Los cometas, de mal augurio a fuente de información
Astronomía
Desde que Halley y otros astrónomos del siglo XVIII calcularan algunas de sus apariciones, los interrogantes en torno a estos cuerpos celestes han espoleado la investigación
Cuando el universo cabía en la concha de una tortuga: en busca de la magnitud del cosmos
El sistema solar consta del Sol, Júpiter y residuos. Entre estos últimos, se halla un puñado de planetas (incluida la Tierra), algo más de un centenar de satélites, incontables asteroides y multitud de cometas. Planetas, satélites y asteroides se formaron a lo largo de millones de años, a medida que gas y pequeños granos de polvo cósmico iban consolidándose en masas cada vez mayores.
Pero los cometas son otra cosa. Están formados por material primigenio de la nebulosa solar primitiva, que nunca llegaron a fundirse para formar otros cuerpos. En cierto modo, los cometas son fósiles geológicos que guardan el recuerdo de cómo era nuestro sistema mucho antes de que la Tierra existiera.
La aparición de un nuevo cometa es imprevisible. Tan solo los modernos telescopios pueden detectarlo más allá de Júpiter (quinto planeta desde el Sol), pocos meses antes de que desarrolle su cola.
Para los antiguos, su llegada era augurio de calamidades. Por supuesto, aquellas terribles profecías siempre se cumplían. Resulta comprensible. En el lapso en que un cometa solía ser visible desde casi todo el globo, días o semanas, siempre tenía lugar una desgracia atribuible. La más famosa se remonta a 1066, año en que se predijo la caída del rey sajón Harold II ante la invasión normanda de Guillermo el Conquistador.
El funesto vaticinio se representó en un tapiz, el de Bayeux. En él aparece bordado un cometa. Era el Halley (aunque nadie lo sabía entonces) en una de sus visitas. La profecía se cumplió. Harold murió en la batalla de Hastings. Años después, ya en el siglo XII, el papa Calixto III excomulgó a ese cometa al considerarlo un instrumento del diablo...
El científico que le daría nombre, Edmund Halley, fue, con ayuda de Isaac Newton, el primero en determinar la naturaleza periódica de ciertas órbitas cometarias. A principios del siglo XVIII dedujo que los cometas vistos en 1531, 1607 y 1682 eran el mismo, y predijo su retorno en 1758. No vivió para verlo, pero, en efecto, el cometa llegó puntual a su cita, y fue entonces cuando se lo bautizó con el apellido del astrónomo inglés.
El Halley pasó cerca de la Tierra por última vez en 1986. Ahora es otra vez un pedrusco helado moviéndose hacia la órbita de Plutón. En 2061 volverá a visitarnos, y el calor del Sol le hará desplegar una vez más su majestuosa cola de gases.
¿De dónde vienen?
Se cree que su origen se encuentra en un enjambre esférico que rodea el sistema solar muchísimo más allá de la órbita de Plutón. Se trata de un lugar conocido como la nube de Oort, ya que fue el astrónomo holandés Jan Oort quien postuló su existencia a mediados del siglo XX. Sus límites son inciertos, pero se supone que puede extenderse hasta más de dos años luz de distancia, es decir, más o menos la mitad del camino a Alfa de Centauro, la estrella brillante más cercana al Sol.
La caída de un cometa de regular tamaño tendría efectos devastadores
Existe otro “almacén” de cometas más próximo. Es el cinturón de Kuiper, un disco de fragmentos situado más allá de la órbita de Neptuno (planeta que antecede a Plutón), a entre 4.500 y 7.500 millones de kilómetros de distancia. A diferencia de la nube de Oort, demasiado lejana como para observar su contenido, sí se han fotografiado algunos cuerpos pertenecientes a este cinturón. El más famoso de ellos, Sedna, fue descubierto en 2003. Orbita tan lejos que roza el límite interior de la nube de Oort.
En esta lejana nube hibernan millones de núcleos cometarios (en el cinturón, algunos menos). Se trata de enormes bloques de hielo que giran perezosamente en torno a un lejano y débil Sol. A esas distancias, un año suyo equivale a diez o veinte mil años nuestros. Ocasionalmente, una colisión entre ellos o una simple perturbación gravitatoria basta para modificar su órbita y enviarlos directos hacia el Sol. Pero las colisiones deben de ser muy raras, ya que la separación entre esos cuerpos se mide en millones de kilómetros.
No se sabe con exactitud cuál es el detonante de una caída. Podría tratarse del paso de una estrella próxima. Sería un fenómeno raro, aunque no insólito. Hoy ninguna de ellas se acerca lo suficiente, pero los cálculos muestran que, en el plazo de un millón y medio de años, una poco distinguida estrella llamada Gliese 710 atravesará la nube de Oort. Eso promete provocar un caos de órbitas que sin duda arrojará millones de núcleos cometarios hacia el Sol o los hará escapar despedidos hacia el espacio.
Para los que caigan en el sistema solar interior será un viaje muy largo: siglos y siglos de silenciosa trayectoria, lenta al principio y con mayor aceleración a medida que el tirón gravitatorio del astro rey aumente. Ya casi al final de su viaje, si pasan por las cercanías de algún planeta, su trayecto se desviará de forma imprevisible. Acelerando, ralentizándose o incluso dirigiéndose en trayectoria de colisión contra cualquier planeta, como la Tierra.
El temido impacto
La caída de un cometa de regular tamaño tendría efectos devastadores. La extinción de los dinosaurios, hace sesenta millones de años, pudo deberse a un impacto cometario. Si realmente fue así, no será el único. Los cálculos sugieren que podemos esperar un impacto semejante cada treinta millones de años. La cifra coincide con otras extinciones menos famosas, pero incluso más catastróficas que las de los grandes saurios.
No es seguro, de nuevo, que el causante fuera un cometa. Un meteorito de suficiente tamaño habría producido el mismo efecto: enormes cantidades de polvo arrojado a la alta atmósfera, incendios masivos con emisión de colosales cantidades de CO2, bloqueo de la luz solar, súbito efecto invernadero, extinción de las especies vegetales más sensibles y, con ellas, las de animales que dependen de ellas.
Gran número de cometas solo pasan una vez ante la Tierra. Completan su paso tras el Sol y su enorme velocidad los hace perderse de nuevo en el espacio interestelar para no regresar nunca. Otros, atrapados en órbitas cerradas, vuelven con cierta periodicidad, sujeta siempre a los caprichos de las perturbaciones que los planetas pueden ejercer sobre ellos. Uno de estos cometas, elShoemaker-Levy 9, se estrelló contra Júpiter en verano de 1994 ante los ojos asombrados de los astrónomos de todo el mundo.
Este artículo se publicó en el número 452 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.