Kissinger a los 97: el realismo sigue de moda
Leyenda viva
El político estadounidense se acerca al centenario con una perdurable influencia entre la clase política de su país
Henry Kissinger cumple hoy 97 años y hace casi medio siglo que abandonó la política activa. Millones de estadounidenses ni siquiera habían nacido cuando él era la mano derecha de los presidentes Nixon y Ford en algunas de las batallas más calientes de la Guerra Fría. Y, sin embargo, todavía hoy no existe una voz más influyente en la política exterior de EE.UU.
Todos los gobiernos, de Reagan a Trump y de Clinton a Obama, han buscado su consejo. Los republicanos ensalzan su visión “realista” de la diplomacia, y los demócratas la aplican aun sin ensalzarla. Los grandes medios publican sus análisis, y sus discípulos han ocupado los mismos altos cargos que él ocupó. Es ya una de las grandes figuras políticas de la historia de EE.UU., lo que resulta curioso, considerando que es estadounidense casi por accidente.
De Heinz a Henry
Heinz Alfred Kissinger era, según él mismo ha dicho, un estudiante mediocre con una vida corriente en la ciudad bávara de Furth. Sin embargo, le tocó crecer en unos tiempos que iban a ser de todo menos mediocres y corrientes para un judío alemán como él. En 1938, cuando tenía 15 años, tuvo que huir de su país junto con su familia para escapar de la persecución nazi.
Cuando desembarcó en Nueva York sin saber inglés, el joven Heinz hubo de convertirse en Henry, y el alumno mediocre con una vida cómoda pasó a ser el estudiante brillante que iba a clase de noche, mientras de día trabajaba en una fábrica.
Las primeras señales de esa visión “realista” que iba a cambiar para siempre la política exterior estadounidense ya empiezan a percibirse en la tesis doctoral que redactó en Harvard a principios de los años cincuenta. En ella defiende un orden mundial que no tiene que ser “justo”, pero sí ha de ser “legítimo”. Y esa legitimidad no viene de que sea mejor o peor para los ciudadanos del mundo, sino simplemente de que sea un esquema aceptado por todas las grandes potencias y que las permita luchar contra los intentos “revolucionarios” que amenacen ese sistema.
Cuando Kissinger dirija la política exterior 15 años después, EE.UU. aceptará la posición “legítima” de la URSS y China, pero será implacable con cualquier intento “revolucionario” que ponga en peligro los equilibrios del sistema.
Kissinger, Nixon y el realismo vietnamita
Kissinger ha pasado a la historia como el gran realista de la política exterior, pero en sus inicios también aplicó generosas dosis de pragmatismo a su propia carrera política. De Nixon había dicho que era “paranoico”, “inepto” y “el más peligroso de todos los hombres que se presentan a presidente”, pero cuando este lo llamó para ser su asesor de Seguridad Nacional, aceptó.
Por la espalda, el presidente le dedicaba insultos antisemitas y ponía en duda su salud mental, pero desde el primer momento dio a Kissinger amplísimos poderes y marginó al Departamento de Estado y a los diplomáticos profesionales en favor de su mano derecha para la política exterior.
Su gran objetivo en esta área era poner fin a la participación estadounidense en Vietnam, logrando lo que el presidente había denominado una “paz con honor”. La estrategia marcada era una “vietnamización” del conflicto que permitiera que las tropas estadounidenses se fueran retirando a la vez que entrenaban al ejército de Vietnam del Sur para hacer frente en solitario a su enemigo comunista del norte.
Sin embargo, tanto Kissinger como el presidente no tardaron en darse cuenta de que el sur lo tenía difícil para sobrevivir sin la presencia de tropas estadounidenses, y, por tanto, el “realismo” exigía otra salida: forzar un acuerdo, aunque fuera endeble, entre el sur y el norte que permitiera a EE.UU. retirarse sin dar la imagen de haber traicionado a su aliado. Salvar el orgullo.
Para ello, Kissinger se enfrenta a dos dificultades: por un lado, encuentra a un duro negociador en Vietnam del Norte, que sabe que está ganando y no está particularmente interesado en un alto el fuego; por otro está Vietnam del Sur, desesperado por torpedear las negociaciones para impedir la retirada estadounidense. El nuevo asesor de Seguridad Nacional tiene una estrategia realista, creativa y costosa, para lidiar con ambos problemas.
Para convencer a los norvietnamitas, va a sortear la mesa de negociación oficial ya existente en favor de conversaciones directas y secretas con un alto oficial del régimen comunista, excluyendo de facto a su aliado del sur. Pero, además, EE.UU. va a elevar la presión militar con una campaña de bombardeos secretos contra las bases comunistas en la vecina Camboya, una operación contra un país neutral de la que Nixon y su asesor no informan al Congreso.
Cuando alguien advierte a Kissinger de que eso va en contra de la doctrina anunciada por el presidente de limitar las intervenciones directas de EE.UU., él responde de un modo genuinamente realista: “Nosotros redactamos la maldita doctrina y nosotros podemos cambiarla”.
En cuanto a Vietnam del Sur, el gobierno aliado recibió todo tipo de promesas vanas de que las tropas estadounidenses regresarían en su ayuda si el norte rompía el acuerdo. Kissinger sabía que su jefe se arriesgaba a no ser reelegido si los comunistas ganaban la guerra antes de las elecciones presidenciales de 1972, así que retrasó el acuerdo y el final de la retirada estadounidense hasta enero de 1973, casi coincidiendo con la segunda toma de posesión de Nixon.
En pocos meses, Kissinger se convertirá en secretario de Estado y recibirá un controvertido Nobel de la Paz por esa negociación, pero Vietnam del Sur dejará de existir en apenas dos años tras la victoria comunista. La ayuda estadounidense jamás llegó.
Potencias y revolucionarios
Puede que el realismo de Kissinger le llevara a aceptar la pérdida de Vietnam y su incorporación al bloque comunista, pero en muchas otras ocasiones el precio de mantener a un país en la esfera estadounidense le pareció perfectamente asumible, aunque fuera a costa de torturas y golpes de Estado. Una de sus frases más recordadas es la de “No veo por qué tenemos esperar y permitir que un país se vuelva comunista debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo”, y en ningún lado se entiende mejor que en Chile.
Kissinger hizo cuanto pudo para impedir la llegada al poder de Salvador Allende mediante operaciones encubiertas y, cuando fue elegido democráticamente, sus discusiones con Nixon y con la CIA giraron hacia cómo desestabilizar el país económicamente y fomentar las condiciones para un golpe de Estado que finalmente se produjo.
Documentos desclasificados muestran cómo, en los días posteriores a la muerte de Allende y el ascenso de Pinochet, Kissinger se quejaba amargamente ante el presidente de que los periódicos estadounidenses hablaban demasiado de la represión militar de los golpistas en vez de ensalzar “como héroes” a Nixon y a su asesor por haber frenado el comunismo.
Está documentada también su indiferencia ante las matanzas de la “guerra sucia” de las dictaduras latinoamericanas. Cuando ya era secretario de Estado, dio instrucciones a sus diplomáticos para que no pidieran explicaciones a la Junta Militar argentina por las desapariciones y las torturas de opositores.
Es más, él mismo aconsejó al ministro de Exteriores argentino que, ya que debían “establecer la autoridad”, lo hicieran “rápidamente”, antes de que el Congreso estadounidense pudiera imponer sanciones como modo de presión. Muy al contrario, su gobierno aprobó 80 millones de dólares en ayudas directas y autorizó ventas de armamento y entrenamientos militares conjuntos para las tropas de Videla.
Es irónico cómoKissinger daba alas a las dictaduras de medio mundo para no ceder pequeñas victorias al bloque comunista, mientras que su realismo le llevaba a una mejora radical de las relaciones de EE.UU. con las potencias que lideraban ese bloque.
Kissinger viajó en secreto a Pekín para negociar el establecimiento de relaciones y la entrada de la China comunista en el Consejo de Seguridad de la ONU . También negoció la primera visita de un presidente de EE.UU. a Moscú y los grandes tratados de control de armas nucleares con la URSS. Como cuando redactó su tesis en Harvard, Kissinger reconocía que no podía haber un orden “legítimo” sin China y la URSS, pero se cebaba contra “revolucionarios” como Salvador Allende.
Un legado en entredicho
Henry Kissinger celebra hoy su 97 cumpleaños entre el cariño del establishment. Su reciente artículo sobre el mundo que nacerá de la pandemia se publicó en el Wall Street Journal hace apenas unas semanas y los presidentes aún están interesados en su visión de la realidad: Trump se ha reunido con él un par de veces y asesoraba habitualmente a Hillary Clinton cuando era la secretaria de Estado de Obama. Bush hijo le nombró presidente de la Comisión de Investigación de los Atentados del 11-S y le pidió que le ayudara en Irak. Y antes de eso ya había dado consejos a Bush padre y a Reagan. A pesar de un currículum cuando menos controvertido, su realismo nunca ha pasado de moda entre la élite política estadounidense.
Se diría que le han perdonado sus pecados, y él, desde luego, no tiene muchos remordimientos. Cuando un periodista le habló hace unos años de Robert McNamara, el exsecretario de Defensa de Kennedy y de Johnson que vivió atormentado por su papel en la guerra de Vietnam, Kissinger empezó a imitar el llanto de un niño y a frotarse los ojos: “¿Aún sigue dándose golpes en el pecho, aún se siente culpable?”.
Ahora que se han desclasificado y publicado muchas de sus conversaciones más crudas, Kissinger apenas ha pedido perdón por un par de cosas: por haber insultado a la líder india Indira Gandhi y por haberle dicho a Nixon que “si la URSS mandara a todos los judíos a la cámara de gas, no sería una preocupación para EE.UU.”, toda una declaración para quien se salvó del Holocausto por los pelos. Pero, quitando esos dos detalles, parece que el gran realista tiene la conciencia tranquila.