La Merica: italianos en busca de la tierra prometida
Emigración
Muchos inmigrantes italianos denominaban La Merica a Estados Unidos, la tierra de las oportunidades. Su experiencia fue una carrera de obstáculos
“Los felices y los poderosos no se exilian”. Esta reflexión de Alexis de Tocqueville sobre los inmigrantes europeos aparece en La democracia en América, un texto clásico que recoge las impresiones de su viaje por Estados Unidos en 1831. La frase del pensador francés refleja a la perfección la condición de los italianos que emigrarían allí masivamente a finales del siglo XIX y principios del XX.
Desde luego, no fueron los primeros. Durante el período colonial y los inicios de Estados Unidos como país independiente, varios miles de inmigrantes italianos habían formado una comunidad pequeña pero arraigada. Llegaron precedidos por su fama de buenos artesanos y ayudaron a erigir las instituciones de la joven nación trabajando como escultores, carpinteros o vidrieros.
Entre 1820 y 1870 la emigración italiana alcanzó prácticamente todos los rincones del mundo, aunque el grueso se dirigió a Argentina y Brasil y apenas unos 25.000 se asentaron en Estados Unidos, en su mayoría procedentes del norte de su país. De repente, en las décadas de 1870 y 1880 llegaron 300.000. En la siguiente, 600.000. Y en la primera del nuevo siglo, más de dos millones.
La llamada de La Merica se volvió irresistible para los desahuciados habitantes del Mezzogiorno
Hasta 1924 fueron más de cuatro millones y medio de un total de 14 millones de italianos. Para entonces superaban el 10% de la población de Estados Unidos nacida en el extranjero. ¿Qué causó una inmigración tan espectacular?
En busca de El Dorado
En 1870 se consumó la unificación italiana, pero fue política, no social o económica. No supuso para el sur y Sicilia, las regiones más pobres y rurales, ninguna mejora. Todo lo contrario. El gobierno aumentó los impuestos para sufragar el proceso de unificación sin hacer nada para estimular la maltrecha economía del sur. Las posibilidades de los campesinos de mejorar sus condiciones de vida eran escasas, por no decir nulas.
El panorama era desolador: una estructura social rígida dominada por una nobleza terrateniente; campos mal cuidados y cada vez menos fértiles; paro o, en el mejor de los casos, subempleo y explotación; malnutrición y alta mortalidad; poca o ninguna asistencia sanitaria; y un gravísimo problema de vivienda y escolarización. La destrucción de las viñas causada por un extraño parásito y varios brotes de cólera y malaria terminaron por hacer insoportable la situación.
Fue entonces cuando la llamada de La Merica se volvió irresistible para los desahuciados habitantes del Mezzogiorno. Los testimonios de los emigrantes retornados y el reclamo de los funcionarios de inmigración estadounidenses cantaban la prosperidad del Nuevo Mundo, un El Dorado que ahora quedaba a su alcance gracias al abaratamiento de los viajes transatlánticos.
Esta nueva generación de inmigrantes italianos no se parecía en nada a las anteriores. Ya no eran artesanos, pequeños comerciantes o mesoneros del norte en busca de un nuevo mercado en el que ejercer sus oficios. Eran agricultores, trabajadores del campo y peones del sur desesperados por conseguir un trabajo fuese el que fuese.
Había un número considerable de hombres jóvenes entre ellos, y en su mayoría querían quedarse durante una temporada, trabajar duro y ganar el suficiente dinero antes de volver a casa. Al final, solo entre el 20% y el 30% regresó definitivamente a Italia, donde se les llamó ritornati. Los que se quedaron en Estados Unidos enviaron parte de sus ganancias a sus familias. A finales del siglo XIX, una comisión calculó que los inmigrantes enviaban o se llevaban consigo hasta 30 millones de dólares al año, unas remesas que permitieron “un aumento significativo de la riqueza en determinadas partes de Italia”.
La traumática entrada
Por entonces el gobierno estadounidense designó la neoyorquina isla de Ellis como centro de recepción y procesamiento de inmigrantes en sustitución de Castle Garden. Esta fortaleza, además de encontrarse en un estado ruinoso, se había convertido en un pozo de corrupción y robos. Los inmigrantes tenían que sortear un reguero de timadores, carteristas y ladrones armados antes de conseguir sus papeles.
Al principio se pensó en construir las nuevas instalaciones en Liberty Island, pero la idea fue desechada debido a la oposición de la ciudad, que no quería ver cómo las hordas de inmigrantes “manchaban” la estatua de la Libertad. Durante los cuarenta años que estuvo operativa, por la isla de Ellis pasaron más de 12 millones de inmigrantes, unos 5.000 al día. Para muchas generaciones de estadounidenses, y para casi todos los italoamericanos, es el primer capítulo de la historia de su familia en el país, y uno nada agradable.
El recibimiento consistía en un régimen desconcertante de trámites burocráticos. Las autoridades asignaban a los inmigrantes un número y les clasificaban, para luego hacerles pasar por una serie de inspecciones destinadas a comprobar su aptitud física y mental y sus posibilidades de encontrar trabajo.
Muchos inmigrantes salieron de allí con versiones más cortas, americanizadas, de sus nombres
La sospecha de una filiación anarquista, el descuido de un inspector, una conjuntivitis o un aspecto demasiado frágil para el trabajo comportaban la deportación a Italia, una medida desgarradora para los que viajaban en familia. Aunque menos del 2% de los italianos fueron rechazados, la isla de Ellis recibió el sobrenombre de “La isla de las lágrimas” por el temor de las familias a una separación forzosa.
La experiencia era traumática incluso para quienes superaban la batería de inspecciones. Las normas eran confusas, la muchedumbre se movía desorientada, los funcionarios atosigaban y la algarabía de voces en decenas de idiomas era desquiciadora. Por añadidura, todos debían registrar su nombre en el libro oficial de entradas. Debido a las prisas y el barullo de la inmensa sala de registros, así como al desconocimiento de los idiomas europeos de los funcionarios, muchos inmigrantes salieron de allí con versiones más cortas, americanizadas, de sus nombres, un último y no menos doloroso recuerdo de la infausta isla.
Un villaggio en Nueva York
Los inmigrantes italianos transformaron la ciudad que encontraron justo enfrente. Mientras los alemanes y escandinavos, por ejemplo, en su mayoría pasaron de largo, un tercio de los inmigrantes italianos hizo de Nueva York su hogar, al carecer de dinero para viajar al resto del país y comprar tierras o trabajar en el campo. Necesitaban encontrar empleo cuanto antes y se asentaron en Brooklyn, el Bronx, las ciudades vecinas del estado de Nueva Jersey y, sobre todo, Manhattan.
Las calles del Bajo Manhattan, en concreto Mulberry Street, se italianizaron rápidamente, y el barrio no tardó en conocerse como Little Italy. En parte debido a las divisiones políticas y sociales, el carácter de los pueblos del sur de Italia era muy cerrado. Los inmigrantes mantuvieron ese aislamiento en el país de acogida, apiñándose en un mismo lugar donde podían hablar su idioma y disfrutar de sus tradiciones, entre ellas la comida.
En algunos casos, los oriundos del mismo pueblo acabaron viviendo en la misma manzana e incluso en el mismo bloque, donde conservaron muchas de las instituciones y costumbres sociales, devociones religiosas, jerarquías e incluso enfrentamientos atávicos de sus lugares de origen. Este espíritu gregario se conocía en Italia como campanilismo, la lealtad hacia aquellos que podían escuchar las campanas de la misma iglesia.
Bodas, fiestas, bautizos y funerales preservaban la unidad. El acontecimiento social más importante era la festa con que se celebraba el día del santo patrón, durante la cual los residentes seguían en procesión la imagen del santo a través de las calles del barrio.
En las peores condiciones
A finales del siglo XIX más de la mitad de los neoyorquinos, y la inmensa mayoría de los inmigrantes, vivían hacinados en casas de vecinos estrechas y bajas que sus dueños llenaban de inquilinos. Pequeños, mal iluminados, sin ventilación apropiada y en general sin cañerías, los pisos eran un nido de enfermedades como el cólera, el tifus o la tuberculosis. Esta manera de vivir fue una conmoción para los italianos.
En su país vivían apretados en casas pequeñas, pero pasaban la mayor parte del día fuera. Trabajaban, alternaban con sus vecinos e incluso comían al aire libre. En Nueva York se vieron confinados a una existencia claustrofóbica en el interior de sus domicilios, utilizando la misma habitación para comer, dormir e incluso trabajar. Un gran porcentaje de las familias de inmigrantes trabajaban a destajo en casa, ya fuera cosiendo o montando máquinas, y podían pasarse días sin ver la luz del sol. Los lugares de trabajo podían ser igual de insalubres.
En 1911 un incendio en la fábrica Triangle Shirtwaist mató a 146 trabajadores, casi la mitad jóvenes italianas
La mayoría de los inmigrantes eran agricultores, por lo que solo podían realizar trabajos manuales no cualificados, los más peligrosos por definición. Cavaron canales, pavimentaron calles, colocaron tuberías de gas y construyeron puentes y túneles de metro. En 1890, casi el 90% de los trabajadores del Departamento de Obras Públicas de Nueva York eran inmigrantes italianos.
Otros recurrieron a los oficios improvisados que tradicionalmente han sido refugio de inmigrantes, como zapateros, albañiles, camareros o barberos. Hubo un tiempo en que parecía que todos los carros de venta de fruta de la ciudad pertenecían a italianos. De todas formas, para las mujeres y las niñas, la única salida eran las oscuras y poco seguras factorías de ropa que surgieron alrededor de Nueva York. En 1911 un incendio en la fábrica Triangle Shirtwaist mató a 146 trabajadores, casi la mitad jóvenes italianas.
Ante tanta dificultad, la comunidad reaccionó fundando organizaciones –más de dos mil en Nueva York– que proporcionaban ayuda económica, educación y cobijo a sus compatriotas. La Orden de los Hijos de Italia, que lideró la causa italiana en EE.UU., llegó a contar con más de 1.300 alojamientos. Pero estas organizaciones fueron eclipsadas por las mafias, que, importadas de Sicilia, encontraron en la necesidad de dinero, trabajo y protección de los inmigrantes un campo abonado para sus actividades delictivas.
Repartidos por el país Iniciado el nuevo siglo, los inmigrantes italianos se repartieron por todo el país –no hay gran ciudad en EE.UU. que no tenga su Little Italy– y accedieron a nuevos tipos de trabajos. En San Francisco, cuna de una de las primeras comunidades italianas, los recién llegados trabajaron como pescadores y estibadores en el puerto. En los Apalaches y otras montañas del oeste bajaron a las minas para extraer carbón y minerales. Los picapedreros que aprendieron su oficio en las montañas del sur de Italia llenaron las canteras de Nueva Inglaterra e Indiana.
También hubo emprendedores que buscaron oportunidades de negocio. Al norte del estado de Nueva York, un grupo de italianos fundó la empresa de alimentos Contadina en 1918, y el genovés Andrea Sbarbaro, tras abandonar su vana búsqueda de oro, contribuyó al establecimiento de la industria del vino en California.
Sus líderes desarrollaron actividades de agitación por todo el país, pese a correr el riesgo de ser arrestados
A finales del siglo XIX, Amadeo P. Giannini empezó a ofrecer pequeños préstamos a sus compatriotas en San Francisco. Al principio cobraba sus intereses de puerta en puerta, pero el negocio fue creciendo. Acabó comprando una oficina y, más tarde, un edificio entero. La Banca d’Italia de Giannini se convirtió en 1946, ya con el nombre de Bank of America, en una de las entidades financieras más importantes del mundo.
Los menos afortunados tuvieron que trabajar en condiciones pésimas y por salarios ínfimos. A principios del siglo XX los inmigrantes del sur de Italia se encontraban entre los peor pagados de Estados Unidos. El trabajo infantil era algo habitual, e incluso los niños pequeños trabajaban en fábricas, minas y granjas, o vendiendo periódicos en las calles. Muchos obreros fueron víctimas del sistema de los padroni, o patrones.
Estos intermediarios, en ocasiones ellos mismos inmigrantes, los fichaban en nombre de las empresas y hacían también de capataces, pero en la práctica eran explotadores. Controlaban los salarios, contratos e incluso la alimentación de los inmigrantes, y los retenían semanas o meses después de finalizado su trabajo. Algunos levantaron grandes imperios laborales y mantuvieron a miles de obreros confinados en campos cercados por alambradas y vigilados por guardias armados. El sistema de los padroni no fue erradicado hasta mediados de siglo.
La hora de los sindicatos
Para colmo, los sindicatos estadounidenses rechazaban a los extranjeros porque temían que trabajaran por menos dinero. Hartos de esta discriminación, de empresarios sin escrúpulos y de las malas condiciones laborales, los italianos formaron sus propios sindicatos, como el Sindicato de Trabajadores Italianos, o se afiliaron a la organización radical Trabajadores Internacionales del Mundo. Sus líderes desarrollaron actividades de agitación por todo el país, pese a correr el riesgo de ser arrestados o incluso asesinados.
Los trabajadores italianos participaron en la mayor parte de las grandes luchas obreras que estallaron en las primeras décadas del siglo. Encabezaron las huelgas de las fábricas de tabaco de Tampa, las canteras de granito de Vermont y las fábricas textiles de Nueva Inglaterra. En 1912, durante una violenta huelga en Lawrence, Massachusetts, Arturo Giovannitti y Joseph Ettor, líderes de Trabajadores Internacionales del Mundo, fueron encarcelados durante un año junto al huelguista Joseph Caruso bajo una acusación falsa de asesinato.
La xenofobia se hace oficial
También tuvieron que hacer frente a los prejuicios y la hostilidad de la población autóctona. Desde finales del siglo anterior, el aumento de la inmigración europea y asiática generalizó las actitudes xenófobas, acentuadas por la crisis económica que paralizó el país. Se culpó a los inmigrantes de robar los puestos de trabajo a los estadounidenses y la prensa se hizo eco de las teorías raciales que afirmaban que los tipos “mediterráneos” eran inferiores a los europeos del norte.
Aparecieron canciones y caricaturas que retrataban a los inmigrantes como criminales o seres infrahumanos, así como el eslogan “América para los americanos”. Una tira de humor gráfico de 1891 rezaba: “Si se pusiera freno a la inmigración, nunca tendríamos que preocuparnos del anarquismo, el socialismo, la mafia y otras maldades semejantes”. El aspecto más controvertido de la comunidad italoamericana fue precisamente el crimen organizado de las mafias.
La prensa y la cultura popular exageraron su importancia y propiciaron que los italianos fueran vistos como criminales o gánsteres, una imagen que se ha perpetuado hasta la actualidad. Los ataques a los italianos no se limitaron a los periódicos. A partir de la década de 1880 aparecieron asociaciones xenófobas por todo el país y el Ku Klux Klan vio dispararse el número de sus afiliados. Iglesias y organizaciones de caridad católicas fueron destruidas y muchos italianos sufrieron linchamientos.
El más grave de la historia norteamericana se produjo en 1891 en Nueva Orleans. El jefe de la policía fue asesinado, y el alcalde, tras acusar a la mafia, detuvo a más de cien sicilianos. Diecinueve fueron procesados, pero se les absolvió por falta de pruebas. Antes de que fueran puestos en libertad, una turba de 5.000 personas –ciudadanos ejemplares incluidos– asaltó la cárcel, sacó a once de sus celdas y los linchó junto a dos detenidos por otros motivos.
El sentimiento xenófobo se prolongó hasta 1924, cuando el Congreso aprobó una ley de cuotas que impuso fuertes restricciones a la entrada de extranjeros, sobre todo los del sur de Europa. La medida marcó el punto final de la gran era de la inmigración italiana.
Este artículo se publicó en el número 501 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.