Fiume: la ocupación que inspiró a Mussolini
Fascismo
En 1919 el escritor Gabriele D’Annunzio invadió un pequeño territorio de la actual Croacia que Italia reclamaba como suyo. Aquello inspiró a Mussolini en su ideario
Podría haber sido el episodio de una novela, por el carácter aventurero del suceso y el oficio de su máximo protagonista. El 12 de septiembre de 1919 Gabriele D’Annunzio, por entonces el escritor más famoso de Italia, invadió con un puñado de rebeldes la ciudad adriática de Fiume (hoy la croata Rijeka), que su país se disputaba con la futura Yugoslavia.
Allí estableció un régimen que, sin ser exactamente fascista, iba a señalar el camino al partido de Mussolini, aún en formación. Muchas señas de identidad de la ultraderecha italiana, desde parte de sus ideas autoritarias, elitistas e imperialistas hasta el saludo a la romana, se copiaron de esta andanza de D’Annunzio, no en vano recordado como el primer Duce.
La Italia irredenta
La Primera Guerra Mundial encendió el malestar que condujo a esta ocupación. Pero ya en la segunda mitad del siglo XIX, poco después de la unificación de Italia, emergieron voces que clamaban por una territorialidad mayor que la conseguida. Estas protestas, reunidas bajo el nombre de irredentismo, reivindicaban la anexión al estado peninsular de regiones vinculadas a él por su población, historia o cultura. Era el caso de Fiume.
El irredentismo volvió a hacerse oír con fuerza cuando el conflicto dinamitó el equilibrio europeo
De sus casi 36.000 habitantes, seis de cada diez se consideraban italianos, pese a que la ciudad, tras haber pasado por diferentes manos, perteneciera al Reino de Hungría –o sea, indirectamente, a la Viena imperial– y a que también contara con una amplia población croata. Esta situación especial hizo que se la dotara de un estatuto de relativa autonomía, para atenuar las fricciones interétnicas, hasta la Primera Guerra Mundial.
Con sabor agridulce
El irredentismo volvió a hacerse oír con fuerza cuando el conflicto dinamitó el equilibrio europeo. Incluso fue el principal argumento de Italia para intervenir en la contienda. Hacía tiempo que diversos líderes de opinión, desde los políticos conservadores hasta vanguardias artísticas como el agresivo Futurismo, presionaban al gobierno liberal para pasar a la acción. Entre ellos destacaba D’Annunzio por su tono mesiánico y la difusión de sus palabras.
Exaltado de nacionalismo como el resto del continente, el país se incorporó a la lucha en el bando opuesto al del Imperio austrohúngaro, soberano de muchas de las zonas reclamadas. Sin embargo, el fin de las hostilidades deparó un fiasco insoportable para los italianos radicales. Habían vencido junto a los aliados, pero estos les volvieron la espalda durante la Conferencia de Paz de París. Así lo entendieron cuando se concedió a su nación solo algunas de las regiones pretendidas, un recorte recibido en la península como una “victoria mutilada”.
La humillación más infame para los ultras fue la cuestión de Fiume. Con el objeto de serenar los ánimos en torno a este punto candente, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia propusieron a Italia y al otro país que ambicionaba la antigua ciudad austrohúngara –el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, o Yugoslavia– crear allí un pequeño estado independiente. Woodrow Wilson, el presidente norteamericano, incluso mencionó que la localidad podría ser la capital de la flamante Sociedad de Naciones, el antecedente de la ONU.
Pero a estas alturas Roma y Belgrado ya jugaban sus propias bazas. Se formaron en la región dos consejos paralelos, uno latino y otro eslavo, que se desautorizaban mutuamente en la administración. El desorden y la tensión resultantes fueron en breve tan acusados, que tropas estadounidenses, británicas y francesas tomaron el control para impedir males mayores. No contaron con un factor sorpresa, de apellido D’Annunzio.
“¡Fiume o muerte!”
La Primera Guerra Mundial había convertido al escritor en un héroe nacional gracias a una serie de hazañas tan reales como bien publicitadas. Así que, mientras el prestigio del régimen liberal continuaba decayendo por las exigencias desatendidas y una seria crisis económica, decidió dejar atrás las soflamas verbales y lanzarse a por todas.
El oficial, emocionado, replicó: “¡Gran poeta! No quiero ser causa de derramamiento de sangre italiana”
Apoyado por arditi (veteranos de las fuerzas de élite), futuristas, anarquistas y sindicalistas –no pocos de ellos integrantes de un movimiento fundado hacía escasos meses en Milán por un tal Benito Mussolini–, D’Annunzio encabezó una columna de 287 hombres que avanzó sobre la ciudad en discordia. Para cuando llegó a su objetivo, lo seguían unos 2.000 irredentistas bajo el lema “¡Fiume o muerte!”.
En las inmediaciones de la población, el general enviado por el gobierno de Roma para mantener unidades en la zona cortó el paso al regimiento improvisado. D’Annunzio señaló las medallas en su pecho y exclamó: “Primero dispárele a estas”. El oficial, emocionado, replicó: “¡Gran poeta! No quiero ser causa de derramamiento de sangre italiana. Me siento muy honrado de conocerlo. Que se cumpla su sueño”.
Tras ello, entraron del brazo en Fiume secundados por sus filas, ya conjuntas. Las tropas aliadas no tardaron en retirarse. La noticia de la ocupación entusiasmó a casi todos en la península. Comenzando por Mussolini, que vio en la empresa un gesto de valentía en línea con sus modales políticos y empezó a explotarla en cada arenga fascista. No se equivocó. Su movimiento, pronto un partido, conoció un crecimiento exponencial: 119 militantes en 1919, 30.000 en 1920, 250.000 en 1921...
Un ejemplo funesto
El que no estaba tan contento era el gobierno italiano. El inflamado D’Annunzio le había metido en un buen aprieto ante la ciudadanía y la comunidad internacional al perpetrar por libre un hecho de tanta repercusión y gravedad. De ahí que Roma rechazara una y otra vez los intentos del escritor de que reconociera oficialmente la anexión ilegítima, que abarcaba un área de 28 km2 entre la ciudad, los campos circundantes y una franja de comunicación con la península.
Dada esta negativa, al año de la invasión, D’Annunzio sancionó la Constitución de lo que llamó la Regencia Italiana de Carnaro, un miniestado del que se proclamó dictador. El verticalismo ejecutivo, el corporativismo económico y otros elementos protofascistas de esta carta magna serían una fuente de inspiración para el régimen inminente de Mussolini. También lo fueron la simbología y el estilo de liderazgo que D’Annunzio imprimió a su mandato.
Este ensayo microscópico de país autoritario fue breve. El escritor declaró la guerra a Italia poco después, indignado por la firma entre Roma y Belgrado del Tratado de Rapallo, que acordaba la fundación del Estado Libre de Fiume. En la Navidad de 1920, acorralado por 20.000 soldados peninsulares, D’Annunzio entregó la plaza, con apenas 3.000 defensores, y regresó a la vida literaria.
Pero el ejemplo funesto de su hazaña ya había aglutinado y contribuido a escorar hacia la extrema derecha a los numerosos descontentos con un gobierno acusado de blando, caótico y corrupto. Otro Duce traduciría de inmediato este legado a un capítulo aún más violento del siglo XX.
Este artículo se publicó en el número 499 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.