Cuando Nixon acarició el botón nuclear
GUERRA FRÍA
El presidente, acorralado por Vietnam y el Watergate, se dejó llevar por el alcohol y los somníferos en momentos clave
El sistema de armamento nuclear de Estados Unidos está diseñado para que pueda ser utilizado de forma inmediata solo por el máximo responsable de las fuerzas armadas. La razón es que en su día se pensó que en la decisión de lanzar bombas atómicas no podían participar mandos militares, sino que la responsabilidad debía recaer exclusivamente en la máxima autoridad civil, en principio con más perspectiva global y menos inclinada al uso de la fuerza. Alguien capacitado y equilibrado. Pero ¿y si no fuera así?
Richard Nixon, ha pasado a la historia por el escándalo Watergate que le llevó a dimitir en verano de 1974, pero tal vez podría haber llegado a hacerlo por otras cosas, como su flirteo con el botón nuclear. En décadas posteriores, diversas informaciones, memorias de sus colaboradores o conversaciones grabadas han alimentado la idea de que Nixon acarició en varias ocasiones la idea de utilizar armas atómicas o que, al menos, jugó al límite con esa posibilidad en su juego del gato y el ratón con el rival soviético. Todo más o menos opinable, si no fuera por su afición al alcohol.
A finales de 1969, Estados Unidos se estaba desangrando por la guerra del Vietnam ,un conflicto que, en realidad no era más que el teatro de una confrontación mucho mayor entre las dos grandes superpotencias, que mantenían un precario equilibrio global basado en la amenaza nuclear mutua. Nixon había llegado ese mismo año al poder con la promesa de terminar la guerra en el sudeste asiático, pero allí la situación no hacía más que agravarse y, además, las conversaciones de paz del verano anterior habían fracasado. Para intentar forzar a sus rivales a retomar las negociaciones, los estadounidenses trataron de transmitir que estaban dispuestos a usar toda su fuerza, incluso la nuclear, contra los norvietnamitas.
Es lo que se llamó la teoría del loco, una estrategia pensada para hacer creer a los soviéticos que el hecho de que el presidente estadounidense fuera el único responsable del uso de los misiles nucleares lo hacía más peligroso, más imprevisible y volátil. Al fin y al cabo, si una decisión no era colegiada sino individual, siempre había más posbilidades de que fuera impulsiva o incluso alocada. Como señaló el que fue secretario de Defensa a principios de los 70, Melvin Laird, “aunque nunca usó públicamente el término loco, Nixon quería que sus adversarios tuvieran la sensación de que tú nunca pudieras poner la mano en el fuego sobre qué iba a hacer a continuación”.
El relato de aquellos días evoca la famosa Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick. Nixon llevó la situación al límite, cuando inició maniobras militares y puso al potencial nuclear de Estados Unidos en alerta para advertir a la URSS de que estaba dispuesto a todo. Fue el mensaje que transmitió personalmente al embajador soviético Anatoly Dobrynin, quien poco después explicaba al Kremlin que “aparentemente, la situación está adquiriendo unos tintes tan emocionales que Nixon es incapaz de controlarse incluso en una conversación con un embajador extranjero”. “La vehemencia de sus consideraciones demuestrn su excesiva emocionalidad y su falta de equilibrio”, añadió Dobrynin.
La amenaza fue tan real que hoy se considera que, al margen de la crisis de Cuba, el mundo nunca estuvo tan cerca de una guerra nuclear, aunque los acontecimientos se mantuvieron en secreto hasta varias décadas más tarde. El audaz farol de Nixon funcionó al menos en parte. “Tiene las agallas de un tahúr del Missisipi”, diría Henry Kissinger, hombre clave en la política exterior de EE.UU. que se convertiría en 1973 en secretario de Estado.
La clave de aquella jugada residía en la combinación del poder exclusivo de un mandatario sobre el uso de las armas nucleares con las dudas sobre su equilibrio psicológico o emocional que surgieran en sus rivales. Por eso, en el 2016 saltaron todas las alarmas cuando trascendió que un Donald Trump , aún candidato a la presidencia, había preguntado a un experto en política internacional por qué el país no podía utilizar armamento nuclear si, al fin y al cabo, disponía de él.
Ese poder de decisión y la inmediatez con que hay que ser capaz de tomar todas las medidas necesarias explican que los presidentes de Estados Unidos tengan siempre junto a ellos el maletín nuclear, transportado a todas horas por un militar. Dentro del también llamado nuclear football, se encuentran los códigos imprescinbiles para activar el lanzamiento de armamento atómico. “En un país democrático sin poder hereditario, coronas o tronos, el maletín nuclear es, de alguna manera, la única manifestación física del presidente de Estados Unidos”, afirma el periodista e historiador Garrett M. Graff.
En una ocasión, Nixon sugirió a Kissinger la posibilidad de usar bombas nucleares en Vietnam: “¡Piensa en grande, Henry!”
Pero la frontera entre la audacia y la temeridad es difusa, y cuando a eso se añade el alcohol y los somníferos, esa línea se hace muy borrosa. Aunque los asesores del presidente creían que nunca llegaría a utilizar armas nucleares, a medida que avanzaba el mandato se encendieron algunas alertas. Como cuando, en 1972, en plena ofensiva norvietnamita, Nixon sugirió utilizarlas. Kissinger le respondió que tal vez resultaría excesivo, pero el presidente le replicó: “¡Henry, por Dios, piensa en grande!”.
Al mismo tiempo, la relación entre el mandatario y la bebida, siempre problemática, iba empeorando, tal como contaron tiempo después algunos de sus más estrechos colaboradores. Estos, según explica en la biografía de Nixon John A. Farrell, aseguraban que, “con una cerveza y una píldora para dormir, empezaba a balbucear; con dos copas tenía dificultades para hablar”. “¿Tres copas? –recordaría el consultor político Stu Spencer- No podía con ellas. Se convertía en un paranoico cuando bebía demasiado. Había cosas que ni siquiera admitiré que le oí decir, que seguro que eran resultado de la bebida. No podía manejar el alcohol”. Todo ello agravado a medida que avanzaba el cerco del Watergate.
Cuando en octubre de 1973 estalló la guerra árabe-israelí, el presidente no se hallaba en las mejores condiciones para afrontarla. Al quinto día de la confrontación, cuando el conflicto amenazaba con convertirse en una guerra global, el primer ministro británico Edward Heath se puso en contacto con la Casa Blanca para analizar con Nixon la situación. El miembro del consejo de seguridad nacional, Brent Scowcroft, preguntó a Kissinger si la entrevista era posible. “¿Podemos decirles que no? –preguntó este último- La última vez que hablé con el presidente estaba cargado”.
Unos días después, el 24 de octubre, en uno de los momentos más críticos del Watergate, la crisis en Oriente Medio se había acentuado aún más, los soviéticos amenazaban con intervenir directamente en la región y el riesgo de una conflagración global estaba más cerca que nunca. Pero cuando su equipo se reunió, a altas horas de la noche, el presidente no estaba disponible por los efectos de una combinación de alcohol y somníferos que se había tomado después de asegurar que sus enemigos querían verle muerto y que su vida corría peligro. Su equipo se reunió sin él y aquella noche consiguieron sortear la que parecía una inminente guerra a gran escala.
Pocos meses después, otro incidente causó estupor, cuando un Nixon cada vez más acosado y tenso por los escándalos políticos, comentó al senador Alan Cranston que “puedo ir a mi oficina, descolgar el teléfono y, en 25 minutos, millones de personas habrán muerto”. Con los antecedentes del presidente, Cranston se dirigió al entonces secretario de Defensa, James Schlesinger, para advertirle de los riesgos de la actitud del mandatario estadounidense.
El deterioro de la posición política de Nixon y, también de su equilibrio psicológico, fue tal que el propio Schlesinger reconoció años después haber dado unas instrucciones tal vez justificadas pero, en cualquier caso, heterodoxas. En los últimos días del mandato de Nixon, en 1974, dispuso que si los mandos militares recibían órdenes por parte del presidente de lanzar un ataque con bombas atómicas, antes de ejecutarlo, debían consultar con él o con Kissinger. Como señala Garrett M. Graff, el secretario de Defensa “temía que el presidente, que parecía presa de una depresión y que bebía mucho, ordenara un Armaguedón”. Pocas semanas después, abandonó la Casa Blanca, en una imagen histórica, a bordo del helicóptero presidencial.