1140, Ramón Berenguer IV llegó a un acuerdo de cesión de varios enclaves con los hospitalarios y con la orden del Santo Sepulcro, y dejó para más tarde el pacto con el Temple.
En Castilla no se dieron tensiones de importancia con la monarquía, aunque sí con las órdenes militares locales
Este culminó tres años después en el acuerdo de Gerona, y la orden resultó muy beneficiada por varios motivos. El conde estaba vinculado afectivamente a los templarios, pues su padre, Ramón Berenguer III, había sido uno de los primeros en adherirse a la orden. Además veía en ellos una excelente fuerza de choque para la conquista de territorios en el sur, empresa en la que Aragón iba muy por detrás de Castilla.
El conde les cedió varios castillos, una décima parte de las rentas reales, un quinto del botín obtenido en las expediciones en que participasen y la misma proporción de tierras conquistadas. Estas donaciones aportaron a la orden un enorme patrimonio. Los templarios no habían conseguido un trato tan magnífico en ningún otro territorio hispano, y, a cambio, Aragón se aseguraba un excelente ejército profesional, aparte de la consolidación del reino.
El testamento de Alfonso fue el medio por el cual Cataluña y Aragón se convirtieron en la zona de la península con mayor presencia templaria y en donde más intervinieron en las guerras de Reconquista.
A buenas y a malas
A raíz de su diferente implantación, las relaciones de la orden con las distintas casas reales fueron muy diversas. En Navarra, donde su presencia fue siempre escasa, no hubo conflictos con la Corona, lo mismo que en Portugal, aunque aquí tenía más peso.
En Castilla no se dieron tensiones de importancia con la monarquía, aunque sí con las órdenes militares locales. Dado lo extenso del reino, los templarios recibieron herencias y donaciones y colaboraron en las tareas militares, pero su papel fue siempre menor que el de las órdenes castellanas.
En cambio, en Aragón, debido al gran peso político y económico de la orden, vivieron notables pugnas de poder con los soberanos, a pesar de su aparentemente buena relación y de sus constantes combates en la franja fronteriza.
La influencia templaria en el reino se dejaba ver también en otro terreno: su orden monástica hermana, el Cister, aterrizaba a mediados de siglo en Veruela, Santes Creus y Poblet . Los problemas entre templarios y reyes de Aragón giraron siempre en torno a los compromisos contraídos. La Corona solía quejarse de que la orden no cumplía como debía en su ayuda militar, y el Temple de que no recibía las prestaciones acordadas. Esta tensión varió en cada reinado.
Durante la segunda mitad del siglo XII, a pesar de las reticencias del nuevo rey Alfonso II (solo les entregó dos fortalezas), los templarios siguieron acumulando poder gracias a las donaciones y a la incorporación de órdenes de carácter local, como las de Belchite, Monreal y Montegaudio. Demuestra su fuerza que tres maestres de la provincia de Aragón, Cataluña y Provenza (una sola unidad en la administración templaria) alcanzaran el rango supremo de gran maestre.
El resto siempre fueron franceses. Con los monarcas siguientes, Pedro II y Jaime I, tiene lugar el auge del poder del Temple. Paradigma de ello fue la custodia que ejerció la orden sobre Jaime durante tres años de su infancia en el castillo de Monzón. Bajo estos reinados se extendió el uso de las casas del Temple como bancos o cajas de seguridad de tesoros y documentos. Por otra parte, las casas nobiliarias del reino empezaron a tener presencia en la orden, tejiendo una tupida red de intereses en torno a ella y consolidándola como aparato de poder.
Como organización sometida al papa, se cuidó de no guerrear contra otros reinos cristianos, incluido el de los francos. Estos se enfrentaron al rey Pedro II a raíz de su apoyo a los cátaros, y causaron su muerte en la batalla de Muret. El joven Jaime I no debió de olvidar la inhibición de los templarios en ese conflicto, y en 1233 revocó el acuerdo de donarles una quinta parte de las tierras conquistadas.
La orden había sido expulsada de Tierra Santa y ya no podía cumplir con su principal cometido
Les equiparaba así con el resto de las órdenes, aunque siguió contando con ellos en sus empresas militares. Sin embargo, un decenio más tarde concluyó la Reconquista para Aragón, lo que hizo que los monjes-soldado no tuviesen por qué luchar. Mantenían su poder político y económico, pero ya no eran el brazo militar. No podían participar en la lucha por la expansión mediterránea, que era a costa de otros cristianos.
Con los siguientes reyes, Pedro III y Alfonso III, las relaciones fueron estables, aunque el malestar de la Corona era evidente por la neutralidad del Temple en los conflictos con Francia, también interesada en el control del Mediterráneo occidental.
La incruenta disolución
A finales de 1307, el rey de Francia decidió actuar contra los templarios. La orden había sido expulsada de Tierra Santa y ya no podía cumplir con su principal cometido. Por otra parte, su influencia en Francia la convertía en una molestia, al tiempo que en un bocado apetecible para la monarquía. Movido por ello, el rey Felipe IV maniobró ante el papa Clemente V y acusó infundadamente a los templarios de herejía.
De inmediato fueron apresados y sus bienes incautados. Los edictos papales obligaban a actuar en el mismo sentido a todos los reinos cristianos. Los reyes hispanos, conociendo la jugada del francés, se mostraron incrédulos ante las denuncias, pero acataron las órdenes tanto por conveniencia (por ganar posesiones) como por obediencia a Roma.
Navarra, entonces en la órbita de Francia, cedió enseguida y confiscó los bienes templarios, aunque la presencia de la orden en el reino era testimonial.
En Castilla, sus posesiones incautadas fueron distribuidas entre la nobleza, la Corona, los concejos y el resto de órdenes militares, sobre todo las locales. Pese a que las disposiciones papales establecían que debían pasar en su totalidad a los hospitalarios, la monarquía castellana dilató el proceso setenta años, consiguiendo que la Santa Sede se olvidase del tema. No afectaron a la Corona las excomuniones decretadas por incumplir las directrices papales.
Ello fue posible por el relativo peso que la orden tenía en el reino. Los templarios fueron declarados inocentes en un concilio celebrado en Salamanca en 1310 y puestos en libertad.
Lo mismo sucedió en Navarra y Portugal, aunque en este último reino, para preservar parte de sus propiedades, varias fortalezas y tierras pasaron a la nueva orden de Cristo, que era en parte continuidad de los disueltos templarios.
Más problemática fue su extinción en Aragón. A su mayor presencia se añadía el hecho de que Francia se fortalecería con la disolución de la orden, y con ello aumentarían sus ansias expansionistas, lo que era un peligro para la Corona aragonesa. Pero no podía negarse a proceder contra los templarios. Por tanto, en 1308 encarceló a los miembros de la orden y ocupó sus bienes.
Varios castillos resistieron durante meses los cercos de las tropas reales, pero acabaron pactando las rendiciones uno a uno. Su resistencia a la disolución acarreó la prisión para muchos, y se llegó a torturas a instancias de las autoridades papales, que no aceptaban su unánime proclamación de inocencia. Finalmente se impuso una solución de compromiso y, tras ser declarados inocentes en el Concilio de Tarragona de 1312, sus numerosas propiedades se distribuyeron entre la Corona y la orden del Hospital.
Todas excepto las del reino de Valencia, que pasaron a la orden de Montesa, fundada como heredera de los templarios y encargada de defender las fronteras de un posible avance musulmán. Hay que señalar que los caballeros de la orden recibieron rentas o indemnizaciones por los bienes expropiados en todos los reinos hispanos.
La indulgencia con que fueron tratados los templarios en las monarquías hispánicas cabe atribuirla a varias razones. En primer lugar, la orden no contaba con los efectivos, las propiedades y los tesoros que sí tenían en la casa central francesa y que habían alimentado el recelo y la codicia de su rey.
Aquí tampoco habían alcanzado un poder que escapase al control de las Coronas. Por otra parte, al margen de posibles sentimientos de gratitud por la lucha contra los musulmanes, los templarios formaban una élite militar y administrativa de la que los reinos hispanos no querían prescindir.
Al reconocer su inocencia podían seguir contando con ellos, aunque fuese bajo otro nombre. Era algo importante, teniendo en cuenta que la amenaza musulmana persistía. Acabar físicamente con los templarios, como en Francia, habría supuesto debilitarse como reinos, lo que obviamente no estaban dispuestos a hacer los monarcas peninsulares, y menos si las contrapartidas no eran tan golosas como las que obtenía el rey francés.
Este artículo se publicó en el número 521 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.