Jazz, tango y charlestón: la nueva cultura musical
Hijos de los años veinte
Los “locos” años veinte bailaron con nuevos ritmos y vieron nacer la industria discográfica moderna gracias a la expansión del gramófono y la radio
El jazz fue el reguetón de los años veinte, y el charlestón, el perreo. Por lo menos en cuanto a su consideración social. “Vulgar”, “obscena”, “salvaje”... Los diarios de la época despacharon la llegada de esta nueva música con calificativos peyorativos que luego se han venido aplicando regularmente a otras manifestaciones musicales de origen popular: el tango (que se popularizó también en estos años a través de su eclosión en París), el rock and roll, el punk, el hip-hop, el trap... Cada época ha tenido sus ritmos reprobables, su “música del diablo”.
A pesar de su rechazo inicial por la puritana sociedad blanca, el jazz terminó siendo la banda sonora de los “locos años veinte”. Nació en las calles y los prostíbulos de Storyville, el barrio rojo de Nueva Orleans (se cree que el término proviene de jass, una palabra africana para llamar a las relaciones sexuales). De allí viajó a Chicago y Nueva York, coincidiendo con la clausura del barrio en 1917 y el inicio de la Gran Migración de afroamericanos hacia el norte huyendo de las leyes segregacionistas de Jim Crow.
Luego se desarrolló al calor de otra ley, la ley seca, y de los miles de bares clandestinos que surgieron durante su implantación. Y, por último, saltó a Europa de la mano de los músicos de algunos regimientos estadounidenses presentes en la Primera Guerra Mundial y de las giras de bandas como la Original Dixieland Jass Band, que participó en 1919 en las celebraciones de la firma del Tratado de Versalles en París.
Música negra para oídos blancos
Ese nuevo estilo musical, frenético, dionisiaco y muy bailable, encandiló a los clientes de esos locales clandestinos, la mayoría controlados por la mafia. Y también a los que hacían slumming. Esto es, los blancos que frecuentaban la agitada vida nocturna de los barrios negros –de Harlem, principalmente– en busca de emociones fuertes y ritmos prohibidos.
Sin embargo, conforme se fue extendiendo su popularidad y surgieron nuevas oportunidades de negocio, el jazz salió de la oscuridad de los bajos fondos y fue ocupando cada vez más espacio en las luminosas salas de fiesta de la alta sociedad. Pero esta transición no fue inocua. El género sufrió un proceso de “blanqueamiento”.
Por un lado, se desprendió de la capa de “suciedad” asociada a su origen y, como ha ocurrido a lo largo de la historia con otros estilos inicialmente demonizados, se hizo más accesible para todo tipo de oídos y sensibilidades. Por otro, en un proceso también muy habitual (recordemos la reciente polémica con Rosalía), se lo apropiaron los músicos de raza blanca.
El primer “rey del jazz” no fue Louis Armstrong o Duke Ellington, sino el hoy olvidado director de orquesta de origen anglosajón Paul Whiteman; responsable, según la Enciclopedia Británica de 1929, de “modificar el horrible ruido de los inicios del jazz”. Y el primer disco superventas de jazz no fue alguna de las grabaciones clásicas de King Oliver o Armstrong, sino Dixie Jass Band One-Step (1917), del mencionado quinteto Original Dixieland Jass Band, todos ellos blancos, quienes se autodenominaban “los creadores del jazz”.
Poco a poco, los músicos negros fueron conquistando espacios fuera de los círculos underground, posicionándose en primera línea de la escena musical de Chicago y Nueva York. Pero se daba la paradoja de que, aunque eran los artistas más cotizados de los clubes de jazz, no podían entrar como público en la mayoría de ellos. Fue el caso del célebre Cotton Club, que a pesar de estar ubicado en Harlem y alojar a los mejores músicos afroamericanos del momento, prohibía a la entrada a los negros.
Una nueva industria
Las exitosas grabaciones de la Original Dixieland Jass Band fueron la avanzadilla de un fenómeno que se consolidaría en la década de los veinte: la venta de discos. La industria musical se había expandido a principios del siglo XX gracias a la comercialización de partituras y rollos de pianola. Pero fue en esa década, con la entrada masiva de gramófonos y aparatos de radio en los hogares producto de la creciente sociedad de consumo , cuando se transformó en la floreciente industria que hoy conocemos.
La expansión del gramófono tuvo un impacto en la música a la altura de lo que ha supuesto la llegada de Internet. De repente, una actividad que durante siglos se había experimentado en sociedad, se transformó en un artículo de consumo que se podía disfrutar en soledad. El cambio no gustó a muchos. El compositor John Philip Sousa vaticinó que la “música mecánica” mataría a la verdadera música, y el crítico Orlo Williams la comparó con beber a escondidas, esnifar cocaína o masturbarse.
El desarrollo de la industria discográfica y, más adelante, de la radiofónica, supuso un enorme impulso para la difusión del jazz. Se vendieron y radiaron millones de discos en todo el mundo, propiciando que se convirtiera en la música favorita para miles de oyentes. En particular para los más jóvenes, cuyo entusiasmo generó un fenómeno fan alrededor de las bandas al nivel del que se estaba produciendo con las estrellas de Hollywood.
Bailes inmorales
Gran parte del éxito de estos nuevos ritmos entre los jóvenes se debió a que eran frenéticos y provocadores, perfectos para el baile desenfrenado, la liberación sexual y la autoafirmación generacional. Danzas “animales” (así las llamaban los moralistas) como el turkey trot (“baile del pavo”), el black bottom o el lindy hop, todas de origen afroamericano, causaron furor entre los jóvenes flappers y caídes, y escandalizaron a sus conservadores progenitores (el turkey trot fue incluso condenado públicamente por el Vaticano).
Pero, sin duda, los dos bailes más representativos de esa década fueron el tango (también censurado por el Vaticano por su carga erótica) y el charlestón. El primero, gestado en los burdeles portuarios del Río de la Plata, eclosionó con inusitada fuerza en el París y Berlín de entreguerras. Se convirtió en uno de los bailes de moda de los cabarés de Montmartre y Schöneberg, y catapultó a la fama a cantantes como Carlos Gardel o a actores como Rodolfo Valentino, quien protagonizó una escena de tango en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1921) que se hizo enormemente popular.
El charlestón, también de origen portuario y afroamericano (de Charleston, Carolina del Sur), fue el principal baile de la “era del jazz”, como bautizaría F. Scott Fitzgerald a esta década. Enérgico y extravagante, practicado con movimientos amplios de brazos y piernas, con o sin compañía, simbolizó como ningún otro baile la despreocupación, la locura y el empoderamiento femenino (la mujer no era “llevada” por un hombre) de los años veinte.
El baile también viajó a Europa, esta vez de la mano de la joven bailarina afroamericana Josephine Baker. Su espectáculo La revue nègre, donde bailaba el charlestón, muchas veces con el torso desnudo y una sugerente falda con bananas, causó un gran impacto en París. Su exotismo, carisma y desinhibición la convirtieron en un símbolo de la modernidad y en una de las artistas más solicitadas de la época.
También por entonces proliferaron los concursos de baile. Qué chica o chico bailaba mejor el charlestón, qué pareja lo hacía durante más tiempo. La evolución de estas competiciones sirve como metáfora del fin de la década. De los lúdicos concursos protagonizados por una juventud despreocupada se pasó, tras el crac de 1929, a los maratones de baile, en los que el objetivo de los participantes era danzar hasta la extenuación para conseguir un premio en metálico. No es casualidad que el charlestón, símbolo de los felices años veinte, pasara completamente de moda con el inicio de la Gran Depresión.
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