Las dos caras de Leonid Brézhnev
Guerra Fría
¿Represor o moderado? El ucraniano contribuyó a la distensión internacional, pero se despreocupó de la política interior, que devino casi estalinista en manos de sus colaboradores. Y dejó caer al país en una crisis irreversible
Las pobladas cejas de Leonid Brézhnev, la sobriedad de su rostro y la variedad de medallas y estrellas que adornaban su chaqueta se convirtieron durante casi dos décadas en la imagen viva de la amenaza contra la libertad que sentía Occidente ante la URSS. Eran tiempos difíciles, de tensiones constantes, propaganda alarmista y miedo. Sobre todo miedo a una reanudación de las hostilidades en una tercera conflagración mundial, al recurso a las armas nucleares y, por lo tanto, a la masacre y la destrucción masiva que su uso podría desencadenar. Brézhnev acabaría convirtiéndose en el político de los dos bloques enfrentados que más tiempo gestionó los avatares de la llamada Guerra Fría.
Los analistas y los historiadores, quizá porque todavía ha transcurrido poco tiempo, no se ponen de acuerdo al valorar su errática actuación. Para unos fue el duro entre los duros que liquidó la era de tímidos cambios iniciada por Nikita Kruschev. El dirigente que, sin asumir un regreso al estalinismo (que seguía condenado), aumentó la represión interna, decretó la expulsión de disidentes como el escritor Solzhenitsyn, recluyó al físico nuclear Sájarov en Gorki y ordenó el aplastamiento sin contemplaciones de la Primavera de Praga.
Para otros, en cambio, fue un gobernante moderado, que buscó acuerdos de paz con presidentes norteamericanos tan belicosos como Richard Nixon –con quien firmó en 1975 los acuerdos de Helsinki tras una conferencia sobre seguridad y cooperación–, logró una cierta distensión con China y, en conjunto, mantuvo contenido el enfrentamiento con el mundo occidental.
No renunciaba a los placeres de la vida: buen consumidor de puros, bebedor de vodka y whisky, mujeriego insaciable, amante de los coches de lujo...
Muchas veces los estudios sobre la era Brézhnev se detienen en su personalidad, sorprendente en muchos detalles, que conforme se va revelando a la luz pública eclipsa más su polémica actuación política. A pesar de su aspecto hosco y calculador, era un hombre campechano en el trato. Se revestía de la austeridad exhibida por el Kremlin, pero sin renunciar a los placeres de la vida. Ninguno conocido se le escapaba: fumador empedernido y buen consumidor de puros –que le suministraba puntualmente el gobierno de Cuba–, bebedor de vodka y whisky, mujeriego insaciable y nada discreto, amante de los coches de lujo y de la velocidad con que él mismo los conducía de manera temeraria por las carreteras infernales de los alrededores de Moscú...
Entre los rasgos de su personalidad también cabría apuntar que era vanidoso y pagado de sí mismo, como demostraban los honores que se otorgaba y el orgullo indisimulado con que exhibía su ristra de condecoraciones. Nunca renunció al culto a la personalidad, hasta el extremo de que fue condecorado –sin pegar un tiro ni recibir un rasguño en el frente– héroe de la URSS en cuatro ocasiones.
El hombre contradictorio
Brézhnev, que había nacido en el seno de una familia modesta en Ucrania en diciembre de 1907, era ingeniero civil. Escaló desde abajo diversos puestos al frente de la industria militar, tanto con Stalin como bajo el paraguas de Jruschov, incluido en 1959 el de presidente del Presidium del Soviet Supremo (cargo equivalente al de jefe del Estado). Hasta que en 1964, en medio del desconcierto creado por la destitución de Jruschov y el final de su apertura, Brézhnev alcanzó la Secretaría General del Partido Comunista, el verdadero centro de decisiones. Inicialmente tuvo que compartir el poder en lo que se conoció como la Troika, pero con el paso de los años consiguió apartar a cuantos podían hacerle sombra o limitar su capacidad de mando, que acabaría siendo absoluta.
Con los años, Brézhnev consiguió apartar a cuantos podían hacerle sombra o limitar su capacidad de mando
Apenas habían transcurrido dos años desde la crisis de los misiles, que hizo temblar al planeta, cuando Brézhnev asumió el poder supremo de la URSS, un poder que no abandonaría hasta su muerte en 1982. En esos dieciocho años los acontecimientos se sucedieron en el mundo en una serie continua de altibajos. Unos marcados invariablemente por los temores de ambos bloques a rebasar los límites de la prudencia que exigía el mantenimiento de la paz. Otros definidos por el esfuerzo a la hora de incrementar un potencial militar que garantizase la disuasión (que, llegado el caso, permitiese responder a la amenaza del enemigo: para la URSS, la de la OTAN, y para Occidente, la del Pacto de Varsovia).
La política de Brézhnev, cargada de contradicciones e incongruencias, fue un excelente ejemplo del ambiente de la Guerra Fría, que atravesaba de manera intermitente etapas de tensión y de tranquilidad relativa.
La soberanía limitada
Vistos desde el exterior, tanto la Unión Soviética como los países comunistas bajo su influencia ofrecían una imagen monolítica, ajena a discrepancias de ningún género. Nadie podía imaginarse que aquellas dictaduras férreas de corte marxista tenían, igual que las de corte capitalista, fecha de caducidad.
Y precisamente por entonces, los años sesenta y setenta, empezaban a gestarse en su seno los movimientos políticos y las medidas represivas oficiales que acabarían minando sus cimientos. Eran movimientos de rebeldía que ya tenían un precedente, el de 1956 en Budapest, cuando los tanques soviéticos entraron en Hungría para poner fin a las desviaciones de una generación de dirigentes que no concordaba con el monolitismo político impuesto por Moscú.
Para afianzar el control de la URSS sobre los países comunistas del entorno, Brézhnev implantó la idea de la soberanía limitada
Para afianzar el control sobre los países comunistas del entorno, formalmente soberanos pero en la práctica satélites de la URSS (Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía, Bulgaria y la República Democrática Alemana), Leonid Brézhnev implantó la idea de la soberanía limitada. Es decir, la URSS ejercería sobre ellos el papel de espejo en el que deberían mirarse en su implantación del comunismo.
No era otra cosa que un aviso muy serio a quienes retaban el poder de Moscú. Brézhnev expuso esta teoría a comienzos del verano de 1968 en Bratislava, capital de Eslovaquia y parte entonces de Checoslovaquia –donde empezaba a eclosionar la Primavera de Praga–, ante la cúpula de dirigentes del bloque.
Unos meses antes, el estalinista Antonín Novotny había sido sustituido en la Secretaría General del Partido Comunista Checo por el moderado Alexander Dubcek, que emprendió enseguida una serie de reformas. Eran tímidas, pero esperanzadoras para la sociedad, que vio en ellas un verdadero respiro en sus inquietudes de libertad y democracia.
La ciudadanía se apresuró a celebrarlas y a reclamar más cambios, cuando no a tomárselos por la mano. Esto no tardó en alarmar a los gobernantes soviéticos, con Brézhnev a la cabeza. Dubcek fue reconvenido por su permisividad, pero, lejos de atender a las exigencias de Moscú, continuó adelante con sus reformas, englobadas en lo que describió como la evolución hacia un socialismo de rostro humano. La expresión tampoco gustó en la Unión Soviética. Su reacción, brutal, no se hizo esperar.
El 20 de agosto, treinta divisiones blindadas del Pacto de Varsovia, mandadas por militares soviéticos e integradas por unidades de Hungría, Polonia, Bulgaria y la RDA, cruzaron las fronteras checoslovacas. Tras avanzar sin resistencia hasta Praga, se hicieron con el control del poder, destituyeron a Dubcek –que en adelante pasaría a ganarse el sustento como guarda en un garaje público– y colocaron en la Secretaría General del partido a Gustav Husak, un dirigente de la ortodoxia de Moscú.
Brézhnev veía con desconfianza el acercamiento entre Washington y Pekín, temiendo que degenerase en una alianza antisoviética
La contundencia de la reacción frenó en seco las simpatías que el caso de Praga empezaba a despertar en otros países de la órbita comunista. Pero estigmatizaría para siempre la imagen de Brézhnev, y acabaría con la creencia de que los regímenes marxistas podrían evolucionar hacia fórmulas políticas de respeto a las libertades democráticas. Los siguientes movimientos de rebeldía empezaban a gestarse en Polonia, concretamente en los astilleros de Dansk, liderados por el sindicato clandestino Solidaridad.
De Vietnam a Afganistán
Entre Leonid Brézhnev y los presidentes norteamericanos con los que coincidió las relaciones personales fueron mejores de lo que la propaganda daba a entender. Gracias a ello, la tensión se moderó bastante en algunas etapas. La URSS estaba preocupada por los problemas que le causaba China, sobre todo tras el reconocimiento norteamericano del país y su incorporación, en 1971, a la ONU y a su Consejo de Seguridad (como miembro permanente y, por lo tanto, con derecho de veto). Brézhnev veía con desconfianza el acercamiento entre Washington y Pekín, y temió que aquella luna de miel degenerase en una alianza antisoviética.
En esos momentos, comienzos de los años setenta, la guerra de Vietnam estaba en su momento de mayor gravedad, y Moscú no era ajeno a los progresos que estaba consolidando el Viet Cong. Pero, en una situación muy compleja tanto para la URSS como para EE. UU., el pragmatismo de dos personalidades tan diferentes como Nixon y Brézhnev acabó fructificando. En mayo de 1972, Richard Nixon visitó Moscú en medio de una gran expectación. La visita culminó con la firma del Primer Tratado SALT para la limitación de armas estratégicas. Fue un gran paso adelante en la difícil búsqueda de la paz y la consecución del desarme.
El clima de distensión propició el acuerdo, firmado en París en 1973 con el apoyo de la URSS, entre Henry Kissinger y Le Duc Tho para poner fin a la guerra de Vietnam, previa retirada norteamericana. El escándalo del Watergate y la dimisión, por vez primera, de un presidente estadounidense, acosado tras la publicación de sus marrullerías, también contribuyeron al paréntesis.
La entrada en Afganistán fue la última intervención militar de la Unión Soviética en el exterior y su primera derrota
Pese a crear fuertes discrepancias en el Politburó soviético con el sector duro, los principios de la distensión también repercutieron positivamente en Europa, gracias en buena medida a la mejora de relaciones impulsada en la Alemania occidental por el canciller Willy Brandt. En 1979, cinco años después de la firma del Primer Tratado SALT, Brézhnev firmó con el presidente estadounidense Jimmy Carter el Tratado SALT II.
Fue otro avance en la distensión, aunque enseguida se amortiguaron las esperanzas con otra de las iniciativas que empañan la biografía de Brézhnev: la entrada en Afganistán en apoyo del régimen comunista recién implantado. Sería la última intervención militar de la Unión Soviética en el exterior y su primera derrota. Tras diez años de guerra, que contribuyeron a agravar los problemas económicos de la URSS, esta tendría que abandonar. De alguna manera, con ello atenuó el sinsabor de la derrota sufrida por las tropas estadounidenses en Vietnam.
Descalabro económico
Brézhnev había sido responsable en tiempos de Jruschov de la política de defensa, y ahora, en su doble condición de gobernante y experto, se mantenía como un impulsor permanente de la industria militar. No cejó en el esfuerzo inversor para evitar que la URSS quedase rezagada en la carrera armamentística a que se veía obligada para responder a la amenaza de la Guerra Fría.
El gasto militar, en unas fuerzas armadas concebidas también como fuerzas de represión –tal como habían demostrado en Praga–, se desbordó. Esto supuso un sacrificio económico extraordinario que acabaría constituyendo, años después de su muerte, el primer motivo del final del sistema. Concurrieron también el revés de la planificación agrícola, que no dio los resultados prometidos, y las malas cosechas a raíz de las sequías, que se repitieron varios años y que obligarían a importar cereales de Occidente.
El fracaso de aquella política económica fue total. Pasaba más inadvertido por tratarse de una economía planificada y carente del aliciente de la competitividad, pero no por eso dejaba de ser real. El régimen no supo atajar los fallos que llevaron al país, y de rebote a sus satélites, a un total estancamiento. Los datos que barajaba la propaganda eran falsos, pero ni siquiera esa falsedad conseguía encubrir la imposibilidad de la agricultura y la industria agroalimentaria de producir alimentos suficientes. La sociedad vivía rodeada de cifras triunfalistas cuya materialización nunca veía en las despensas.
Además de la climatología, que no ayudaba, el desastre fue también consecuencia de la falta de estímulos a la producción, de incentivos a los trabajadores y de inversiones en maquinaria y modernización de las explotaciones.
Inoperancia y escándalos
En el campo militar, el Pacto de Varsovia funcionaba como aglutinante de las Fuerzas Armadas, pero el Comecon (Consejo de Ayuda Económica Mutua), que integraba a los países de la órbita comunista en un intento de creación de un mercado común, no funcionó nunca.
La URSS, en su afán por monopolizar el poder, asumía muchas iniciativas. Su proclividad a inmiscuirse en otros países para expandir el comunismo también le resultaba costosa, lo mismo que mantener en pie regímenes como el de Cuba, con los que se obligaba a adoptar paridades monetarias ficticias y, sobre todo, suministros militares sin retorno económico. Fueron los años finales de la descolonización de África, y la URSS pretendía ganar influencia e imponer sus teorías en los nuevos países soberanos, como los surgidos de la descolonización portuguesa, a los que había ayudado a emanciparse.
Uno de los problemas que generó la etapa de Brézhnev y su desafortunada política económica fue la corrupción a todos los niveles
Otro de los problemas que generó la etapa de Brézhnev y su desafortunada política económica fue la corrupción, que poco a poco iba aumentando a todos los niveles, empezando por el de su propio entorno familiar. El estraperlo y el mercado negro se convirtieron en una práctica cotidiana. La escasez y el correspondiente racionamiento de los bienes de consumo doméstico fueron generando un malestar creciente en la población, y propiciaron todo tipo de trueques para subsistir que falseaban la realidad de la situación económica.
Estallaron algunos escándalos, cuyos detalles corrían de boca en boca entre la gente, y alguno de ellos implicaba a allegados del propio Brézhnev, como su yerno. Una burocratización pesada e ineficaz, que empezaba desde abajo y llegaba a lo más alto, completaba un cuadro en el que la actividad económica permanecía encorsetada.
Leonid Brézhnev, el líder soviético que quizás alcanzó mayor presencia e influencia internacional, incorpora a sus méritos, siempre con más sombras que luces, si no el haber sido el progenitor de la nomenclatura, sí el que la consolidó como estructura real de gobierno de la URSS. Un entramado de poder que a lo largo de setenta años ocultó al mundo la imagen más surreal que jamás tuvo una superpotencia.
La herencia política de Brézhnev fue recibida por una gerontocracia de dirigentes históricos que no asumieron los problemas reales de aquel gigantesco entramado. Solo cuando llegó al Kremlin el joven y decidido Gorbachov, tres años después de su muerte, la conciencia del fracaso del sistema comenzó a imponerse.
Este artículo se publicó en el número 498 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.