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El día a día de los caballeros andantes

Su razón de ser era luchar. Curtido por mil sacrificios, el caballero medieval buscaba gloria y botín, ya fuese en la guerra o en los torneos. Con el tiempo, se ocuparía también de cortejar a las damas y disfrutar de la música, la trova y la buena mesa.

Duelo de Caballeros de Eugène Delacroix

caballeros medievales

1. El aprendizaje: los años previos al ingreso en la caballería

Un caballero medieval basaba su existencia en el esfuerzo. Para empezar, no accedía a esta condición de la noche a la mañana. Sus posibilidades de seguir la senda de los paladines comenzaban o acababan con el propio nacimiento. En una sociedad rígida y altamente jerarquizada, debía ver la luz en el seno de una familia noble. Después se iniciaba como aprendiz antes de aspirar, pasados los años y tras ciertos grados, a la maestría en su oficio. Un candidato a jinete armado tenía que recorrer con paciencia un largo escalafón hasta ser investido.

Desde la niñez

El caballero comenzaba a formarse como tal ya en la infancia, en el castillo familiar. Allí aprendía a ser servicial y pulcro en el trato con las damas, que le encargaban pequeñas tareas, y a ejercitarse en el manejo de las armas y en el arte ecuestre. La cetrería y otras formas de caza, así como los simulacros de justas a lomos de caballos de madera con ruedas y contra estafermos (monigotes giratorios con brazos), eran parte habitual del entrenamiento militar infantil. Y los escuderos y mozos de cuadra actuaban como maestros iniciales.

Entre los diez y los doce años, el principiante abandonaba el hogar para continuar su adiestramiento en un sitio menos benevolente. Solían ser las tierras del superior feudal de su padre. En este señorío, el doncel (un joven noble que todavía no había sido armado caballero) era recibido en calidad de paje. Sus obligaciones cortesanas consistían en entretener el ocio de las damas recitando poemas, interpretando música o jugando al ajedrez. También se esperaba que acarrease mensajes por la propiedad y, en la mesa, que escanciara el vino a los mayores o cortara la carne a los a menudo desdentados ancianos.

Aparte de habituarse a las maneras de salón, a medida que crecía y se robustecía se le iba permitiendo practicar con armas reales y participar como asistente en cacerías, siempre atendiendo a su señor. Debía vestirlo con la armadura, ocuparse de sus caballos y vigilar el estado de lanzas, espadas, mazos, hachas y escudos.

En busca de la promoción

Cuando alcanzaba la edad en que podía lidiar en combates o en un torneo, el paje se transformaba en escudero. En esta posición seguía secundando a un caballero, pero además podía luchar a su lado, lo que representaba un vehículo hacia el honor y la promoción socioeconómica en la casta guerrera. No había una duración estipulada para el ejercicio de la escudería. Algunos pasaban años en esta condición, otros ascendían a paladines con rapidez. La promoción tenía lugar sobre todo en tiempos de guerra, bien fuese antes de una batalla, para que demostraran en ella su coraje, o después de esta, si habían destacado. El paso al rango de caballero se señalaba con un ritual: la investidura.

La promoción tenía lugar sobre todo en tiempos de guerra, bien fuese antes de una batalla, para que demostraran en ella su coraje, o después de esta, si habían destacado.

2. La investidura: una ceremonia con elementos religiosos y feudales

En caso de guerra, el ritual de la investidura se reducía a la pronunciación de una fórmula y a un toque de mano o de espada sobre el escudero. La ceremonia podía oficiarla cualquier caballero, aunque cuanto más eminente, mejor. Sin embargo, en tiempos de paz el proceso era más complejo. Según la categoría del aspirante y su familia, podía traer aparejadas suntuosas celebraciones, con festines y justas a los que asistían los invitados notables y la comarca en general. Después de todo, suponía el momento más importante en la vida de un aristócrata varón, una especie de segundo nacimiento, equivalente a la boda para una mujer medieval.

En primer lugar, en señal de purificación, el escudero se bañaba. Tras este bautismo, velaba las armas y rezaba toda la noche, generalmente vestido de blanco, símbolo de su limpieza interna y externa. Al amanecer, bendecido por un sacerdote, el aspirante era cubierto con una capa púrpura o roja, que representaba la sangre que estaba dispuesto a dar en nombre de Dios, y se le adjudicaban medias de color marrón, por la tierra, a la que debía estar dispuesto a regresar con valor si la ocasión lo requería. Un cinturón blanco (de nuevo un signo de pureza), espuelas de oro (que hacían referencia a su celeridad, la de un caballo espoleado, en el servicio a Dios) y una espada de dos filos (uno por la justicia y otro por la lealtad) completaban su indumentaria.

Armas y armaduras de caballero y caballo en un grabado del siglo XVIII

TERCEROS

El espaldarazo

Era el instante crucial. Casi siempre lo administraba el señor feudal, que podía pronunciar: “Recuerda a Aquel que te ha hecho caballero y te ha ordenado”, “Despierta del malvado sueño y mantente alerta, confiado en Cristo y loable en tu fama” o palabras similares. El investido juraba ser leal y veraz, honrar y ayudar a las damas y asistir a misa diariamente siempre que le fuera posible.

3. Los torneos, juegos de guerra como entrenamiento

Una vez investidos, el trabajo de los caballeros era la guerra, con todos los sacrificios y penalidades que conllevaba. Eran hombres de hierro, entrenados desde la infancia con ese solo propósito. De hecho, su pasatiempo favorito, y para no pocos su negocio principal, consistía en batirse contra sus iguales en justas y torneos. A tal punto llegaba la predilección por esta afición que, junto con la caza, se la denominaba el gran placer, mientras que el baile y la música constituían los menores. Esta preferencia respondía a un criterio práctico. Los simulacros de batalla y la caza, que por otra parte les proporcionaban víveres, resultaban útiles como adiestramiento bélico. Mantenían a los paladines entrenados, sus armas afiladas y sus caballos adiestrados. Además, aplacaban la ansiedad de lucha.

Los enfrentamientos fingidos evitaban otros auténticos, por cualquier causa o por puro aburrimiento. La Iglesia y coronas como la de Inglaterra no estaban de acuerdo con eso; solo los permitían en ocasiones especiales. Veían en ellos una lucha innecesaria y una fuente de litigios personales. No eran pocos los que, llevados por la excitación o motivados por alguna venganza, se ensañaban con los vencidos hasta lesionarlos de por vida o incluso hasta matarlos, mientras que los perdedores generalmente se quejaban de que los otros se habían saltado las reglas.

Estas citas, que convocaba un señor en las inmediaciones de su castillo, señalaban los grandes acontecimientos sociales en la Baja Edad Media. Reyes y príncipes celebraban con estos encuentros su coronación, y la nobleza terrateniente los incluía para la investidura del primogénito o la boda de la hija mayor. Pero los torneos podían organizarse por simple diversión, si el aristócrata se lo podía permitir. Constituían oportunidades magníficas para que los caballeros relajaran unos días su voto de templanza (moderación en los placeres) y para que el anfitrión ostentara su generosidad, otra cualidad de la caballería.

En los torneos los caballeros podían obtener renombre, pero también recursos: la montura y los pertrechos del adversario derrotado, así como los premios que otorgara el señor que los había organizado.

El reclamo

En los torneos los caballeros podían obtener renombre, pero también recursos: la montura y los pertrechos del adversario derrotado, así como los premios que otorgara el señor que los había organizado. Esto atraía poderosamente a los contendientes. La sociedad de la Edad Media privilegiaba a los primogénitos. Abundaban los segundones de buena cuna que querían ganarse el pan de un modo honorable, lo que en su casta significaba por las armas. No todos tenían la suerte de heredar un señorío ni de obtenerlo en combate o casándose con una dama rica. Los caballeros pobres eran muchos, y acudían en masa a los torneos. Prosperaban luchando en ellos de castillo en castillo, siempre pendientes de no perder su caballo ni sus armas, lo que añadía ímpetu a su coraje.

4. La mesa tras el torneo: descanso y banquetes para los guerreros en el castillo

Las comidas de los caballeros pobres solían ser frugales. No es difícil imaginar que los festines pantagruélicos con que se clausuraban los torneos y las justas les causaran la impresión de encontrarse en la legendaria Camelot. Tras un día agotador de luchas, tanto victoriosos como derrotados disfrutaban de un baño reparador, si eran personajes de rango. Al anochecer, los pajes los conducían a la sala de fiestas. Se convirtió en el epicentro de los banquetes a partir del siglo XIII, y era una estancia más amplia, confortable y mejor iluminada que los lóbregos comedores que la precedieron. Allí los caballeros descansaban entre manjares, bebidas, conversaciones, música, danzas, juegos, números de artistas ambulantes y, sobre todo, entre damas.

Los invitados se sentaban a la mesa según su nobleza. Los más ilustres, cerca del anfitrión. El mobiliario era sencillo, rústico, pero las ventanas con sus vitrales o los tapices de Bruselas y de Arrás reflejaban la opulencia de la casa. Los comensales curioseaban a su alrededor mientras se enjuagaban las manos en el agua con limón que los criados les acercaban en escudillas, puesto que comían principalmente con los dedos y el cuchillo que llevaban consigo.

En la sala crujían las sedas florentinas, los damascos sirios y los terciopelos con que vestían las damas. Si hacía frío, los acaudalados se cubrían con pieles de marta o de ardilla de Siberia. A la luz de las antorchas brillaban las cadenas, los anillos y los brazaletes de oro y de plata.

Se empezaba tomando fruta fresca de la región. Después, los sirvientes acercaban fuentes de verduras cocidas, pero en las que se habrían evitado zanahorias,nabos y puerros por ser raíces, inapropiadas para un convite. Otros criados repartían las carnes. Había aves asadas y productos de la caza, desde ciervo a jabalí, así como ternera, cordero y cerdo. En el mismo plato podía incluirse pescado, una combinación muy apreciada. Se servían aliños como el agraz (ácido, a base de uva italiana) o como la salsa verde (el agraz más miga de pan, jengibre, perejil y vinagre). En la mesa no podían faltar quesos tiernos y curados, nata, mantequilla, huevos, hogazas de distintos cereales y, por supuesto, la bebida, que solían escanciar los pajes más jóvenes: vinos perfumados, hipocrás (un mosto azucarado y con especias), hidromiel (agua con miel) y, para quien quisiera, leche. De postre, fruta, como al principio.

5. El amor cortés: el vasallaje galante del caballero a la dama amada

Hasta el siglo XIII, la mujer había supuesto un mero bien patrimonial. El matrimonio era un asunto práctico. Los poderosos se casaban para establecer o afianzar alianzas políticas y para generar herederos. De ahí que buscaran por esposa a una doncella de una familia conveniente. Su virginidad garantizaba la legitimidad de los hijos por venir, mientras que su dote y prestigio aumentaban la ascendencia del marido. Los parientes de la joven eran quienes concertaban el matrimonio, habitualmente cuando solo era una niña. Tras las capitulaciones nupciales se la enviaba al castillo familiar de su futuro marido o a un monasterio hasta el día de la boda. Y era imprescindible protegerla. Eran tiempos violentos, y la dama corría el riesgo de ser raptada o violada, con lo que se iba al traste cualquier pacto.

A raíz de las cruzadas y las contiendas entre señoríos, muchos dominios terminaron regidos por mujeres.

Una vez casada, la dama se dedicaba a dar a luz a los hijos y a criarlos. Pasaba largas horas recluida en el gineceo, estancia habilitada en la fortaleza solo para mujeres. Las guerras eran frecuentes, y el marido a menudo estaba lejos del hogar durante meses o incluso años. Se inventaron los cinturones de castidad.

Ilustración del Codex Manesse que muestra a una dama esperando a su caballero

TERCEROS

Sin embargo, a raíz de las cruzadas y las contiendas entre señoríos, muchos dominios terminaron regidos por mujeres. Así cristalizó la cultura cortesana, en la que surgió el amor cortés. Con él, la noble europea comenzó a dejar de ser solo un objeto de placer y de procreación. Se convirtió en motivo de elogios por parte de caballeros que no buscaban en ella la pasión física, sino el fin’-amor, el amor casto y sin egoísmos.

Entornos feminizados

En la difusión del amor cortés se conjugaron distintas realidades. Por un lado, era conveniente que los caballeros y señoras que permanecían en los castillos sublimaran sus apetitos carnales. Por otro, en las cortes gobernadas por mujeres se apreciaba la sutileza de los trovadores frente a la tosquedad del señor feudal. Los caballeros tuvieron que adaptarse a estos entornos feminizados.

La dama aceptaba el vasallaje del caballero con un gesto o una prenda de amor: una flor, un guante, un pañuelo...

El trato masculino cobró una delicadeza insólita. El amor cortés era un vínculo idealizado al extremo. A menudo el caballero, joven y soltero, se proclamaba vasallo de una señora, casada y mejor situada, por lo general la esposa de su superior. Entregaba a la dama su vida, sus proezas y su fama. Ella representaba las mejores cualidades. Hacía que el hombre fuese más audaz y eludiera todo lo mezquino, porque no quería desacreditarla ni dejar de merecerla y porque en ello le iba el honor. Además, debía cuidar su aspecto y su conducta, y a sus habilidades uniría la afición a las artes, que tanto gustaban a las señoras.

Como contrapartida, la dama aceptaba el servicio del jinete con un gesto o una prenda de amor. Desde una flor, un guante, una cinta o un pañuelo hasta una mirada, una palabra, un beso o simplemente el hecho de existir y no rechazarlo. El caballero cortés no ansiaba recompensas, solo desear y halagar. Era un camino de superación personal. Al menos idealmente.

6. La trova: el vehículo de la superación personal

El momento más esperado de los banquetes era la hora de los trovadores. Emergidos en la zona del langue d’oc, la Provenza, pronto proliferaron en las cortes de todo el continente. Eran excelentes poetas y músicos, y junto a las gestas sobre los caballeros carolingios o sobre conquistadores recientes, como el Cid y Ricardo Corazón de León, recreaban también leyendas. Hablaban de Arturo, Parsifal o Tristán. Describían la belleza de la reina Ginebra, de Isolda o del hada Viviana. Sus protagonistas elegían a la dama más bondadosa, bella y sabia. Le serían más leales que a su propio señor. De hecho, además de enfrentarse a peligros sobrehumanos para merecerla, no dudaban en traicionar a reyes como Arturo, en la leyenda de Lancelot y Ginebra, o como Marco, en la de Tristán e Isolda.

Los trovadores emergieron en la zona del langue d’oc, la Provenza, y pronto proliferaron en las cortes de todo el continente.

Espejos en que mirarse

Las historias de los trovadores hacían soñar. Los caballeros deseaban perpetuarse en la memoria como aquellos héroes. Las damas, que se identificaban con las princesas, suspiraban con unos relatos en que las gestas se llevaban a cabo solo por amor. Para alivio de la Iglesia, que veía en el amor cortés un adulterio camuflado y una adoración por la amada lindante con la blasfemia, y para tranquilidad del sistema feudal, para el que el fin’amor era claramente subversivo, estas historias solían acabar en tragedia. Constituían un espejo literario en que mirarse con un afán de superación. Si Ramon Llull reivindicó en su influyente Libro de la orden de caballería el carácter místico de la institución (y templarios y hospitalarios, entre otras órdenes, representaron esta vertiente religiosa), también los menos devotos aspiraban a una meta elevada.

La realidad, sin embargo, era mucho más cruda. En la primera cruzada, la toma de Jerusalén por Godofredo de Bouillon, un modelo a seguir gracias a la trova, fue un baño de sangre en muchos casos inocente. Y el carolingio Roldán, que en el cantar homónimo moría matando musulmanes en una gesta espectacular, había perdido la vida en una emboscada cualquiera tres siglos antes de ser ensalzado en la epopeya.

No obstante, los principios caballerescos, en armonía con el amor cortés y las trovas, contribuyeron a dulcificar la áspera sociedad medieval. Los caballeros debían estar alentados por la lealtad, la fortaleza, la cortesía, la generosidad y la franqueza. Esto, en la práctica, se traducía en el bienestar de la comunidad. Honraban a su dama, sí, pero también a Dios, a su señor y al conjunto social. En la guerra apoyaban a su superior jerárquico, y siempre al credo cristiano. En la paz, procuraban ser modelos de conducta. Y no les importaba perder la vida defendiendo sus causas.

Este artículo se publicó en el número 449 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.