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El día que se descubrió Plutón

90 años

La obsesión de un millonario loco por la astronomía acabó dando su fruto. En 1930 se localizó Plutón. Aunque a punto estuvo de llamarse “América” o “Arizona”...

Vista de Plutón, según las imágenes de la sonda espacial New Horizons del 14 de julio de 2015.

Dominio público

Durante poco más de medio siglo, el Sistema Solar tuvo nueve planetas . Así lo aprendimos en el colegio. Hoy, oficialmente, solo ocho. El noveno, una bola de roca y hielo perdido en lo profundo del espacio, perdió su categoría hace quince años tras el descubrimiento de otros muchos astros similares a él. Aunque sigue despertando simpatías y campañas populares a favor de restaurarle su estatus. Quizá porque es un mundo extraño y fascinante; o quizá porque lleva el nombre (en inglés) del perro de Mickey Mouse: Plutón.

La historia del descubrimiento de Plutón está asociada de modo indirecto con Marte. Y con la insólita figura de Percival Lowell, hombre de negocios, político, viajero, antropólogo aficionado, escritor y astrónomo vocacional.

Heredero de una distinguida familia bostoniana, Lowell poseía una considerable fortuna. Estudiante en Harvard (un pariente suyo había sido presidente de esa universidad), había adquirido una buena base de conocimientos matemáticos, aparte de un inherente sentido empresarial.

La inmensa fortuna de Percival Lowell le permitió implicarse a fondo en la búsqueda del misterioso planeta

El joven Percival cuidó de los negocios familiares y también intervino un poco en política, donde tuvo ocasión de tratar con delegaciones comerciales coreanas. A raíz de esos contactos, viajó mucho por Extremo Oriente, experiencia que plasmaría en varios libros sobre cultura y tradiciones de una parte del mundo entonces casi desconocida en Occidente.

En busca de marcianos

Pero sus intereses abarcaban muchos y variados temas. En especial, estaba fascinado por los recientes descubrimientos de Giovanni Schiaparelli. Aprovechando la cercanía de Marte durante la “gran oposición” de 1877, el astrónomo italiano anunció haber visto grandes trazos rectilíneos en la superficie del planeta. Quizá se trataba de inmensos ríos que conducían agua desde los casquetes polares hacia las zonas tropicales.

Schiparelli los denominó “canali”, en el mismo sentido que, por ejemplo, el canal de la Mancha. Pero la traducción al inglés los convirtió en “channels”, palabra asociada con obras artificiales, como el entonces recién inaugurado canal de Suez . Así nació la leyenda de un Marte habitado por una raza de formidables ingenieros, que luchaban por irrigar los grandes desiertos ecuatoriales del planeta.

Percival Lowell observando Marte desde el Observatorio Lowell.

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Lowell encontraba fascinante esa hipótesis. Su posición económica le permitía dedicar recursos importantes a su afición; no ya como mero mecenas, sino implicándose a fondo. Decidió construir su propio observatorio para confirmar personalmente si existía vida inteligente en Marte.

Él mismo buscó emplazamiento para su nuevo observatorio. Escogió Flagstaff, bajo los cielos oscuros y transparentes de Arizona y a poca distancia del Gran Cañón. Lo equipó con el mejor instrumental del momento, un telescopio Alvan Clark (el fabricante americano de más prestigio) de 61 centímetros. Solo ese equipo costó 20.000 dólares, incluyendo su transporte por ferrocarril desde Boston a Flagstaff. Sorprende esa eclosión de ciencia en un territorio salvaje que apenas quince años antes había sido escenario de las correrías de Gerónimo y sus apaches.

Lowell dedicó noches y más noches al estudio de Marte. Y creyó descubrir aún más canales de los que había reportado Schiparelli. Convencido de la existencia allí de una civilización en extinción, publicó sus observaciones en libros de divulgación que se hicieron muy populares... al tiempo que erosionaban su credibilidad entre los astrónomos profesionales. Por supuesto, hoy sabemos que los canales eran una mera ilusión, tal vez resultado de sus esfuerzos por “ver” algo que no existía.

¿Dónde está el planeta X?

Ya mayor, Lowell dirigió su interés a otro objetivo: localizar el planeta X, un cuerpo de gran tamaño situado más allá de los confines del Sistema Solar. A su influencia se deberían las pequeñas alteraciones observadas en el movimiento de Urano y Neptuno.

La búsqueda se alargó durante años, combinando las estimaciones teóricas con la fotografía sistemática de las zonas donde se suponía que estaba el planeta X.

Cuando Lowell falleció, en el año 1916, la búsqueda del planeta X cayó en el olvido

En una época en que solo existían primitivas calculadoras mecánicas, casi todas las operaciones se hacían a mano: con equipos de “computadoras” humanas, generalmente grupos de ocho a doce chicas –algunas con formación universitaria– contratadas para trabajar siete horas diarias, seis días a la semana. Por pagas que rondaban los 25 centavos la hora. Su trabajo: resolver a mano las complicadas ecuaciones de astrodinámica o medir incansablemente las posiciones de miles de estrellas que aparecían en grandes placas fotográficas de cristal.

Lowell también empleó “computadoras”, aunque en menor número. De ellas, solo unos pocos nombres han llegado hasta nosotros, en especial el de Elizabeth Williams, una de las primeras mujeres graduadas en el MIT. La contrató el propio Lowell para trabajar primero en sus oficinas de Boston y luego en el observatorio, con el encargo de ayudar a establecer los parámetros de ajuste de trayectorias que deberían marcar la posición del planeta X.

Pese a todos los esfuerzos, el elusivo planeta no apareció por ninguna parte. Su imagen –similar a una estrella como tantas otras– fue registrada en algunas fotografías obtenidas en fechas separadas, pero nadie la identificó.

La aguja en el pajar

Lowell falleció en 1916, y la búsqueda del planeta X cayó en el olvido. La colección de fotografías y los cálculos de Elisabeth Williams quedaron archivados en algún armario del observatorio. De hecho, ella ni siquiera seguía allí; había contraído matrimonio en 1922 con un colega. Constance Lowell, la viuda del fundador, estimó “inapropiado” que una mujer casada continuase trabajando allí, así que, siguiendo las normas de la época, la había despedido.

El descubridor de Plutón, Clyde William Tombaugh

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En 1929, un jovencito de 23 años llamado Clyde Tombaugh, aficionado a construirse él mismo telescopios caseros, entró a trabajar en el observatorio. Había un nuevo director, Vesto Slipher, quien encargó al recién llegado un trabajo monumental que le tendría ocupado durante muchas horas: analizar en detalle la montaña de datos y fotografías que estaban allí acumuladas (y que se seguían haciendo, utilizando un telescopio especialmente construido para la caza del planeta X).

Guiándose por los cálculos de perturbaciones planetarias, Tombaugh rescató las placas fotográficas y se puso a revisarlas una por una. Esta vez con la ayuda de un aparato llamado “comparador de centelleo”. Era un microscopio de un solo ocular que le permitía explorar en detalle dos imágenes de la misma región del cielo tomadas en diferentes épocas. Un obturador presentaba uno u otro en rápida sucesión. Si las placas estaban bien alineadas en la máquina, las estrellas fijas se seguirían viendo fijas; pero cualquier cuerpo celeste que se hubiese movido parecería “saltar” de una posición a otra. Destacaría como si estuviese “vivo”.

Con infinita paciencia, a lo largo de un más de año, Tombaugh fue recorriendo signo a signo todo el zodíaco. Revisó centenares de negativos (estrellas negras sobre fondo transparente) con más de dos millones de puntitos luminosos. Por fin, el 18 de febrero de 1930, al comparar dos placas recientes tomadas con una semana de intervalo, descubrió una manchita oscura que se movía.

Las fotos eran de una región en la constelación de Gemini. Allí estaba el planeta X, a menos de seis grados de uno de los lugares que había propuesto Lowell. Una distancia equivalente a solo doce discos de la Luna uno junto a otro. De ese descubrimiento se acaban de cumplir 90 años.

¡Qué pequeño!

El nuevo planeta era mucho más pequeño de lo esperado. Pero era un planeta, al fin y al cabo. Ahora había que encontrar un nombre. Al ser el primero descubierto al otro lado del Atlántico, algunas propuestas rezumaban un cierto chauvinismo: “América”, “Flagstaff” o “Arizona”.

Plutón y su satélite Caronte no eran mundos monótonos, sino que exhibían una fantástica variedad de paisajes

Al final, se impuso la propuesta de Venetia Burney, una niña inglesa de once años. Siguiendo la secuencia de dioses clásicos (Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno...), Plutón, el señor de los infiernos, parecía una buena opción. Además, sus dos primeras letras coincidían con las iniciales de Percival Lowell, un merecido homenaje al fundador del observatorio.

Durante decenios, Plutón no fue sino un punto de luz perdido en el espacio. Se conocían sus características orbitales, pero poco más. Lo único que era seguro es que se trataba de un mundo pequeño y terriblemente frío. Una especie de asteroide grande: rocas y hielo. Tan solo en el verano de 1978 se descubrió que Plutón poseía un satélite, comparativamente enorme y tan cercano que entre los dos formaban lo que podría llamarse un planeta doble.

Comparación de la Tierra y la Luna con Plutón y Caronte.

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Pero ni aun así. La NASA ni siquiera lo consideraba lo suficientemente interesante como para enviar allí una sonda robótica.

No eran de esa opinión Alan Stern y un grupo de compañeros. Todavía trabajando para su doctorado, Stern propuso en 1989 una misión exploratoria a Plutón. Y siguió insistiendo en ella, a través de infinitos rediseños, cancelaciones y recortes, durante más de quince años.

Fruto de tanta perseverancia, en enero de 2006 despegó la sonda New Horizons. Del tamaño y forma de un piano de cola, sería uno de los vehículos espaciales más rápidos: cubrió la distancia a la Luna en diez horas, cuando los Apollo se tomaban tres días. Y un año después, aprovechó el tirón gravitatorio de Júpiter para corregir rumbo y acelerar aún más, camino a su objetivo.

Para entonces, Plutón ya no era un “planeta”, sino un “planeta enano”. Como los recién descubiertos Eris, Sedna, Makemake o Quaoar. Alguno, de tamaño y masa comparables a Plutón. Para evitar una descontrolada proliferación de planetas, la Unión Astronómica Internacional estableció unas reglas que debían cumplir los aspirantes a ese título. Plutón no las cumplía.

New Horizons llegó a su destino en el verano de 2015. Lo que descubrió allí resultó asombroso. Plutón y su satélite Caronte no resultaron mundos monótonos y aburridos. Por el contrario, exhibían una fantástica variedad de paisajes: montañas de hielo, glaciares, extensas llanuras en las que nitrógeno y metano congelados forman grandes estructuras celulares que fluyen con increíble lentitud, depósitos de compuestos orgánicos y –lo más inesperado– una tenue pero apreciable atmósfera en la que aparecen delicados estratos de bruma.

New Horizons pasó de largo ante Plutón. La toma de datos duró solo unos pocos días, pero su retransmisión, desde esas enormes distancias (unas cinco horas luz) se tomó más de un año. Para entonces, la nave ya iba de camino a explorar un mundo aún más lejano, Ultima Thule (hoy rebautizado oficialmente como Arrokoth). Pero esa es otra historia.